Me ha encantado. Lo diré alto y claro, desde el principio, que su estreno en el Festival de Venecia no fue muy exitoso y había dudas sobre una película que, al igual que “Gravity” y “Birdman”, en 2013 y 2014, respectivamente, venía revestida con el halo del mejor cine-espectáculo de alta calidad, destinado a convencer tanto a crítica como a público.
Fui al cine, pues, con mis reservas.
Y desde el arranque de “Everest” me sentí atrapado por la magia de una película grande. Muy grande.
El hecho de que a mí me guste el montañismo y, durante un tiempo, lo practicara en Sierra Nevada, en sus laderas más fáciles y siempre en clave de aficionado-de-andar-por-casa, hace que me identifique con varios de los (discutibles) puntos de vista que ofrece un guion bien construido en el que los personajes tienen tanto peso como el paisaje, auténtico protagonista de la película. Porque los personajes se definen en torno a su relación con la montaña. Con la más alta. La más mítica. La más deseada: el Everest.
Para unos, subir a la montaña es un trabajo. Para otros, un desafío. Para alguno, incluso, una diversión o un pasatiempo. Hay quién considera la escalada como algo casi religioso y quién depende de ello para vivir.
Y las expediciones al Everest pueden ser, también, material literario para un escalador que, además, escribe. Como el conocido Jon Krakauer que, en los años noventa, se encastró en una expedición comercial al Everest, con el doble propósito de alcanzar la cima… y bajar para contarlo.
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Jesús Lens