En general, me tengo por alguien curioso, interesado por el mundo en que vivimos y por el que nos rodea, moderadamente bien informado. Me gusta hablar con la gente y me gusta escucharla. Hablar con los amigos, por supuesto, pero también pegar el oído a lo que se dice en las barras de los bares, en las paradas del autobús y en la cola de Correos.
Más allá de las islas de las tentaciones y los supervivientes, del buen momento del Granada C.F. y de la crisis —o lo que sea— del Barça; la gente habla del campo y de los tractores, de lo mucho que tarda el autobús y de lo caro que está todo. Habla de la alergia del ciprés y del poco frío que ha hecho este invierno. De la falta de aparcamiento que hay en el Zaidín, del concierto Rock con niños, de las prácticas, los contratos en precario y la contaminación.
En algún momento, alguien menta a ‘los catalanes’, así en bruto. Entonces se hace un perceptible silencio y no pasa mucho tiempo hasta que alguna otra persona saca a colación un tema diferente.
¿Saben de qué otra cuestión no oigo hablar en mi entorno más o menos cercano? De Venezuela. En el güasap sí. Y en las redes sociales. En un runrún constante, como esa mosca que, en mitad de agosto, no para quieta. Señala la ministra de Exteriores, Arancha González Laya, que el 80% de sus intervenciones son sobre Venezuela. ¿No les parece un poco exagerado y desmedido? Máxime cuando se tiene que negociar la PAC y el gobierno de Trump ha cargado de aranceles a productos básicos de nuestra socioeconomía como el aceite de oliva.
No crean que es desinterés o abulia. A mí también me importan Cataluña y Venezuela, Barcelona y Caracas. Pero es imposible acercarse a ellas —como concepto y/o espacio de debate— sin apriorismos partidistas o de forma desapasionada. Es tal el abuso que los unos y los otros hacen de ambas cuestiones que han pasado a formar parte de una realidad paralela, inexistente en nuestra vida real.
Jesús Lens