“Se me tensan los músculos y noto cómo se me escapan unas gotas de pipí. Por suerte, estoy sentado, porque he manchado el pijama. Olga me insiste en lo del pañal, que hay unos la mar de discretos, dice”.
El que así habla es Justo, protagonista absoluto de la última y extraordinaria novela de Carlos Bassas del Rey, titulada precisa y sencillamente “Justo” y publicada por la imprescindible editorial Alrevés, refugio de la mejor novela negra española contemporánea y del que hemos hablado en esta reseña sobre su novela «Mal trago»
Y sí. Justo es un señor mayor. Un anciano. Un abuelo. Un yayo. Un venerable. Un viejo, o sea. Como viejo es el protagonista de “Ya no quedan junglas adonde regresar”, de Carlos Augusto Casas, publicada por MAR Editor.
“Se había convertido en un viejo medio loco que hablaba con su mujer muerta, con sus padres muertos, con los amigos muertos que se fueron hace tanto… —Son los únicos a los que aún les interesa lo que digo. Y ahora se supone que tengo que dar gracias por un nuevo amanecer. Oh, Dios mío, otro día más. Otro puto día más”.
Quiere la casualidad que dos de las mejores novelas negras del momento estén protagonizadas por viejos. ¡Bendita casualidad! Porque los viejos están de moda. Esos viejos habitualmente invisibles y en los que nadie repara. Esos viejos que, según ciertas voces neoliberalistas, tardan demasiado en morirse, comprometiendo nuestros sistemas de pensiones. Viejos que estorban. Que molestan. Que incordian. Viejos que sobran.
Viejos que, sin embargo, vuelven a darnos una lección de dignidad, valor y sentido común, echándose a las calles en defensa de esas pensiones suyas, que también son nuestras, como escribía en mi columna de IDEAL de hace unos días. (Leer AQUÍ)
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El escritor Pablo Martín Carbajal tiene una prueba de fuego esta tarde. Será a las 20.30, en el Centro de Exposiciones de CAJAGRANADA en Puerta Real, donde presenta su novela más reciente, “Tal vez Dakar”, publicada por MAR Editor. Y de ello hablamos hoy, en IDEAL.
Y es que, esta tarde, Pablo compartirá mesa con Augustin Ndour, senegalés residente en Granada y originario de esa Dakar en la que el autor ha situado la acción de su atractiva y adictiva novela. ¿Qué pensará un lector senegalés de la visión que un escritor español hace de su país? ¿Habrá captado la esencia de la Dakar contemporáneo? ¿Habrá sido capaz de desterrar esos tópicos eurocentristas en los que solemos caer los viajeros que visitamos países africanos?
“Tal vez Dakar” está protagonizada por un joven empresario canario que viaja a Senegal en una misión comercial organizada por la Cámara de Comercio, para estudiar posibles inversiones en el país africano. Curioso por naturaleza, Álvaro Camino se adentra en una Dakar diferente a la de los hombres de negocios, echaquetados y encorbatados, que viajan en coches con los cristales tintados y apenas pisan la calle, desarrollando su vida entre oficinas y casas de lujo empotradas en urbanizaciones privadas.
De la mano de un ejemplar de la revista National Geographic, Álvaro también descubrirá un montón de cosas sobre la importancia del arte africano en las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, en pintores como Picasso y escritores como Breton o Tristan Tzara.
A caballo entre el presente de más rabiosa actualidad y el pasado más contradictorio, convulso y esperanzador; Pablo Martín Carbajal utiliza una estructura de narrativa de viajes clásica trufada de novela negra, con el robo de obras de arte africanas como McGuffin. Y aprovecha “Tal vez Dakar” para contar lo que realmente le interesa: las conexiones y relaciones entre África y Europa y las apasionantes y complicadas vidas de personalidades como Léopold Sédar Senghor o Aimé Cesaire, cabezas visibles del movimiento por la negritud que tanta importancia tuvo en la primera mitad del siglo XX.
Esta tarde vamos a tener la oportunidad de realizar un apasionante viaje, en el tiempo y en el espacio, de la mano de Pablo y Augustin. Un viaje enigmático y misterioso, también. Porque hablaremos de los djinn y su maléfico influjo. Que no todo es Teranga, música y buen rollo en Senegal, ¿verdad chicos?
Si ahora mismo leyera cinco manuscritos, negros y criminales, que disimularan el nombre de su personaje principal, para no dar pistas; creo estar en condiciones de asegurar que no tardaría ni tres páginas en descubrir cuál de ellos ha sido escrito por Javier Hernández Velázquez. Y no por sus dejes o términos canarios, precisamente.
“La vida es una derrota asumida. Allí estaba, en aquel salón del hotel, en recuerdo de un tiempo en el que creí que una canción podría salvar el mundo (una época en que Michael Jackson aún era negro y estaba vivo)”.
Así comienza “Un camino a través del infierno”, novela publicada por MAR Editor; finalista y mención especial del jurado del premio de novela negra L’H Confidencial del año 2013.
Con toda justicia, puedo decir ahora que la he leído.
Aunque leído no es la expresión exacta. Porque arranqué con ella la noche del martes, en el Puerto de la Cruz, y cuando aterricé en el aeropuerto de Granada, el miércoles; Mat ya se había convertido en uno de esos compañeros de viajes literarios con los que te apetecería compartir tragos, golpes e historias, hasta bien entrada la madrugada.
Mat.
A Mat venía siguiéndole la pista desde hace tiempo, a través del Facebook. Es un tipo con gusto por las armas. Cortas. Un tipo que gasta una de esas sonrisas de medio lado que, dependiendo de por dónde asome, da alegría encontrársela… o miedo. Mucho miedo.
Mat es detective. Privado. Y, obviamente, no lo lleva bien. Eso de investigar cuernos y bajas laborales es bastante ingrato. Un buen día se cita con una clienta muy especial. Su amante, para ser exactos. Y el encargo que le hace es morrocotudo: buscar a la hija que tuvo con Vicente Chinea, a la sazón, presidente del gobierno canario… en pleno proceso de reelección.
Entonces, el cristal de la ventana del garito en que están hablando salta por los aires…
Con esas mimbres, y con el personalísimo estilo que caracteriza a Javier Hernández, la narración de “Un camino a través del infierno”, nos adentra en la podredumbre, la locura y la insania que yacen en el lado oscuro de cualquier sociedad, por aparentemente bonita y festiva que parezca.
En este caso, por fortuna para él y para sus lectores, Mat no estará solo en su particular temporada en el infierno. Por un lado, nos acompaña Eva Millar. Por otro, su nueva secretaria. Impagables, ambas. Aunque tan parecidas como el día y la noche. Como la cruz y la cara. Como el haz y el envés. Y está el político. Y su familia. La carnal y la otra. Porque muchos políticos cada vez tienen un concepto muy laxo de lo que debe ser La Familia. Y el pasado, claro. Un pasado que pesa. Mucho.
Pero, sobre todo, está Mat. Un Mat que ve la vida, como el autor, a través de un personalísimo prisma, repleto de referencias a la música, al cine, a la televisión… y para los amantes del baloncesto, a la NBA.
Porque nada de lo humano nos puede resultar ajeno.
Por ejemplo, la buena literatura. Esa que te sacude y que te noquea. Como “Un camino a través del infierno”. Hasta el punto de que si la lees y no encuentras en ella un estilo fresco, desenfadado, único y, esperemos que repetible por su autor en sus próximas novelas, que ya esperamos impacientes; te pago una Alhambra Especial bien fresquita.
Y como muestra de lo que digo, especialmente dedicada a mis buenos amigos del mundo de la canasta, unas líneas muy descriptivas:
“Me tumbé en el sillón y encendí la pantalla de plasma para visionar un Detroit-Portland de las finales de la NBA del 89. Los Pistons sí que eran tipos duros. Después de tocar fondo a finales de los setenta, la suerte regresó a la Motown cuando seleccionaron en el draft al base Isiah Thomas. Al año siguiente adquirieron al pívot Bill Laimbeer de Cleveland y al base Vinnie Johnson de Seattle. Luego llegaron Dumars, Mahorn, Salley y Rodman. El coach Daly comprendió que debían emplear un estilo agresivo que se ganó el apodo de los Bad Boys. En aquel grupo mi debilidad era Laimbeer, un Harry el sucio de las canchas.
Duro, arrogante, provocador, un tipo despreciable. Todos lo consideraban un matón, pero era mucho más que eso. Aquel malcarado, hijo de un multimillonario comerciante de diamantes, era uno de los pocos jugadores que se hubiese ganado mejor la vida fuera de las canchas que dentro de ellas”.