Ritos de verano

El verano, con sus días eternos y sus noches efímeras, es pródigo en ritos y costumbres más o menos arraigados, de la sangría fresquita y los espetos de sardinas a los amores fugaces al borde del rebalaje o en lo alto de la era.

Desde hace mucho tiempo, mi hermano y yo tratamos de cumplir un rito que cada año tiene más de reto: cruzar a nado el cabo Sacratif, saliendo desde la playa de la Chucha.

Todo comenzó con un disgusto. Hace muchos, muchos años, le dijimos a nuestra madre que íbamos a nadar un rato. La dejamos en la orilla del mar, sentada, y comenzamos a bracear. En un momento dado y aunque era tarde, se nos metió en la cabeza lo de cruzar el cabo. Acabamos volviendo casi de noche, cuando en la playa no quedaban ni las conchas. ¡Menudo berrinche tenía Maria Julia!

El tiempo pasa, los cuerpos se oxidan y en nuestras conversaciones deportivas hablamos más de dolores, lesiones, fisios y remedios que de próximos desafíos. Cada año cuesta más cumplimentar ese par largo de kilómetros, pero vuelve a ser una sensación increíble la de nadar en aguas abiertas, sintiendo el calor del sol en la espalda y viendo el cambiante fondo marino a través de las gafas.

Para la travesía de este año elegimos un día de levante con el mar en calma, sin apenas corriente. El agua estaba caliente, clara y cristalina. Solo por debajo, como a un metro de profundidad, se dejaba sentir una corriente de agua más fría. Las condiciones eran tan idóneas que tuvimos ocasión de acercarnos a esas grandes rocas que, en otras ocasiones y vapuleadas por las olas, teníamos que mirar de lejos y de reojo para evitar un tantarantán.

El mar es uno de los grandes lujos que tenemos a nuestro alcance. Por eso resulta tan odioso acercarte a la playa, un día cualquiera, y encontrar el agua sucia, con una capa de espuma, restos de plásticos flotando y mierdas varias.

Cuidar el mar debería ser una tarea de todos. Mantenerlo limpio y lo más incontaminado posible. Por lo que tiene de lugar de recreo y esparcimiento, pero también como despensa nutricional de la humanidad. Algo tan sencillo como nadar un par de horas en las aguas del mar nos reconcilia con todo lo de bueno que tiene. Nos hace más conscientes de la importancia de cuidarlo, mimarlo y respetarlo.

Jesús Lens

 

CRUZAR EL CABO

Aunque ida y vuelta no son más que un par de kilómetros, nos sigue gustando cruzar el cabo, a nado, en verano. El Cabo Sacratiff. A mi hermano y a mí. Y, esta tarde, se ha venido Daniel.

Con el mar picado, cruzar el Cabo te da una inmensa sensación de libertad. Y de algo que tenga que ver con lo indómito, lo salvaje. Que estoy helado y los dedos arrugados se me pegan al teclado. Y no estoy muy lúcido para adjetivar.

El caso es que eso de echarse a las aguas y compartir hora y media de natación, con las gafas cubriendo los ojos, ora viendo la montaña, el acantilado, ora el fondo del mar, es de lo más estimulante. Agua fría, que te fuerza a moverte sin parar. Con las olas elevándote y hundiéndote, con las gaviotas por encima y los bancos de peces por debajo, el cielo y la tierra, arena y rocas.

El año pasado ya lo escribí y lo podeis leer AQUÍ. Desde hace muchos veranos, cruzar el Cabo es un reto para mi hermano y para mí. Y estos días ya lo hicimos dos veces. Por desgracia, se termina esta burbuja playera y veraniega. Cuando para muchos, aún no ha empezado, para mí ya se termina.

Cuando esté en la oficina, maldiciendo mi suerte por lo bajo, me quedará recordar estos días de sol, playa, libros leídos al aire libre y, por supuesto, la sensación de libertad que provoca eso tan sencillo que es cruzar el Cabo.

Jesús Lens, arrugado, pero contento.

LA COMPAÑÍA DEL NADADOR DE FONDO

De las cosas que más me gustan, cuando estamos en la Chucha, es hacerme a las aguas del Mediterráneo, a nadar, con mi hermano. Hace unos años casi le provocamos una apoplejía a nuestra madre cuando entramos en el mar a nadar un rato por la tarde y, tras doblar el Cabo Sacratif y descansar un rato en la playa de La Joya, no volvimos a casa hasta bien entrada la noche. La pobre se llevó un berrinche del quince, pero, desde entonces, echarnos a las aguas en uno de esos ritos fraternales que nos gusta repetir de cuando en vez.

 

Hoy, por primera y seguramente última vez este verano, lo volvimos a hacer. Un par de horas de natación en aguas abiertas, sometidos a los vaivanes de las corrientes en ese Cabo, bajo el farallón de rocas sobre el que reina el Faro.

 

Yo no nado. Yo floto y me desplazo miserablemente por el agua. Mi hermano desespera, teniendo que esperarme, pero mola eso de pasarse un par de horas metiendo y sacando la cabeza del agua, viendo los fondos marinos y los peces y disfrutando de un agua limpia, cristalina, fresquita, pero agradable. Y como pasa cuando vas corriendo, la cabeza da vueltas. Muchas vueltas, puesta en remojo. Casi como si centrifugase.

 

Aunque, por razones obvias, cuando nadas no puedes hablar, me gusta echarme a las aguas con mi hermano y ver su cabeza ahí delante, subiendo y bajando al compás de las olas, pasando junto a las rocas infestadas de afilados mejillones y disfrutando de las espuma del agua del mar, chocando contra la piedra. Mirando hacia arriba y viendo unas veces el farallón montañoso y, otras, el horizonte y las aguas sin fin, las olas que vienen y van.

 

Correr es algo inherente al ser humano. Nadar no. Pero ambos deportes, de fondo y soledad, son muy parecidos. Como la bicicleta. Deportes de resistencia en los que lo importante es la cabeza, que te permiten disfrutar de una actividad física que conlleva una buena actividad cerebral. Y sensual. Dentro del agua, sintiendo que el sol acaricia la piel, con el cuerpo sumergido en unas aguas cálidas y generosas… es un estado muy cercano al de la felicidad.

 

Y, después, un buen arroz compartido con un puñado de amigos y nuevamente la playa, leyendo en la orilla y disfrutando de una buena lectura o del jaleo de los críos… ahora que el verano se termina, siempre te preguntas que por qué no has disfrutado más de esa Chucha en la que no estás como en casa, no. Es que estás en esa casa a la que viniste con 11 días de edad y en la que, cuando vienes, no entiendes por qué  no vienes más.

 

Uno y sus contradicciones.

 

Jesús Lens, acuático.