La pregunta es: ¿por qué he tardado tanto en leer El honor es una mortaja, de Carlos Bassas, ganadora del VII Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona y publicada por la editorial Almuzara en su extraordinaria colección Tapa Negra?
Solo la portada, ya es una pura gozada, abierta a múltiples interpretaciones. ¡Menos es más! Sobre todo cuando ese rojo lunar tiene tantas connotaciones. Una de ellas queda inmediatamente expuesta al leer el prefacio de la novela, que nos retrotrae al Japón de 1701 y a la histórica leyenda de los 47 Ronin y al arte marcial del Iaido.
No tardaremos, sin embargo, en estar en la España contemporánea. Esa España de hoy en la que las que grupos criminales provenientes del Este de Europa se han enseñoreado de negocios turbios como el de la prostitución, por ejemplo. Y, así, tipos como Pavel Ilianescu, gordo, sucio, fofo y bastante repugnante; trata de lavar los platos en el fregadero de la sucia cocina de su sucia casa, antes de irse a trabajar.
De repente, Pavel recibirá una visita. Inesperada. Una visita, además, extraña. Muy extraña. La visita de un tipo anodino. Un medianías. Uno de esos sujetos con los que puedes estar hablando un rato y, a los cinco minutos, olvidar que lo has conocido. La particularidad es que el individuo, además de tratar de dispararle con un arma corta, le mete una paliza con un bate de béisbol.
Todo esto ocurre en las primeras cuatro o cinco páginas de una narración que, a partir de ese punto, ya no soltará al lector.
Que me he levantado yo esta mañana pensando que Tenerife es mogollón de Noir. ¿Por qué será? Quizá por novelas como ésta de Javier Hernández Velázquez.
O “Mis ojipláticos ojos envidiosos cuando he pasado la última página de la más reciente y genial novela de Juan Ramón Biedma”. Ojos envidiosos de ti, si aún no la has leído. Porque, sinceramente, lo que ahora mismo me pide el cuerpo es volver a empezar “Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado”. Leerla otra vez para volver a disfrutar de las andanzas de Holmes y Moriarty por Londres. Como la primera vez.
Reconozco que me quedé un poco sorprendido al saber que Biedma había ganado la II edición del Premio Valencia de Novela Negra con una historia protagonizada por dos arquetipos de la literatura universal. Sorprendido, porque Biedma tiene una imaginación desbordante y un torrencial caudal de personajes y situaciones pertenecientes a un personalísimo universo propio. (Lo podéis comprobar, por 1 euro, en “El efecto Transilvania”, que hemos reeditado en formato digital, en la colección Nube Negra).
Pero es que, a nada que lo pensemos, el Londres victoriano de Holmes y Moriarty conecta perfectamente con la estética de Biedma: esos sucios y tortuosos callejones oscuros, esa niebla ominosa, esa humedad pútrida que se mete en los huesos, esos personajes que parecen salidos del averno, esas pandillas de chiquillos que resultan más amenazadoras que un ejército armado hasta los dientes…
Escribía yo en Twitter que “Lo nuevo de @JRBiedma enfrenta Holmes y Moriarty en una Londres muy dickensiana, infestada por la devastadora peste de un Apocalipsis zombi”.
A lo que el autor me preguntaba que dónde estaban los zombis en su novela.
Los zombis, en mi particular interpretación, serían esos personajes condenados a la miseria más absoluta por un sistema depredador, seres que deambulan por las calles sin más propósito que conseguir unos centavos con los que tomarse una pinta de cerveza y pasar la noche. Tipos sin un propósito en la vida, más allá de la mera y precaria supervivencia. Sobre todo, si tienen lepra. Que hay mucha lepra en esta novela. ¡Ay, las excrecencias de un sistema profundamente injusto y podrido hasta la médula en el que no se respeta ni a los niños! Quizá, a los niños, menos que a nadie.
Porque no hay zombis, como tales, en la novela de Biedma. Pero sí hay mucho muerto viviente. Y mucho vivo que no tardará en estar muerto. Porque un enfrentamiento entre Holmes y Moriarty siempre es susceptible de dejar cadáveres en el camino. Muchos cadáveres.
Y, en este marco, son muchos, muy variados y muy interesantes los personajes que acompañan a los dos protagonistas en una nueva batalla entre el mal y el bien. Tipos siniestros como Tansel, por ejemplo, para quienes la violencia es parte consustancial hasta de su vida amorosa. Antihéroes como Cox, un juguete en las manos de Rambalda, una de esas mujeres a las que es mejor no acercarse. Y el abad Sandler. O esa señorita que viene de Suiza, a implorar auxilio a Moriarty.
Y hay unas niñas secuestradas. Y un zoológico humano en el que, impúdicamente, se exhiben exóticos nativos traídos de los cuatro puntos cardinales; como si fueran animales, ataviados con sus ropas originales.
Y tenemos un plan. Siempre tiene que haber un plan. Porque las mentes pensantes de Holmes y Moriarty no descansan jamás, disputando una eterna partida de ajedrez en la que la reina, Victoria, nunca parece suficientemente ahíta, necesitando comer peones, comer alfiles, comer torres, comer caballos… Comer y comer.
Cualquier que haya leído alguna novela de Juan Ramón Biedma sabe que su literatura contamina. Que mancha. Que transmite sensaciones físicas. Que, cuando te sumerges en sus páginas, te sientes literalmente transportado a la insania de unas calles mefíticas, en las que cualquier cosa es posible. Cualquier cosa perniciosa, violenta y salvaje, por supuesto.
Aunque también hay lugar para la esperanza. Porque, en el fondo, Juan Ramón Biedma es un romántico.
“Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado” es una maravilla de novela que hará las delicias de los amantes de Holmes, tanto del clásico como de las versiones actualizadas que nos están ofreciendo el cine y la televisión a lo largo de los últimos años…
Pero también gustará a quiénes no son especialmente fans del personaje de Conan Doyle. Porque Biedma lo subvierte todo y, en su novela, nunca nada es lo que parece.
Creo que con esas seis palabras quedaría perfectamente resumida la última novela de Marcelo Luján, publicada en una de nuestras editoriales de cabecera: Salto de Página, y cuya novela anterior, “Moravia”, tanto me había gustado, como escribimos aquí.
“Subsuelo” comienza con una premonitoria cita de Lacan:
“Solo los idiotas creen en la realidad del mundo,
lo real es inmundo y hay que soportarlo”.
Una cita muy adecuada para poner al lector en situación de lo que se va a encontrar en las siguientes doscientas y poco páginas de un libro complejo, que exige atención y concentración en su lectura.
Hormigas.
¿Te acuerdas del arranque de “Terciopelo azul”, una de las grandes obras maestras de David Lynch? Pues “Subsuelo” tiene mucho de Blue velvet. Las hormigas, por ejemplo. Esas hormigas que, sin necesidad de convertirse en marabunta, parecen comérselo todo. O, al menos, invadirlo. Invadir, entre otras cosas, lo que podría ser un cachito del paraíso en la tierra.
El paraíso entendido al modo de esa clase media para la que una parcela en el campo, un chalé, una barbacoa y una piscina son el equivalente al éxito social, a la consecución y materialización del Gran Sueño Español. El no va más.
Y en ese espacio, una noche de agosto, se encuentran tres matrimonios, compartiendo una velada de cena y copas que se alarga hasta bien entrada la madrugada. Y están sus hijos, dobles parejas de preciosos hermanos postadolescentes que pasan las horas con un ojo puesto en sus gráciles cuerpos y, el otro, en sus smartphones.
Hablan, tontean, rozan sus piernas, se insinúan, juguetean… hasta que se acaba el hielo. ¡Ay, el hielo! ¡Sin hielo no hay paraíso! Porque las copas, para que la fiesta continúe, precisan de cubitos de hielo.
Partiendo de ese escenario y de esos personajes, Marcelo Luján emplea constantes saltos en el tiempo, pespunteados por audaces recursos narrativos que espolean la curiosidad –y la perplejidad –del lector, cuando el autor le avanza lo que va a pasar, a través de súbitos e impactantes flashes que no tardan en desvanecerse.
Pero ese saber lo que va a pasar no resta un ápice de interés a la lectura. Porque, en realidad, el lector tampoco sabe a ciencia cierta lo que va a ocurrir. Es más bien una intuición. Una premonición. Y ahí radica lo mejor de la novela de Luján: con esas pistas, te involucra en el juego, te hace partícipe. Te arrastra y te mete dentro. Y, una vez enfangado, ya no puedes escapar…
“Subsuelo” es una novela terrible y perversa que dinamita los sueños de esa clase media española, media-alta, que todos sabemos que existe, pero que no suele ser sujeto narrativo. Una burguesía que, por ejemplo, ha sido cinematográficamente masacrada sin piedad, en Francia, por el más ácido y vitriólico Claude Chabrol. Y, en Alemania, por ese otro destroyer que es Michel Haneke.
“Subsuelo” es una novela que escuece. Que pica. Que jode. Una joya literaria que provoca sensaciones físicas en el lector. Una novela que te sacude, te abofetea y te vapulea. Una novela cuyo final corta la respiración y deja al lector con palpitaciones.
Una novela que exige esfuerzo al lector, pero que le recompensa con generosidad y con creces. Porque una cosa podemos asegurar: nunca olvidarás la lectura de “Subsuelo”.
Pensé en escribirle un privado al Facebook, para ver por dónde respiraba, dado que el comienzo de La mujer que no bajó del avión me estaba generando pesar, amargura y desasosiego. Y tampoco era mi intención alarmar a los amigos de Empar Fernández, preguntándole en público si estaba bien, que qué le pasaba y demás comentarios habituales en la red social.
Después tuve la lucidez de pararme un poco y caer en la cuenta de que su última novela, publicada por la editorial Versátil, es eso: una novela. Ficción. Como los estados del Facebook, por otra parte.
Pero no divaguemos.
Volvamos a esa Barcelona del extrarradio a la que regresa Álex, tras haber pasado una mala racha en Roma. Otra mala racha, como no tardaremos en saber cuando se aloje en casa de su hermano, donde es recibido de mala gana por su cuñada, al verlo llegar cargado con dos petates.
Y es que, en el aeropuerto, su equipaje tardaba en salir. Y mientras lo esperaba, se fijó en una maleta dando vueltas, sola, en la cinta transportadora. Viéndola abandonada y sin nadie alrededor, sucumbió a la tentación, la recogió y se la llevó como si fuera suya, esperando encontrar algo de valor en su interior. Algo que le permitiera tirar adelante. Unos días, aunque fuera.
Sin embargo, lo que se encontró dentro de la maleta fue una historia. La historia de una mujer. La historia de Sara. Una historia tan atractiva como terrible. Una historia que vincula el pasado con el presente. Y que afecta a muchas personas. Una historia que terminará por afectar a Álex, lógicamente.