Hay muchas razones por las que ahora mismo deberías de dejar de leer estas palabras y pasar a mirar los horarios de “Caminando entre las tumbas”; pero la más importante es que, dentro de unos años, podrás alardear de haber visto esta peli en el cine, cuando se estrenó, en 2014.
Porque el filme escrito y dirigido por Scott Frank está llamado a convertirse en una película de culto, una de esas cintas que irán cobrando importancia a medida que pase el tiempo.
No. No espero verla entre las seleccionadas al Oscar de este año. Ni en la lista de las más valoradas, a final de la temporada. No es probable que reciba excesivos premios o galardones ni va a ser un apabullante éxito de público. ¡Y precisamente por eso debes de ir a verla, ahora mismo, y formar parte del selecto club de admiradores de “Caminando entre las tumbas”, desde el primer momento!
La película está basada en una novela de Lawrence Block, uno de los más sólidos novelistas de género negro y criminal. Aún recuerdo la fuerza de cada página de “Cuando el antro sagrado cierra”, una de esas lecturas fundacionales que uno no olvida por siempre jamás. Y el protagonista es Matt Scuder, al que ya pudimos conocer en “Ocho millones de maneras de morir”, otra película a rescatar.
Para seguir leyendo la reseña (si aún estás ahí y no has salido pitando para el cine), date un salto a mi espacio Lensanity, en la web de Cinema 2000
Monumental. La última novela de Víctor del Árbol es monumental, totémica y espectacular. Y no solo porque se trata de un tocho (en el mejor sentido de la palabra, en absoluto peyorativo) de 650 páginas; sino por la ambición de su planteamiento, abarcando cerca de un siglo de historia(s), repleto de personajes y sagas cuyas vidas, aventuras y desventuras están condenadas a encontrarse, cruzarse y enfrentarse, una y otra vez.
Todo comienza hoy. O ayer. A comienzos del siglo XXI. En 2001. Advertencia: una vez que el lector termine el prólogo, ya no podrá dejar de leer “Un millón de gotas”. ¿Queda claro? Porque el prólogo es tan brutal que te sacude como un puñetazo en pleno rostro. Uno de esos ganchos que te elevan hasta las nubes. De las que Víctor del Árbol ya no te dejará bajar hasta que, anhelante y entusiasmado, llegues al final de una historia increíble. Por inaudita. Por insospechada. Por sorprendente. Por su radical ausencia de maniqueísmo.
Pero empecemos por el principio. Y al principio nos encontramos a Gonzalo, uno de esos abogados que nunca quiso serlo. Pero que ahí está, llevando casos civiles, separaciones matrimoniales y divorcios. También aparece Laura. Policía. Una Laura que lo primero que hace, apenas la hayamos conocido, es suicidarse. A esas alturas, sin embargo, ya tenemos noticias de Zinoviev. Y de un tal Siaka. Y de Alcázar. Y todo ello, en apenas un puñado de páginas que ya nos han puesto al rojo vivo… antes de que el autor nos embarque en un súbito viaje espacio-temporal:
Moscú. 1933.
Y será allí donde tendremos las primeras noticias de Elías Gil, el auténtico y verdadero protagonista de la novela. ¿O no? ¿Es él, realmente, el protagonista?
En realidad, da igual. Porque hablamos de una novela en la que el peso de la historia –no es una expresión baladí -se reparte entre muchos y variados personajes. Lo que en cine describiríamos como un reparto coral. Personajes que pertenecen a estirpes solo aparentemente muy diferentes y alejadas entre sí, repartidas entre la Unión Soviética, Francia y España.
El peso de la historia. Y su paso. Lento, cruel y sinuoso. La historia, que sí que hace rehenes. Y se cobra un rescate por ellos. Rescates, a veces, muy elevados. Muchísimo. La historia. Que nunca es como nos han contado. Los unos y los otros. ¡Ay, la historia, llena de historias! Y de cuentos.
De verdad. Lean “Un millón de gotas” y sientan cómo se escribe la historia. Y no. La historia no siempre la escriben los vencedores. ¡Eso les gustaría a ellos! Y no. No se van a perder en su abigarrada trama, como podrían pensar al leer esta caótica reseña.
La sólida arquitectura con la que Víctor del Árbol ha construido su novela y la agilidad con la que cuenta las múltiples historias que la componen, permiten que el lector esté permanentemente situado y ubicado en la trama, en los diferentes tiempos y en los diferentes espacios. Y eso que se va a encontrar con sorpresas. Muchas sorpresas. Múltiples y variadas.
En la última Semana Negra a la que acudí, recuerdo que Sergio me recomendó vivamente que leyera “La tristeza del samurai”, asegurándome que era grandiosa. Otra de las novelas de Víctor del Árbol, “Respirar por la herida”, también cosechó loas y parabienes de los lectores más exigentes. Ahora me arrepiento de no haberles hecho caso.
En realidad, las lecturas son libres y no pasa nada por empezar según qué casas por el tejado. Así que me comprometo a leer las anteriores novelas de un autor que –más vale tarde que nunca –se ha convertido en mi mejor descubrimiento del este año literario 2014.
James Oswald se ha convertido en un fenómeno literario porque comenzó por publicar sus libros en Internet, autoeditándolos. Hasta que con “Causas naturales” pegó un pelotazo y se hartó de vender libros. A partir de ahí, firmó por una editorial y, ahora, llega a España, de la mano de Planeta, nada menos.
Oswald, además, se ha hecho famoso porque el éxito no le ha hecho renegar de su ocupación ni abandonar sus labores profesionales diarias, consistentes en cuidar de su granja y mimar a sus ovejas.
Así, el escritor granjero corre un riesgo: que su trayectoria y su biografía sean tanto o más valoradas que sus libros, un poco como le pasó a Chris Stewart y su primer libro sobre su vida en las Alpujarras… aunque éste tuviera poco o nada de negro y criminal.
Porque “Causas naturales”, efectivamente, es una novela negra. O policíaca, más bien. Si nos atenemos al canon y consideramos que la novela negra es más que la investigación y la resolución de un caso, que debe conllevar un cierto análisis de la sociedad para hacer aflorar sus injusticias y sus contradicciones… pues no. “Causas naturales” no es negra.
Un muerto. Reciente. Y el cadáver de una chica. Momificado. Antiguo. Muy antiguo. Y una comisaría de Edimburgo a cargo de las investigaciones. Un Edimburgo que acoge su famoso Festival Cultural, a final del verano.
McLean se llama el protagonista, a cargo de la investigación del cadáver momificado. Su némesis es, paradójicamente, su superior. Duguid. Un policía a la antigua usanza. Iracundo. Celoso. Peleón. Él será quién lleve la investigación del otro caso. El reciente. El importante. Porque el fallecido es una de esas personas consideradas próceres de la sociedad.
A partir de ahí, investigaciones cruzadas, muchos muertos, mucha sangre y el pasado, obstinado en hacerse presente. Y presencias extrañas. Como sombras. Que provocan escalofríos.
“Causas naturales” es un thiller llamado a convertirse en película, con sus toques gore y sobrenaturales. Mucha presencia forense en la trama, un protagonista que cae bien y una lectura amable de las relaciones que se generan entre los policías: sus afectos, sus rencores, sus suspicacias y sus celos.
Una novela que se lee rápido, pero en la que se echa en falta más presencia de la ciudad en la trama, ya que solo aparece como un decorado. Me hubiera gustado que Edimburgo tuviera más protagonismo: la crisis inmobiliaria, el cambio generacional, su conversión en parque temático durante la celebración del Festival…
Pero eso es algo muy personal, claro. El autor prefiere centrarse en la trama, haciendo que, al final, todo encaje como un mecanismo de relojería, en la mejor tradición de la novela enigma anglosajona. ¿Quién lo hizo?
Querido Paco Camarasa… ¡qué razón tenías! Una vez más. Y van…
Razón tenías cuando me llamaste hace unas semanas para decirme que, en el pedido mensual de Negra y Criminal, venía una de esas pequeñas novelas que, sin embargo, son grandes. Muy grandes. Me recomendabas que no tardara en leerla. Que era cortita: apenas 200 páginas de letra grande y maquetación generosa. Y que me iba a gustar. Mucho. La muerte del pequeño Shug. Publicada por Alba Editorial.
¡Y ya te digo, querido amigo, si me ha gustado! Como decimos por aquí, por el sur, me ha gustado… una jartá.
Trece años. Trece. Trece añitos son los que tiene el pequeño Shug, un niño gordito que vive con su madre en un pueblito de las montañas Ozark, en el sur de los Estados Unidos; por Arkansas, Missouri y alrededores. Vive con su madre y con un tipo que aparenta ser su padre. O algo parecido. Un sujeto duro, recio, peligroso y violento. Red. Un auténtico redneck. Un cabrón con pintas que no deja de insultar, vejar y menospreciar a Shug… y de utilizarlo en sus cutres golpes de poca monta. Lo impele a que robe por él medicinas, tranquilizantes y barbitúricos en casas de médicos y enfermos terminales… hasta que es detenido por la policía.
¿Y la madre? ¿Qué opina Glenda de todo esto?
Para seguir leyendo esta reseña, algo que vas a hacer… ¡y lo sabes! debes darte un salto (virtual) a una de nuestras páginas hermanas: Calibre 38. ¿Vale? Pues venga. Pincha el enlace con las mismas ganas con las que hubieras pinchado la burbuja inmobiliaria, de haber estado en tus manos.
Si ahora mismo leyera cinco manuscritos, negros y criminales, que disimularan el nombre de su personaje principal, para no dar pistas; creo estar en condiciones de asegurar que no tardaría ni tres páginas en descubrir cuál de ellos ha sido escrito por Javier Hernández Velázquez. Y no por sus dejes o términos canarios, precisamente.
“La vida es una derrota asumida. Allí estaba, en aquel salón del hotel, en recuerdo de un tiempo en el que creí que una canción podría salvar el mundo (una época en que Michael Jackson aún era negro y estaba vivo)”.
Así comienza “Un camino a través del infierno”, novela publicada por MAR Editor; finalista y mención especial del jurado del premio de novela negra L’H Confidencial del año 2013.
Con toda justicia, puedo decir ahora que la he leído.
Aunque leído no es la expresión exacta. Porque arranqué con ella la noche del martes, en el Puerto de la Cruz, y cuando aterricé en el aeropuerto de Granada, el miércoles; Mat ya se había convertido en uno de esos compañeros de viajes literarios con los que te apetecería compartir tragos, golpes e historias, hasta bien entrada la madrugada.
Mat.
A Mat venía siguiéndole la pista desde hace tiempo, a través del Facebook. Es un tipo con gusto por las armas. Cortas. Un tipo que gasta una de esas sonrisas de medio lado que, dependiendo de por dónde asome, da alegría encontrársela… o miedo. Mucho miedo.
Mat es detective. Privado. Y, obviamente, no lo lleva bien. Eso de investigar cuernos y bajas laborales es bastante ingrato. Un buen día se cita con una clienta muy especial. Su amante, para ser exactos. Y el encargo que le hace es morrocotudo: buscar a la hija que tuvo con Vicente Chinea, a la sazón, presidente del gobierno canario… en pleno proceso de reelección.
Entonces, el cristal de la ventana del garito en que están hablando salta por los aires…
Con esas mimbres, y con el personalísimo estilo que caracteriza a Javier Hernández, la narración de “Un camino a través del infierno”, nos adentra en la podredumbre, la locura y la insania que yacen en el lado oscuro de cualquier sociedad, por aparentemente bonita y festiva que parezca.
En este caso, por fortuna para él y para sus lectores, Mat no estará solo en su particular temporada en el infierno. Por un lado, nos acompaña Eva Millar. Por otro, su nueva secretaria. Impagables, ambas. Aunque tan parecidas como el día y la noche. Como la cruz y la cara. Como el haz y el envés. Y está el político. Y su familia. La carnal y la otra. Porque muchos políticos cada vez tienen un concepto muy laxo de lo que debe ser La Familia. Y el pasado, claro. Un pasado que pesa. Mucho.
Pero, sobre todo, está Mat. Un Mat que ve la vida, como el autor, a través de un personalísimo prisma, repleto de referencias a la música, al cine, a la televisión… y para los amantes del baloncesto, a la NBA.
Porque nada de lo humano nos puede resultar ajeno.
Por ejemplo, la buena literatura. Esa que te sacude y que te noquea. Como “Un camino a través del infierno”. Hasta el punto de que si la lees y no encuentras en ella un estilo fresco, desenfadado, único y, esperemos que repetible por su autor en sus próximas novelas, que ya esperamos impacientes; te pago una Alhambra Especial bien fresquita.
Y como muestra de lo que digo, especialmente dedicada a mis buenos amigos del mundo de la canasta, unas líneas muy descriptivas:
“Me tumbé en el sillón y encendí la pantalla de plasma para visionar un Detroit-Portland de las finales de la NBA del 89. Los Pistons sí que eran tipos duros. Después de tocar fondo a finales de los setenta, la suerte regresó a la Motown cuando seleccionaron en el draft al base Isiah Thomas. Al año siguiente adquirieron al pívot Bill Laimbeer de Cleveland y al base Vinnie Johnson de Seattle. Luego llegaron Dumars, Mahorn, Salley y Rodman. El coach Daly comprendió que debían emplear un estilo agresivo que se ganó el apodo de los Bad Boys. En aquel grupo mi debilidad era Laimbeer, un Harry el sucio de las canchas.
Duro, arrogante, provocador, un tipo despreciable. Todos lo consideraban un matón, pero era mucho más que eso. Aquel malcarado, hijo de un multimillonario comerciante de diamantes, era uno de los pocos jugadores que se hubiese ganado mejor la vida fuera de las canchas que dentro de ellas”.