Con uñas y dientes

La condena a un chaval que mordió a un policía en una trifulca montada en un centro de menores por culpa de los móviles es la prueba más extrema de la esclavitud a la que los populares teléfonos nos tienen sometidos. De ello hablo en mi artículo de hoy, en IDEAL.

Móvil

Y es que ahora, los móviles son esenciales en cualquier conversación. Y no precisamente porque se usen como instrumento para hablar con personas lejanas. De hecho, ya es su utilidad más residual. Excepto en los viajes en autobús o en tren, pero esa es otra cuestión.

Tampoco me refiero a las conversaciones sobre móviles, que las hay. Largas y sesudas. Que marcas, precios, prestaciones, gadgets y aplicaciones son un género conversacional en sí mismo.

A lo que me refiero es a esa tendencia a hablar, cara a cara, en la barra del bar o en la mesa de una terraza, usando el móvil como elemento imprescindible de consulta durante la conversación. Ustedes lo han visto. Y, seguramente, habrán participado de esa nueva e imparable costumbre social.

Group of happy young college students looking at mobile phone in the park
Group of happy young college students looking at mobile phone in the park

Y es que ya no hace falta describir la moto que queremos comprar. Ahora, sacamos el móvil y mostramos su ficha técnica a nuestros interlocutores. Ni describimos cómo están Fulanito o Menganito: mostramos la foto suya que más nos guste… o nos interese, dependiendo del tono de la conversación. Así, si estamos poniendo a parir a Zutano, mostramos su peor imagen posible. Y, por supuesto, si queremos presumir de alguien, enseñamos su foto de perfil de Facebook o la de cómo iba elegantemente vestido en Nochevieja. Antes del desmadre, por supuesto.

Y luego están las conversaciones presenciales que diseccionan las conversaciones del WhatsApp. ¡Esa gente amontonada y en escorzo, achinando los ojos para tratar de leer la pantalla y traducir los x, xk, bs y tkm a un lenguaje inteligible! Y el sentido que hay que darle a los emoticones, por supuesto. Que no son las mismas, unas lágrimas que otras.

Movil pandilla

Venga. Reconozcámoslo. Nos parece inaudito que el muchacho defendiera su móvil con uñas y dientes. Pero usted, seguramente no da un paso sin el suyo encima. Y si por un casual ha olvidado el teléfono en casa, no dudará ni por un instante en desandar el camino para ir a buscarlo. Porque, sin el móvil, no es que la vida no tenga sentido. Es que ni es vida ni es nada.

Jesús Lens

Twitter Lens

 

De móviles, narraciones y crímenes

La estupenda interpretación que Katha hizo de “El móvil del crimen” me recuerda una vieja duda literaria.

 móvil del crimen

Y es que la irrupción de los móviles quizá nos ha facilitado la vida, pero ha hecho más complicada la credibilidad de las narraciones negras y criminales. Antes era fácil soslayar las cabinas y los teléfonos públicos, pero con los móviles, la cosa cambia.

Porque hay ocasiones en que un personaje tiene que quedar incomunicado, en aras de verosimilitud de la trama. Sí o también.

Así las cosas, ¿cuál de estas opciones te parece mejor (o menos mala) para incomunicar al alguien?

A.- Que se quede sin batería

 

B.- Que pierda la cobertura

 

C.- Que pierda el móvil, se le caiga o se le rompa

 

D.- Que se lo olvide al salir de casa/oficina

 

E.- Que sea tan guay que no tenga móvil

No sé si me dejo alguna posibilidad en el tintero, el cuyo caso, te agradecería que lo señalaras.

 Moviles

Más que nada, por si me hace falta usarla en algún momento. Citándote y acreditándote, claro.

Además, lo convertimos en encuesta, que es más fácil votar que escribir un comentario, ¿verdad?

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

Conversacioncita

Estoy sentado, trabajando, en la mesa de mi despacho. De repente, al otro lado de la puerta, empiezo a oír el runrún de una conversación telefónica. A los cinco minutos, estoy más pendiente de lo que dice el sujeto a su interlocutor que de mi propio trabajo.

En un momento dado, le escucho hacer una aseveración un tanto aventurada, por lo que decido salir del despacho para hacerle ver que estoy aquí, pegado, justo al otro lado de un sencillo panel de madera.

Le importa un cojón.

El tipo sigue hablando, en alta voz y sin pudor alguno. No le conozco. No es un compañero de mi empresa. Pero ahí está, en el pasillo, hablando sin parar.

 el móvil

Pasa media hora. Todavía no ha callado. Maldiciendo los avances hechos por la telefonía móvil en materia de duración de batería, decido que es hora de mear, aprovechando que aún es gratis.

Me pongo la chaqueta, abro violentamente la puerta del despacho y, al salir, lo miro fijamente. Él desvía la mirada hacia el suelo y sigue dándole al pico. “El dinerito… la barrita… la consecuencia… el trabajito…”. Se trata de uno de esos individuos que infestan su conversación con diminutivos, a diestro y siniestro.

Vuelvo hacia mi despacho caminando despacio, muy despacio. Trato de cruzar mi mirada con la suya. Imposible. Parece uno de esos camareros que, aun con el bar completamente vacío, te ignoran soberanamente, como si fueras transparente. E invisible.

Al entrar en mi cubículo, pego tal portazo que tiembla el misterio. Se la suda. De hecho, creo que ahora habla incluso más alto. Y ahí sigue. Como un conejito al que le hubieran puesto una versión mejorada de pilas Duracell.

Y que, además, se hubiera tomado tres anfetas.

Pincho a Erik Truffaz y le meto volumen.

Y pienso en lo que alguna gente podría -y debería- hacer con el telefonito. Y su culito. Insistiendo con los diminutivos.

 Móvil

Jesús Lens asqueado.

En Twitter: @Jesus_Lens