Era visita obligada. En cuanto terminamos con los preceptivos paseos por el fascinante modernismo de Riga, capital de Letonia, y su atractiva arquitectura de madera; pusimos en el Google Maps ‘calle Balozu, 22’ y allá que nos fuimos María Jesús y yo, que no en vano, uno es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y eso imprime carácter.
Aunque era ya tarde, caminamos despacio y nos entretuvimos haciendo fotos. Sobre todo al cruzar el interminable puente sobre el Dwina, que nuestro paisano Ángel Ganivet se instaló al otro lado del río y entre los árboles cuando llegó a Riga en calidad de cónsul, allá por agosto de 1898. Alquiló una casa en una zona boscosa, entorno muy propicio para pasear, meditar y reflexionar, pero que le obligaba a coger un vapor todos los días.
En 2023, sin embargo, el entorno de la calle Balozu es puramente urbano y suburbial. Deterioradas casas de madera llenas de pintadas conviven con descascarilladas casas de cemento. Otras, las menos, sí están muy bien rehabilitadas. Pasamos por una sucursal del ubicuo Caffeine, la respuesta báltica a Starbucks y, cuando ya se ponía el sol arribamos al 22 de la calle Balozu, una gran casa de madera que, dicen, fue blanca y hoy es gris, con sus contraventanas chapadas en marrón, convertida en guardería.
Una placa en cerámica de estilo granadino reza así: “En esta casa vivió el escriter (sic) español Ángel Ganivet. Granada recuerda su memoria”. Y abajo, “Ofrecimiento de la Universidad de Granada”. Les confieso que, no siendo un gran ganivetiano, me emocioné. ¿Conocen la historia? Por razones variadas y fruto de una incontenible manía persecutoria, nuestro paisano estaba convencido de que le seguían espías de potencias extranjeras. El día 29 de noviembre, cuando calor, calor, lo que es calor; no debía hacer en la capital báltica, se lanzó a las aguas del Dwina. Rescatado in extremis, en un momento de descuido y mientras la tripulación buscaba ropa de abrigo con que calentarle, volvió a saltar del barco. Y esa vez sí fue definitiva. ¡Tremendo! (AQUÍ lo cuenta Amanda Martínez en su Homeroteca de IDEAL).
Sumidos en un silencio reverencial, paseamos por el entorno, hicimos unas fotos y, como ya era casi de noche, tratamos de coger un taxi. Imposible. Por allí apenas había circulación. Nos fuimos a una parada del tranvía y subimos a uno que iba para el centro. Nos acercamos a la máquina de billetes y una amable empleada nos dijo que si no teníamos la tarjeta del consorcio correspondiente, nos teníamos que bajar, aunque las tiendas que las vendían ya estuvieran cerradas. Daba lo mismo que tuviéramos euros, sueltos y agarrados. No nos sirvieron ni la Visa, ni la Mastercard ni nuestra cara de turistas despistados: a la puta calle. No sé, pero quiero pensar que eso, en Granada, no hubiera pasado. A pesar de nuestra proverbial malafollá, alguien nos habría echado una mano (y habría salido ganando, que le hubiéramos pagado unos buenos euracos por su atención).
Nos tocó volver a pata. Otra hora de larga caminata que nos obligó a cruzar de nuevo el Dwina, cuyas aguas presentaban un aspecto amenazadoramente gris y glacial. Tuvimos la suerte, eso sí, de topar con el inmenso y precioso edificio de la Biblioteca Nacional de Letonia a orillas del río.
Un último regalo de Don Ángel en nuestro deambular por Riga en busca de su última morada.
Jesús Lens