LECTORES

Qué bueno, saber que tenemos lectores de «Hasta donde el cine nos lleve» tan especiales como éste:

 

¡Hasta donde el cine le lleve!
¡Hasta donde el cine le lleve!

Y es que nuestro amigo Colin nunca deja de sorprendernos. Atentos al pedazo de Entrada que dedica en su blog a nuestro libro, siguiendo el enlace.

 

Con amigos así, ¡uno siente la necesidad de seguir escribiendo!

 

Jesús Lens, emocionado

ELLA

¡Qué bien! IDEAL publica hoy mi relato veraniego que, recordando al clásico de aventuras que tanto me gustaba cuando era pequeño, titulé sencillamente ELLA. A ver qué os parece, que ya hay una buena y sabrosa discusión montada en torno a él…

 

Muchas personas se consideran a sí mismas como amantes de las cosas bellas. Yo lo soy. Desde mi más tierna infancia, siempre me he dejado seducir por ella. Empecé por aprender a reconocerla, algo mucho más complejo de lo que se pueda imaginar. Seguí por aprender a cultivarla, rodeándome de ella siempre que me era posible, lo que tampoco era fácil. Hasta que dejé de resignarme y me decidí por buscar, pelear y hacerme, también, con lo imposible.

 

Me hice selectivo y exigente. Pero cuando me encontraba con una muestra de auténtica, sorprendente y cautivadora belleza, no la dejaba escapar. Habitualmente identificamos la belleza con el arte. Pero va más allá. Mucho más allá. Para un ojo avezado y un gusto entrenado, la belleza puede aparecer representada por el aroma de un vino rojo sangre, por la luz de un atardecer en la montaña o por el eco de una guitarra que se pierde en la lejanía.

 

Coleccionista de estampas y de momentos, de colores y sonidos, también coleccionaba objetos, por supuesto. Y, por eso, cuando vi la gema que Raquel llevaba prendida del cuello esa mañana, sufrí una auténtica conmoción.

 

Raquel, experta gemóloga, trabajaba en un taller de joyería de la granadina calle San Matías. Como buena conocedora de mi querencia por las piedras preciosas, cuando encontraba alguna pieza que, pensaba, me podía interesar, quedábamos en algún lugar discreto de la zona y aprovechábamos la ocasión para ponernos al cabo de la calle de nuestros asuntos y nuestras vidas.

 

En aquella ocasión, sin embargo, la auténtica sorpresa no estaba en la cartera de Raquel. Esa vez, la llevaba encima. Y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir la turbación que me invadía. Se trataba de una gema singular, no sólo por la arrebatadora hermosura de la piedra central, un trozo de ámbar milenario perfectamente tallado, sino también por la exquisitez con que venía engastada en un adorno de plata tan sencillo como hipnótico.

 

Como suelo hacer cuando viajo por un país árabe en que el regateo es la moneda de cambio en cualquier transacción, esa mañana prestaba atención a todo menos a lo que realmente me interesaba. Fingí que las dos esmeraldas que habían dejado a Raquel en su taller me interesaban sobremanera y estuve especialmente atento con ella, preguntándole por todo lo que había pasado en su vida en los últimos meses.

 

Pero sólo la gema de su cuello estaba realmente presente en mis pensamientos. Y lo peor era que, un movimiento en falso y adiós a cualquier posibilidad de echarle mano. Si Raquel, avezada en las malas artes de coleccionistas como yo, notaba que ponía el más mínimo interés en el colgante, ya podía olvidarme de hacerme con él. Al menos, de hacerme con él en unas condiciones medianamente razonables.

 

Del café mañanero pasamos a la caña de mediodía, seguida de un arroz con bogavante y un vodka helado. No podía separarme de Raquel. Y ella, extrañamente, se dejaba querer. Ambos somos personas ocupadas y, habitualmente, nuestras citas no se alargaban más allá de la hora u hora y media. Pero aquel día era distinto. De la charla intrascendente pasamos a los temas más personales y, sin solución de continuidad, a las confidencias más íntimas.

 

Cuando todavía no había caído la noche, ya estaba desabrochando los botones de la falda de Raquel, en mi apartamento, algo que jamás había ocurrido antes y que, la verdad, nunca se nos había pasado por la cabeza que pudiera pasar.

 

La contemplaba desnuda, con sólo la gema cubriéndole el cuerpo, y Raquel se me aparecía como una Diosa, voluptuosa y excitante hasta el dolor. Decir que la pasamos haciendo el amor, y que resultó una de las noches más inolvidables de mi vida… sería lo que me gustaría poder contar. Pero no fue así. Nada salió como debiera y la cama, que debería haberse convertido en teatro de nuestros sueños más lúbricos, terminó por ser el escenario de una horrible pesadilla.

 

Pero la verdadera sorpresa me aguardaba a la mañana siguiente, cuando, ojeroso y cansado, me levanté de una cama que ya parecía llevar varias horas vacía. Fui a la cocina a prepararme un café y la vi. Allí estaba. La gema. Brillando con esa singular luz propia. Y debajo de ella, una nota manuscrita:

 

«No fue culpa tuya. Ni mía. Ni de ella. De la gema. Aunque intentaras disimularlo, desde el primer momento viste que ésta es una joya muy especial. Quizá demasiado. Una joya con vida propia que exige cariño, cuidados, mimos y atención a quién la quiera poseer. No es una joya para lucir. Es para llevarla pegada a la piel, lo más cerca posible del corazón. Bien sabes que hay objetos, además de bellísimos, a los que el peso de su historia les confiere su propia identidad. La historia de esta gema es larga. Muy larga. Arrebatadoramente hermosa, trágica… preciosa. Como ella.

 

Sería absurdo intentar contarla en unas líneas improvisadas. Sólo te avanzaré que, para consumar felizmente los efectos que sentiste bajo su influjo, has de encontrarla. A la persona adecuada. La gema atrae, de forma irresistible, a todo el que la contempla. Como un imán. Pero con sólo una persona, la gema funciona como el verdadero talismán que nos gustaría que fuera. Ésa es su maldición y su condena. O su suprema bendición… si consigues encontrarla. Desde que esta joya cayó en mis manos y conocí su leyenda vengo buscando a la persona que debería sacar lo mejor de ella, provocando esa explosión de los sentidos que tú y yo presentimos anoche… para terminar desvaneciéndose como un sueño imposible. He buscado a esa persona sin descanso. Infructuosamente. Eras mi última esperanza. Te había dejado para el final. Llegó la hora del relevo. Ahora te toca a ti. Suerte.»

UN MAL DÍA PARA MORIR

Hasta para morirse hay que tener tino. ¿Recuerdan aquella famosa canción del grupo «Def Con Dos», titulada «Pánico a una muerte ridícula»? Pues, salvando las muchas y hondas distancias que separan a los hip-hoperos de la última y estupenda novela de Empar Fernández y Pablo Bonell Goytisolo; cuando leía ésta no podía evitar acordarme del trasfondo de una canción que estaba filosóficamente cargada de razón.

 

Hasta para morirse hay que tener vista
Hasta para morirse hay que tener vista

Porque, por ejemplo, ¿no es una cabronada del destino que Alberto Boisgontier, uno de aquellos jóvenes soñadores luchadores antifranquistas, falleciera en trágicas circunstancias, precisamente, la tarde del 19 de noviembre de 1975?

 

Cuando, apenas unas horas después, Arias Navarro compareció en antena para proclamar el famoso «Españoles, Franco ha muerto», la investigación por el óbito accidental del chaval, que cayó desvanecido en las vías del tren de la estación de Gracia, en hora punta, quedó relegada al olvido. Y eso que no hacía ni tres días que el muchacho había salido de los calabozos de la policía, donde la pasma le había pegado una buena tunda.

 

Empar, Negra y Criminal
Empar, Negra y Criminal

Más de treinta años después, el subinspector Escalona, recién asimilado a los Mossos d’escuadra, recibe un encargo aparentemente imposible por parte de un moribundo compañero de trabajo: investigar la muerte de Alberto. Él había participado en la detención del chaval y siempre pensó que hubo algo raro en aquel accidente. Y, la verdad, si  Boisgontier tuvo mala suerte por cuanto a la fecha en que falleció, su apellido no era uno de esos que resulta fácil olvidar.

 

Periquito y ciclista, también.
Periquito y ciclista, también.

Pero, ¿cómo investigar un caso como éste? Ahí radica el punto fuerte de «Un mal día para morir». No hay pruebas genéticas o de ADN que valgan. Ni grabaciones o vídeo -vigilancia a las que acudir. Escalona tendrá que visitar a los allegados y testigos de los hechos supervivientes, comprobar sus declaraciones, rastrear las posibles contradicciones y dejarse llevar por la mucha experiencia acumulada en sus años de trabajo para atar los cabos que, de haberlos, hubieran quedado sueltos.

 

Como si de un viaje al pasado se tratara, las contradicciones de la España del final de la Dictadura y las de la España contemporánea florecen a través de las biografías de los actores de una especie de película que contó con un guión escabroso y absolutamente inesperado, lleno de giros y quiebros que, al final, no terminó de convencer (ni satisfacer) a casi ninguno de los protagonistas

 

Grande, Empar
Grande, Empar

A través de una escritura tan pulcra como amena, la exquisita narración de Empar y Pablo hace que el lector viva dentro de la cabeza de Escalona, mirando la realidad circundante a través de sus ojos e imaginando el pasado a través de la idea que, testimonio a testimonio e informe a informe, se va reconstruyendo enfrente de nosotros.

 

Tiempos convulsos, tiempos excitantes, tiempos comprometidos. Pero también tiempos miserables, mezquinos, traidores e hipócritas. Ésa fue la España de entonces. La de ahora, la verdad, no está claro que sea mucho mejor. Ni mucho peor.

 

Publicada por Ediciones Pámies, que recoge el testigo dejado por la querida y añorada Tropismos, «Un mal día para morir» es la tercera novela de la saga de Escalona, pero se puede disfrutar perfectamente como una novela independiente y con entidad propia. Leída en su momento «Mala sangre», la primera entrega del ciclo, tengo que rescatar de la estantería de las pendientes «Las cosas de la muerte», que Escalona ya es uno de esos personajes de ficción que nos gusta incorporar a nuestra vida cotidiana como buenos lectores de literatura de género negro y criminal.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

SIETE CASAS EN FRANCIA

Congo. Su sola mención ya tiene ecos mágicos, misteriosos y lejanos. Congo. Por mucho que el demente de Mobutu se empeñara en africanizar el nombre del país, cambiándolo por el de Zaire durante su enloquecido mandato; Congo sigue siendo la denominación con que conocemos a un territorio mítico e ignoto que sigue excitando la imaginación de los viajeros y los aventureros de todo el mundo, aún en este siglo XXI. (Y de aquí partió este reportaje que publicamos en IDEAL hace unas semanas…)

 

Río Congo: el corazón de las tinieblas
Río Congo: el corazón de las tinieblas

Por eso no es de extrañar que escritores de todas las ascendencias, se sientan subyugados por el fascinante universo congoleño y por su torturada historia alguna vez en su vida, radicando allí sus ficciones más o menos basadas en hechos reales.

 

El último en hacerlo ha sido Bernardo Atxaga, el escritor vasco que lo ganara todo con la mágica y portentosa «Obabakoak» y cuyo «El hijo del acordeonista» provocó un auténtico terremoto en nuestro país, con el famoso affaire Echevarría, cuando el crítico de cabecera de El País hizo una demoledora crítica de la novela, editada por Alfaguara y gran apuesta literaria del Grupo PRISA de la temporada… y terminó de patitas en la calle.

 

Bernardo Atxaga
Bernardo Atxaga

Atxaga, en un momento dado de su vida, se fue del País Vasco y se instaló en Reno, dio por concluido su ciclo de novelas radicadas en el territorio mítico de Obama… y se marchó, literariamente hablando, al Congo belga para escribir la sorprendente, inesperada e inclasificable «Siete casas en Francia».

 

Leía esta mañana, hablando sobre la guerra de la Ex Yugoslavia, que fue un conflicto encabezado por artistas y escritores. Y, casualmente, uno de los protagonistas de «Siete casas en Francia», Lalande Biran, la máxima autoridad en Yangambi, el emplazamiento junto al río Congo en que acontece la novela, es un poeta que, ambicionando amasar una gran fortuna que le permita comprar las siete viviendas a que hace referencia el título, su auténtico anhelo es volver a la capital de Francia y disfrutar de las tertulias de los cafés parisinos.

 

Junto a él, un ex legionario bastante perturbado o un soldado servil que quiere hacer carrera por la vía de conseguir para su jefe las jóvenes chicas, siempre vírgenes, que a éste gusta disfrutar con el fin de evitar contraer las enfermedades de transmisión sexual que aquejan a todos los europeos desplazados a África. Y Chrysostome Liège, un tirador casi infalible cuya llegada a Yangambi precipita los vertiginosos acontecimientos que, en 250 páginas de letras grandes, nos cuenta Atxaga.

 

Un Atxaga que dice esto sobre su novela: «Siete casas en Francia» roza la literatura grotesca, el humor negro, lo paródico, que ya es algo que he desarrollado en mis poemas. Yo sé que mis poemas de humor negro son un verdadero impacto para mucha gente así que, al usar este estilo en este libro pienso «a ver si sucede lo mismo».

 

Una estupenda descripción sobre qué es esta novela tan a contracorriente y fuera de cualquier moda, aunque, indirectamente, la avaricia del protagonista y su esposa emparente la acción con esta crisis económica que estamos sufriendo. Una novela que, huyendo del tremendismo (y mira que lo que ocurrió en el Congo de Leopoldo II fue terrorífico) bucea en el lado oscuro del ser humano a través de una historia sólo aparentemente fácil y sencilla.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

TEBEOS: LA CARA MÁS AMARGA

Hace unas semanas publicábamos en IDEAL un reportaje sobre tebeos y su cara más amarga. Y les decía que, maquetado e impreso en papel, quedaba más chulo. Aunque ahí tienen el enlace con la entrada correspondiente, no me resisto a subir esta imagen, capturada del Blog de Barrera, Periodismo al Pil Pil.

La cara más amarga de los cómics
La cara más amarga de los cómics

¿No es chula?

 

Venga. Anímense. Hablemos de tebeos. Como de los conejitos suicidas, que tanta polémica levantaron.

 

Jesús Lens, comiquero.