Notas para la crónica en el programa de radio El Público, con Jesús Vigorra
La cita era a las 22 horas.
Él compareció a las 21.59.
No saludó ni dio la bienvenida a los hijos del rock and roll.
No presentó a su banda ni se descolgó con el tópico: ¡Cómo estáis Granada!
Dylan apareció en escena, vestido con traje gris y sombrero blanco de ala ancha; y comenzó a tocar.
Una canción cualquiera. Desconocida.
O irreconocible.
Tanto da. Porque Dylan es así.
Llegados a ese punto, pueden pasar dos cosas:
Que el vendaval de sólida música Country-Blues-Rock te traspase o que te deje indiferente.
Yo soy de los que sintieron zarandeados por ella.
Otros muchos, no.
Dylan es como un olivo milenario al que ya nadie trata de meter en vereda. Un viejo olivo de piel rugosa al que resulta imposible podar y cuyas ramas se entrelazan en escorzos imposibles.
Dicen que, ahora, Dylan tiene mala voz. Como si alguna vez la hubiera tenido buena.
Dicen que es frío y huraño sobre el escenario. Como si alguna vez hubiera sido cálido o afable.
Le critican que no toque lo que se espera de él. Como si no llevara 50 años tocando, precisamente, lo que menos se le espera.
Y, aún así, tocó algunos de sus clásicos.
Como el Blowing in the wind. ¡Blowin in the wind! Solo que con un arreglo de violín que la hacía irreconocible. Como si fuera otra canción. ¡Con lo que eso cabrea!
Y el Simple twist of fate. Lo mismo.
Pero, ¿y cuándo tocó Tangled up in blue?
Sí. Era él.
Aunque muchos no lo crean, Dylan tocó en Granada. Como hoy tocará en Córdoba.
Sin embargo, habrá muchas personas que, habiendo estado presentes, no lo crean.
Porque Dylan toca, sobre todo, la música de sus últimos álbumes. Esos que salen cada año o cada dos. Y que cosechan los parabienes de la crítica.
Pero que nadie compra.
Y que nadie escucha.
Porque ni llegan al Top Manta.
74 años gasta el Genio de Minnesota. Y por eso se permite, a mitad de concierto, descansar 20 minutos.
Y hay quiénes no lo entienden.
Porque, para muchos espectadores, Dylan sigue siendo aquel chaval de 20 años que, con su guitarra y su armónica, interpretaba la banda sonora de una revolución.
Porque los tiempos están cambiando.
Porque algo está pasando, pero usted no sabe lo que es, ¿verdad Mr. Jones?
Y así sigue mucha gente.
Sin saber lo que pasa.
Sin saber que, en su último disco, “Shadows in the night”, publicado hace unos meses, Dylan versiona canciones de Frank Sinatra, alguien que tan poco tenía que ver con la revolución.
O que, en 2012, publicó “Tempest”.
Y que buena parte de esa Tempestad es la que derramó anoche en Granada. Y nos pilló de improviso. Sin chubasquero.
Pero Dylan es así.
Como ese olivo milenario de hondas raíces, bien asentadas en la tierra, pero cuyas ramas vuelan libres.
¡A ver quién es el guapo que las varea!
Y no.
Dylan no tocó “Knocking on the Heaven’s door”. Eso es lo que les habría gustado a los amantes del mito.
Y él, de momento, sigue siendo un hombre.
Inmenso, eso sí.
Un hombre, con sus virtudes y sus defectos, como los teloneros del concierto o los fotógrafos de prensa no han dejado de señalar.
Un hombre hosco, difícil y complicado.
¡Pero qué hombre, señores! ¡Qué hombre!
Sí. El vendaval Dylan pasó por aquí. En plena ola de calor.
A algunos, nos abrasó.
A otros, sin embargo, les dejó más fríos que un crudo invierno en la Minnesota natal del monstruo.
Y es que los genios son así.
Jesús Lens