Os voy a hablar con la sabiduría que me da el fracaso:
¡Correcaminos, estate al loro!
Robe Iniesta. Extremoduro.
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Como íbamos a pasar julio y agosto en Granada y sabemos que uno se hace mayor cuando, en verano, en vez de adelgazar, engorda; Álvaro y yo nos impusimos el reto entrenar con ahínco para participar en la Media Maratón de Motril, que por entonces se celebraba el primer domingo de septiembre.
Yo solo había corrido una Media Maratón en mi vida. En Sevilla. Y de aquello ya habían pasado varios años. La había culminado en una hora y cuarenta y cinco minutos. Exactamente lo que había previsto. Cinco minutos el kilómetro.
Mucho había corrido yo desde entonces, sin embargo. No había competido, pero había entrenado y, sobre todo, había crecido y madurado. Así que afronté el reto de preparar la Media Maratón de Motril con un doble objetivo: el confesable, que era acabarla con una cierta dignidad. Y el inconfesable y que me guardaba para mis adentros, por confiado que estuviese en mis posibilidades: rebajar el tiempo hecho en Sevilla.
Pasamos todo el verano entrenando. Los fines de semana, además, lo hacía en la propia playa. En La Chucha. Al nivel del mar. En las mismas condiciones en que se disputaría la carrera. Hacía buenos tiempos. Marcaba buenos parciales. Llevaba buenas medias kilométricas. Y lo pasaba bien. Además, me reencontré con mi amigo Javi y nos convertimos en buenas colegas atléticos, dejando un rastro de sudor en los cuatro kilómetros de asfalto que unen la Chucha con Calahonda, yendo y viniendo para volver a ir. Y volver.
Y llegó el día. Recuerdo que, antes siquiera de empezar a calentar, a las 9.30 de la mañana, ya estaba sudando. Pero bueno. No pasaba nada. Algunos días había salido yo a correr, incluso, a mediodía. No le temía al calor. Estaba mentalmente preparado y mentalizado.
Me había vestido con un pantalón de básket azul y con una camiseta adquirida en Tanzania, al bajar del Kilimanjaro, con una leyenda bajo la imagen de la montaña más alta de África: Just done it. También azul. Oscuro. ¡A juego!
Molaba.
Los primeros kilómetros fueron bien. Los siguientes, menos bien. Me explico: ¡Hacía calor! ¡Mucho calor! Y, al correr, sudaba. ¡Cómo sudaba! Sudaba tanto que la camiseta africana, de algodón, empezó a pesar. A pesar mucho. A pesar demasiado. Empapada, sentía como si vistiera una cota de malla. Pesaba y se pegaba al cuerpo. Como los tentáculos de un pulpo. ¡Agobiante!
Pero lo peor llegó cuando decidí refrescarme, echándome agua por encima: no solo la camiseta pesó más aún sino que se me empaparon los pantalones. Y como el elástico estaba dado de sí (algo en lo que antes no había reparado), empezaron a deslizarse. Hacia abajo. Vamos, que se me caían.
¡Un papelón, oiga!
A esas alturas, ya me daba igual el tiempo, el récord o los minutos que haría al final de la prueba. Mi único objetivo era llegar, después de haber estado dando la brasa con la Media Maratón a todo aquel con el que me cruzaba. ¡Cómo para no acabarla! Recuerdo los últimos kilómetros, subiendo desde el Puerto hasta las Explanadas. Una agonía. Una tortura.
Al final creo que hice una hora y cincuenta y tres minutos.
Llegué a la meta extenuado y agonizante. Casualmente, fue ese día que conocí en persona a mi amigo José Antonio Flores, con en el que solo me había comunicado a través de Internet. Mi aspecto era tan malo y estaba tan perjudicado que pensó que aquella había sido la amistad más corta de la historia dado que, muy posiblemente, yo iba a morir en las siguientes horas.
Por ahí conservo una foto de la línea de meta, aquel día. Deshidratado, con los ojos extraviados. Roto y resquebrajado. Fue una carrera infame que, además, me provocó una catarata de efectos secundarios de los que tardé en recuperarme más de una semana.
Un par de años después volví a correr la Media Maratón de Motril, durante mi preparación para la Maratón de Sevilla. Hice 1 hora 42 minutos y 42 segundos. Pero sobre todo, recuerdo nítidamente aquella nueva subida desde el Puerto hasta la línea de meta. Llevaba unos livianos pantalones perfectamente anudados a la cintura y una camiseta técnica de color fosforito, más liviana aún. Me había hidratado, pero no me había empapuzado de agua. Me sentía bien.
Desde esa primera Media Maratón de Motril, cada vez que salgo a correr y fuerzo la máquina, cuando estoy sufriendo como un perro y pienso que ya no puedo más; me acuerdo de aquella calamitosa carrera, de todos los errores que cometí, de lo mucho que sufrí y de mi patética imagen, arrastrándome por la carretera, convertido en un Ecce Homo.
Entonces, aprieto los dientes. Y sigo. Porque, en realidad, el único fracaso es pararse y darse la vuelta. Rendirse. Aquella carrera fue capital en mi vida y supuso el principio de una nueva manera de entender el deporte. Más consciente. Más inteligente. Más y mejor preparado. Ya no puedo correr tan rápido como antes, que los años no pasan en balde. Pero me siento infinitamente mejor.
Y, por eso, uno de mis gritos de guerra es, siempre, contra viento y marea, venciendo todas las dificultades, sinsabores, trabas, accidentes y problemas que se nos presenten en el camino… ¡SEGUIMOS!
Jesús Lens
En Twitter: @Jesus_Lens
#Graciasalfracaso
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Nota.- Este artículo lo he escrito de cara a esta iniciativa de Guadalinfo: Manifiesto Día del Fracaso. Lecciones que podemos, y debemos, sacar del Fracaso.
¿Te apuntas?