Fue la vanidad

Antes de hablar del cuento de la vanidad, mucho tenemos que procesar, aún, sobre este Etnosur, recién terminado para la Trupe Musiquera “La Arrancaílla”, que acabamos de recalar en casa, para tomar un respiro antes de, la semana que viene… pero bueno. Esa es otra historia.

Ahora sólo queremos escuchar Afrobeat, como éste clásico imperecedero de Femi Kuti, «Beng, beng, beng», que nos puso las orejas tiesas y nos llevó a las nubes, al final de su concierto en Etnosur.

Ahora hablemos de Cuentos y Narraciones. ¿Tenéis por ahí el IDEAL, El Correo Vasco o La Verdad? O alguna otra edición regional de los periódicos de Vocento.

Con uno de esos relatos que tanto me gusta escribir, comienza hoy una sección nueva, veraniega, en el suplemento V de Vida, Artes y Cultura.

El cuento se titula “Fue la Vanidad” y, si no tenéis la edición impresa, aquí y aquí os dejo un par de enlaces a ediciones digitales de algunos diarios. Y, debajo, pegado como texto.

Espero que os guste el Cuentito de Verano de este año, ilustrado por Javier Muñoz.

Fue la vanidad

Pasaban de las ocho, el vigilante de la playa ya se había ido y la bandera roja amenazaba con salir volando, arrancada del poste que la sujetaba. Apenas quedaba nadie junto al mar, sobre todo desde que las nubes de arena arrastradas por el viento aguijoneaban la piel de los bañistas y cegaban los ojos de quiénes se habían olvidado las gafas de sol en el apartamento.

De repente, se montó un revuelo: una mujer se ahogaba. Una loca, una insensata que se había metido en el mar, desafiando las inmensas olas que barrían la línea costera. Una potencial suicida que, justo en ese momento, braceaba desesperadamente, boqueando, a unos veinte metros de la playa. Su cabeza se hundía y volvía a asomar, la cabellera rubia cubriéndole el rostro, aunque cada vez pasaba más tiempo dentro del agua que fuera.

Entonces, apareció él.

Como cada tarde del mes de agosto, corría por la orilla de la playa. Para haber pasado de los cuarenta, su cuidado aspecto imponía respeto y despertaba admiración. Y envidia, claro. Firmes abdominales, piernas como columnas jónicas, anchas espaldas con sus dorsales bien definidos, mandíbula de acero con hoyuelo en la barbilla incluido… No tardó ni diez segundos en despojarse de la camiseta sudada que cubría su poderoso torso mientras, haciendo palanca un pie con el otro, se sacudía las flamantes zapatillas. Tomó impulso y se arrojó bravamente a las aguas ante la mirada estupefacta de sus dos compañeros de footing, parados sin saber qué hacer, con el resuello perdido.

Apenas tardó un minuto en alcanzar a la chica que, por momentos, parecía haberse rendido, dejándose arrastrar por la fuerza de las aguas. Él se acercó cautelosamente y, cuando iba a sujetarla por detrás, como mandan los cánones de primeros auxilios en el mar, ella pareció reaccionar ante su presencia y se echó a su cuello, sumergiéndose ambos bajo el caudal de una ola especialmente violenta.

Al día siguiente, la prensa abría sus titulares con la noticia: “El superjuez Mejorana muere ahogado al intentar salvar la vida de una joven bañista en apuros”.

Aunque toda la prensa trataba la información con un cuidado exquisito, algunos columnistas no pudieron evitar que se deslizara alguna fina ironía en sus escritos de urgencia: “el mar, aliado de la mafia”. Efectivamente: a la vuelta de vacaciones, el juez Mejorana iba a juzgar a treinta y siete acusados de formar parte del crimen organizado.

Precisamente de eso hablaban los dos hombres que, a primera hora de la mañana, desayunan con champagne en la terraza de la suite presidencial del Hotel Villamagna, con vistas a la playa en que había ocurrido la tragedia y con toda la prensa del día desplegada sobre la mesa, iluminada por el sol.

– ¿Ves? Te lo dije. Yo tenía razón.

– Ciertamente, querido. Nunca pensé que podría salir bien.

En ese momento, una tercera persona se incorporó a la conversación, asomándose a la terraza desde el interior de la habitación. Vestía un enorme albornoz blanco y, con una toalla, se secaba su larga cabellera rubia, recién lavada.

– ¡Hombres de poca fe! Era imposible que el juez no intentara salvar a una pobre chica en apuros. Sobre todo, si de nadar se trataba. Un hombre como ése, tan pagado de sí mismo, un vigoréxico nato que para más inri había sido campeón universitario de natación, sencillamente, no podría evitarlo.

– ¿Y si no hubiera habido tormenta este mes de agosto? –dijo uno de los hombres.

– ¿Y si esta mañana no hubiera salido el sol? Todos los veranos hay, como mínimo, dos temporales en esta costa.

– Vale, vale. Pero, siendo él un hombre tan grande, ¿cómo podías estar segura de que conseguirías ahogarlo, con tus propias manos y a la vista de todo el mundo, sin despertar sospechas?

– Créeme, precioso. Cuando una ola de ocho metros te cae encima y una mano te está retorciendo dolorosamente tus partes pudendas, la sorpresa y la incredulidad hacen que las diferencias de peso, tamaño, género y condición pasen a un plano muy secundario. Pero, si os parece, seguimos hablando esta noche, cuando nos veamos para cenar y haya confirmado que el pago de mis emolumentos está ingresado en las islas Caimán. Ahora, si me disculpáis, me espera la prensa, deseosa de conocer un poquito más sobre la débil e inocente mujercita, la tonta rubia de bote por cuya salvación, el heroico juez Mejorana dio la vida.

Jesús cuentista Lens

PD.- Otros años, tal día como hoy, escribíamos esto. Y esto otro.

Encuentros

De las pocas cosas buenas que tiene el salir a correr a las cuatro de la tarde de un día cualquiera de mitad de julio es que por el Camino de la Fuente de la Bicha no hay, literalmente, ni Dios.

Salvo cuando llegas a la zona en que el río ensancha y hace pozas, donde sí puedes encontrar a alguien bañándose, lo normal es que sólo la chicharra te acompañe por el camino. Y, de vez en cuando, alguna culebrilla a la que sorprendes tomando el sol en mitad del sendero. Nada más.

Por eso, hoy, me dio alegría ver en lontananza a aquella mujer.

Avanzábamos en la misma dirección, camino de Cenes. Poco a poco, su figura se fue haciendo cada vez más nítida. Muy poco a poco: como tantas veces, más que correr, yo me arrastraba. Y ella llevaba un paso firme y decidido.

Aún así, cuando estaba cerca de ella, apreté el paso para adelantarla lo más rápido posible y no hacerla sentir incómoda, con una presencia extraña de dos metros de altura amenazándola por la espalda, echándole el aliento en el cogote.

Hubo algo en ella, no obstante, que me resultó extraño. Pero no me pude fijar bien. Disimulando, eché la vista atrás. Pero mis gafas de sol, rayadas, no me dejaron distinguir nada. Y pararme para observarla con detenimiento hubiera sido excesivo.

Seguí mi camino, sin darle mayor importancia y casi de inmediato me interné en el bosque a través de esos estrechos senderos que, por la margen derecha del río, te protegen del inclemente sol de mediodía, dando un imprescindible respiro al trotón de fondo, cabeza dura, que procura no cambiar sus rutinas ni en lo más crudo del crudo invierno ni en los largos y cálido veranos andaluces.

Tan cabezón que uno de los caminantes habituales de la famosa Ruta del Colesterol me paró hace unos días y me espetó:

– No estás casado, ¿verdad?

– Pues sí. Un rato cansado.

– No hombre. Casado. Que si tienes mujer, vamos…

– Ah no. Mujer no. ¿Por qué?

– Porque si la tuvieras, anda que te iba a dejar salir a correr a estas horas…

¡Ays! La sabiduría popular… El caso es que iba muy cansado y enflojinado así que, a la altura del primer puente sobre el Genil, me di la vuelta y puse rumbo a casa.

Y fue entonces cuando la volví a ver, de frente esta vez. Casi chocamos a la salida de una de las curvas del sendero. Era guapa. Muy guapa (sé que era lo que muchos estabais esperando saber).

Su cara se iluminó con una de esas sonrisas que son capaces de aplacar los rigores del mismísimo sol de mitad de verano y me saludó con un cálido, afectuoso y ¿prometedor?: – “Buenas tardes”.

Todo lo cuál no habría sido en absoluto reseñable, de no ser por el detalle de que la chica, ojos verdes y figura escultural; camiseta escueta y aún más escueto pantalón de deporte, llevaba ambas manos enfundadas en sendos guantes. De plástico. Guantes de plástico. ¡Con la que estaba cayendo!

Y, más llamativo aún, en la mano izquierda, un cuchillo.

Y, como último e inquietante toque cromático, abundantes manchas rojas rompiendo la uniformidad del quirúrgico y aséptico color blanco de los guantes. De plástico.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

¿Qué publicábamos, otros 13 de julio? Pues ESTO y ESTO.

Paridad

Odiaba, sobre todo, cuando se quedaba dormida en sus brazos. No podía soportarlo. Pero si simulaba un espasmo y la despertaba súbitamente, aún era peor. Entonces se le agriaba su habitual mala leche y el proceso de vestirse y despedirse resultaba especialmente amargo. Sobre todo, la última mirada. Esa última mirada, entre el asco y el desprecio, que no hacía presagiar nada bueno para el inevitable reencuentro del día siguiente.

Siempre era María la primera en salir de la habitación. Con la excusa de los niños, se iba volando y a él le tocaba comprobar que no se dejaban nada. Y, por supuesto, liquidar la cuenta.

Cuando bajaba en el ascensor, su propia mirada, reflejada en el espejo, le pedía explicaciones. ¿A quién se le ocurre? Pija y caprichosa. Una niña mimada y consentida. ¡Una cría! Y casada. Con otro. Y con dos críos. ¡Y un puto perro!

Entonces, justo antes de abrirse las puertas en la recepción, sus ojos, iracundos, se lo recriminaban, de verdad: – y, encima… ¡tu jefa!

Eso sí, como Quintanilla cumpliera su promesa y le promocionase, iba a ponerla en su sitio. Sólo por ese momento iban a haber merecido la pena todos sus desplantes, exigencias, histerias, celos y recriminaciones.

Se iba a enterar entonces, María, de quién era Ramiro. Bien que se iba a enterar. Y a sentirlo. Vaya si lo iba a sentir…

Jesús Lens

Evidentemente, esta sería la tercera parte de un conjunto de microrrelatos. El primero, “Volver”. El segundo, “El reposo de la guerrera”. ¿Qué título le podríamos dar a todo esto? A mí se me ocurre “Vidas erradas”. O, más directamente, “Cuernos quemados”. Jejejeje. Y ¿por cuanto a banda sonora?

¿Seguimos?

El reposo de la guerrera

Hace unos días publicamos este cuento. Muy criticado. Hoy volvemos sobre “Volver”, con esta segunda parte…

El mejor momento del día era, sin lugar a dudas, cuando abría la puerta de casa y, sin que le diera tiempo a sacar las llaves de la cerradura, el vencedor de la carrera entre Andresito, Lorenzo y Payaso, el cocker de la familia, se le echaba en brazos.

Por eso se demoraba, cuando el ascensor la dejaba en el rellano del piso, en sacar las llaves del bolso, haciendo ruido, y tiempo, permitiendo a sus amores que se abalanzaran sobre ella y la masacraran con sus besos, abrazos y ternura.

Cuando conseguía desembarazarse de todos ellos y se quitaba el abrigo, que dejaba colgado junto al bolso, en el perchero de la entrada, María solía acercarse a la cocina donde Loren, su marido, preparaba religiosamente la cena.

A Loren le gustaba cocinar. Y beber una copa de vino mientras lo hacía. Cuando llegaba María, antes siquiera de que fuera al dormitorio a cambiarse, llenaba otra copa para ella y brindaban. Sin que hubiera motivo o razón para ello. Porque sí.

Aquella noche, sin embargo, fue distinta.

Sin pasar por la cocina, María entró directamente en el baño.

Esa tarde se había quedado insólitamente dormida en los brazos de Ramiro y, con las prisas, no le había dado tiempo a ducharse por lo que aún llevaba impregnado el aroma de él en lo más recóndito de su cuerpo.

Jesús Lens

Volver

No he encontrado el cuento del que hablaba ayer, al volver a casa. Pero debía ser algo aproximado a esto… Me dicen que lo mismo hay que leerlo un par de veces para entenderlo. Pero, como es cortito, no pasa nada.

A ver si os gusta.

PD.- Ni que decir tiene que, como banda sonora, le pega la célebre canción de la frente marchita…

Más difícil sería no volver.

Más difícil sería enfrentarse a las lágrimas y a la desesperación de María, a la estupefacción de Loren y Andrés, a la ira de Don Andrés y a los insultos de Doña Rosa.

Más complicado sería sostener la mirada de desprecio de las amigas comunes y la de conmiseración, en los amigos. Y las explicaciones a los jefes, en el trabajo. Las recriminaciones, las murmuraciones, los reproches, los comadreos.

Por eso no se quedaba con ella y, a la caída de la tarde, siempre acababa cogiendo el tren de cercanías, de vuelta a casa.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.