Confieso que dudé al abrir el paquete recién llegado desde la librería Negra y Criminal.
(Uno de los grandes momentos de cada mes, dicho sea de paso, es el de abrir esa caja de cartón, procedente de La Barceloneta, y asomarme a descubrir los tesoros que los sabios Paco Camarasa y Montse Clavé le han añadido, por su cuenta, a mis peticiones).
Digo que dudé porque ahí estaba, entre otros títulos, la novela El último lapón, dedicada por su autor. Y como no hace mucho que estuve en Noruega, Suecia y Finlandia, me apetecía enfrentarme a una trama negra y criminal que acontece en un escenario tan improbable como la gélida Laponia, solo comparable a aquella Antártida del tebeo Whiteout, de tan grato recuerdo.
Pero… ¿y si Olivier Truc era otro de esos autores nórdicos pesimistas y apesadumbrados que necesitan tres páginas para decidirse a abrir la puerta del dormitorio, al levantarse de la cama?
Mi amiga Josefina es tremenda. Quiénes la conocemos, asumimos sus deliciosas rarezas con naturalidad: como es sueca, le achacamos sus monumentales despistes y mágica ausencias a su norteña y peculiar nacionalidad.
Se lo decimos, con todo cariño, como si fuera el lema de alguna de esas series que tanto nos gustan:
– “Es sueca. Es rara”.
Y ella ser ríe, claro.
Josefina tiene un hijo. Su nombre: Sami.
Siempre me gustó ese nombre. En parte porque cuando lo conocí, me vio y se partió de risa. ¡Era un cachondo! Como Sammy Davis Jr., uno de los compañeros de correrías de Sinatra, Martin & co.
El caso es que Josefina eligió el nombre de su hijo porque una vez, en un viaje, conoció a un Sami que se portó muy bien con ella y le echó una mano cuando más le hacía falta. Y porque sonaba bien. Y porque tenía que decidirse por un nombre, sobre la marcha y en un momento dado, sin tiempo para pensar, sin tiempo para meditar.
Hace unos días estaba leyendo cosas sobre Europa en la Wikipedia, por cuestiones de trabajo, cuando me encontré con la siguiente foto en la página principal de la entrada dedicada al Viejo Continente:
Me llamó la atención, pero como iba con prisa, no le presté atención ni me detuve a profundizar en eso de una familia sami…
Sin embargo, hace un par de días que me llegó al buzón de casa el último ejemplar de la revista Altaïr, dedicado en exclusiva a Noruega, uno de esos países nórdicos tan desconocidos como atractivos, famoso por sus auroras boreales.
Mientras subía en el ascensor, vi el listado de artículos y reportajes que traía la revista. Uno de ellos estaba dedicado a los Sami, uno de los pueblos nativos de Noruega, Suecia y Finlandia, de ascendencia lapona, que viven al norte del Círculo Polar Ártico.
Sin quitarme el traje, me senté en el sofá, a leer sobre uno de esos pueblos que, viviendo en condiciones hostiles y dificilísimas, han conseguido sobrevivir a lo largo de la historia. Un pueblo mágico, dotado de una cosmogonía propia, única y fascinante. Un pueblo nómada, libre y salvaje (en el mejor sentido de la expresión), que caza y pesca como ninguno y que se dedica a la cría del reno como actividades básicas para la supervivencia.
Los Sami son uno de esos pueblos indómitos que, cuando las autoridades nórdicas intentaron asimilarlos y quitarles su individualidad, se levantaron en armas para conservar sus raíces y peculiaridades.
Nobles, luchadores, nómadas, viajeros… ¡así son los Sami! Y estoy seguro de que así le gustaría a Josefina que fuera su pequeño Sami.
Quiénes la conocemos, estamos seguros de que lo conseguirá. Porque una persona tan especial como ella, siempre hace posible todo lo que se propone.
Querida Josefina, a continuación te dejo un corta y pega de la Wikipedia en que se cuenta una preciosa historia-leyenda sobre los Sami y una de sus celebraciones. Estoy seguro de que te va a gustar.
“Beiwe es la diosa de la fertilidad y del amor, la primavera, el Sol y la cordura venerada por los lapones. En el mito sami, viaja con su Beiwe-Neia a través del cielo en un recinto cubierto por huesos de reno, con lo que vuelven las plantas verdes en la tierra después del invierno, para que los renos puedan comer. También era llamada a restaurar la salud mental de los que se volvieron locos debido a la continua oscuridad del largo invierno.
Los adoradores de Beiwe sacrificaban renos blancos hembras, y con la carne, hacían hilos y palos, adornando la cama con cintas de anillos. También cubrían sus puertas con mantequilla para que Beiwe pudiera comer y así comenzar su viaje una vez más.
Esto se llama el Festival de Beiwe.
Está asociada a la fertilidad de plantas y animales, en particular, el reno.”
Con todo cariño, dedicado a una mujer clarividente e intuitiva como pocas, que conectó dos culturas aparentemente inconexas y distantes miles y miles de kilómetros con la elección de algo tan aparentemente banal como es un nombre…
Para que el viaje de tu vida siga siendo tan excitante como hasta ahora, querida Josefina, ahora, de la mano de tu pequeño Sami. Y apunta, apunta otro viaje pendiente.