Los que hemos amado

Desde que descubrí el sur, nunca quiero ir al norte. Me da igual el calor, la incomodidad, la falta de museos y centros culturales, la sequedad, la sed, las moscas, la malaria o los mosquitos. Desde que descubrí el sur, yo ya solo miro hacia abajo.

Por alguna extraña e incomprensible razón (Cristina seguro que deja de hablarme desde que lo haga público) no había leído nada de Willy Uribe. Hasta ahora. Lo conozco de Semana Negra y cada vez que le he escuchado hablar me ha parecido un tipo serio y cabal. Su “Sé que mi padre decía” arrasó entre lectores y otros escritores, hace un par de años. O tres. Y “Cuadrante las planas” fue uno de los libros más recomendados, boca-oreja, del año pasado.

Pero, por alguna conjura astral o, sencillamente, por una sencilla cuestión de oligofrenia, no había abierto un solo libro de Willy Uribe. Hasta ahora. Aunque los tengo todos. O casi.

Me fui a la playa, el pasado fin de semana. En mi caso, bajar a la playa es bajar a Carchuna y, por tanto, encerrarme en ese espacio mítico en que sólo hay un porche y una playa, una carretera secundaria, unas zapatillas para correr, sol, mar… y muchas, muchas horas por delante.

Comencé “Los que hemos amado” el viernes por la noche, antes de irme a dormir. El sábado a media tarde, no quedaban ni las raspas de la novela de Uribe. Una novela que, en mi caso, arranca con una de esas dedicatorias que ya denotan que el autor es alguien especial, diferente, con voz y criterio propios: “¡Salud y Fortuna!”

Ahí es nada. Salud y Fortuna. ¿Se puede ser más generoso con menos palabras? Y sí. Es cierto que esta novela, editada por Libros del Lince, es relativamente cortita, apenas 225 páginas. Pero… ¡qué páginas!

Dividida en 60 cortos capítulos, secos y contundentes como un puñetazo en la boca del estómago, “Los que hemos amado” es una de esas novelas que ha conectado conmigo, con mi forma de entender la vida (desde una óptica más ideal e idealista que auténticamente real, por desgracia), la literatura, el viaje y la amistad. O de no entenderla, claro. Pero, en el fondo, da lo mismo: los extremos siempre acaban tocándose.

Años 80. Dos amigos de Bilbao, surferos, jóvenes y desubicados, uno rico y distinguido, de noble familia bien situada; el otro humilde y pobre, de familia bien desestructurada, se marchan a Marruecos. A coger olas. Y a ver la vida pasar. ¿O bajan a algo más?

Antes del viaje, algunas señales ya ponen a Sergio, el chico pobre, sobre aviso. O deberían haberle puesto. Porque Eder, el perfecto, quizá no lo sea tanto. ¿O sí?

“La primera vez que viajé al sur, a Marruecos, tenía veinte años. La idea fue de mi amigo Eder, que acababa de cumplir diecinueve. Para él también fue la primera vez. Y muy a su pesar, la última.”

Así comienza “Los que hemos amado”, un título ¿inadecuado? para una historia protagonizada por dos muchachos tan jóvenes, que tienen toda la vida por delante, sobre todo, para meter la pata. Y sacarla después. Y enmendar los errores cometidos. ¿O no?

Tempus fugit. Y se acerca el invierno. Pero nos queda el sur. Siempre, el sur. Gracias, Willy, por recordárnoslo. “Los que hemos amado”. Imprescindible.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

PD.- Otras cosas del 25 de julio: las de 2009 y las de 2010

Un mal paso

Que llega el verano no sorprenderá a nadie. De hecho, ya está aquí. Y conjugar el binomio “verano y vacaciones”, en tiempos de crisis, puede ser letal. Después de unos años en que irse quince días al Caribe parecía más sencillo que bajarse a Carchuna a comer unos espetos, el viajar se ha vuelto a convertir en un placer que no suele suceder… a no ser que tengas espíritu inquieto, buenas piernas y presencia de ánimo a la hora de dormir en populosos albergues de peregrinos. Porque, cuando llega el verano, una opción económica es irse a hacer el Camino de Santiago. Solo, o en compañía de otros. Todo, o en fragmentos seleccionados.

El director de un periódico piensa que, para amenizar el estío a sus lectores, sería bueno que un redactor hiciese el Camino y fuese contando los avatares y sucedidos que le salieran al paso. ¿Qué redactor podría ser el más inapropiado para ello? Pues uno de esos contestatarios, irreductibles, independientes, levantiscos y… profundamente alcohólico. En recuperación.

Y ahí va el hombre, entre ampollas, cuestas, calor, soledad y olor a pies en los albergues, contando lo que va pasando, lo que va viendo, los encuentros que va teniendo… Encuentros como el de Manu, un Tarzán cuyos quesos apestan a queso… de Cabrales. O Tino, un fotógrafo uruguayo, ché. O Edurne & Co., dos chicas fuertes y atléticas. O el japonés que, no enterándose de nada, sonríe sin parar y dice que sí a todo. O la cabeza cortada de un desconocido que aparece bajo un puente.

Lo hemos dicho, escrito, defendido y publicado: la esencia de los viajes son los encuentros que provocan. Sobre todo, cuando son sorprendentes, enigmáticos y que se salen de lo normal.

Por ejemplo: una cabeza.

Una cabeza humana, solitaria, desconocida; producto de una decapitación ejecutada con suprema maestría.

¿De quién es la cabeza? ¿Quién la cortó? ¿Por qué? ¿Por qué aparece en mitad del Camino de Santiago, precisamente en un año de jubileo y justo cuando se ha anunciado la presencia del Papa en Santiago de Compostela?

Preguntas, preguntas, preguntas…

¿Ha resucitado Alvaro Cunqueiro? ¿Son los 16 años una edad adecuada para que una chica tenga un preservativo en su mesita de noche? ¿Cuántas tazas de Ribeiro puede beber, como máximo, un poli antes de reunirse con una subordinada para comentar un caso? ¿Puede, la arqueología, ser un instrumento de la geopolítica israelí? ¿Son los romano-italianos tan irresistibles como ellos se creen? ¿Quién es la madre del demonio?

Preguntas, preguntas, preguntas…

¿Y las respuestas? En “Un mal paso”, un libro que, calentito calentito, supone un soplo de aire fresco, por su humor irreverente, en este ya incipiente y tórrido verano. Novela negra, cargada de humor. Negro. Escrita por el granadino Alejandro Pedregosa y publicada por Ediciones B. Una de esas novelas para cuya lectura siempre buscas tiempo, hasta que la terminas. Y, entonces, ¿qué?

Entonces te quedan muchas ganas de hablar con el autor, de preguntarle, de saber.

Y la fortuna quiere que podamos hacerlo, el próximo martes 28, a la vuelta de Corpus, en la librería “Babel” de San Juan de Dios. El autor y un servidor nos echaremos un mano a mano en el que esperamos contar con vuestra presencia.

¡Apuntadlo!

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

PD.- El año pasado, Pateando el Mundo decía esto…

Las niñas perdidas

No sé qué decir de esta novela. Lo siento. Hace días, hace semanas que terminé de leerla. Y cada vez que voy a meterle mano a la reseña, me quedo sin saber qué escribir.

Unas veces he pensado empezar con una pregunta:

– ¿Crees en la justicia o crees en la venganza?

Otras, he pensado preveniros. Porque la lectura de “Las niñas perdidas” es peligrosa.

Lo mismo estás en la librería y ves esta portada, blanca y virginal, y te confundes, por mucho que arriba veas que ha ganado el Premio L’H Confidencial 2011 de Novela Negra y esté editada por la colección Criminal de Roca Editorial.

Sí. Quería prevenirte porque, al terminarlo, este libro deja secuelas.

Además, genera adicción. Y te descubres releyéndolo, adelante y atrás.

No es de extrañar que, por ejemplo, haya ocasiones en que vayas a la estantería en que hayas escondido el libro, arrumbándolo lo más lejos posible, sepultándolo entre otras decenas de títulos, y lo rescates para volver a leer las indescriptibles “Instrucciones para matar a un perro”. O, peor aún, las más siniestras “Instrucciones para matar un hámster”.

¿Cómo voy a hablar de un libro que, si tuviera niños adolescentes en casa, quemaría hasta reducirlo a pavesas, no fuera a ser que lo encontraran, aún después de haberlo ocultado como el que esconde un tesoro de valor incalculable?

¿Qué queréis que os diga de un libro que recuerda dulces canciones como ésta?:

Con un cuchillito

de punta de alfiler

le saqué las tripas,

las llevé a vender.

A veinte, a veinte,

las tripas calientes

de mi mujer”

No, perdona. El autor de la novela no está zumbado. En todo caso, la zumbada será la autora. Fallarás. Cristina Fallarás.

Y a mí no me metas en esto.

Que bastante he tenido con leer un libro cabrón cuyos personajes me persiguen desde que me dejé contagiar por su insania, por su locura. Por su enfermedad.

Sí. El libro va de niñas secuestradas. Y de las cosas que les hacen. O les amenazan con hacer. Y de la gente que las busca. Y de la gente que las tiene. Y del porqué.

Pero no busques respuestas sencillas o simples a un asunto que no puede tenerlas. No busques, en “Las niñas perdidas”, una lectura agradable para antes de dormir: tendrás pesadillas, dormirás mal y te retorcerás bajo las sábanas.

Así que, si lees “Las niñas perdidas”, si eres capaz, no vayas a decir que no te advertí.

No quiero reclamaciones o broncas, mosqueos o recriminaciones.

Yo ya te lo he avisado.

Ahora, haz lo que te de la gana.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

¡Fuera!

(Notas espontáneas, del tirón y sin repasar. Disculpen los errores y las erratas, pero no quiero que pierdan la frescura con que fueron escritas)

Esta mañana no podía entrar en este mi Blog. Por cuestiones técnicas, llevaba fuera de servicio desde la madrugada.

Me sentía raro, extraño, no pudiendo entrar en él. Como cuando te olvidas las llaves de tu casa y te ves en la puerta, impotente, expulsado de ti mismo.

Es en momentos como ése cuando aprecias la importancia que ha adquirido algo tan poco real, tan virtual, tan etéreo, tan extraño, tan raro, a nada que lo pensemos.

Anoche me acosté temprano así que hoy madrugué. No me extraña, con la que estaba cayendo. Relámpagos, truenos y una manta de agua que se podía cortar con un cuchillo. Subí la persiana, corrí el panel japonés que tengo en mi dormitorio, a modo de cortina, y volví a la cama, a ver llover. A escuchar la tormenta. A leer “El hombre que amaba a los perros”. Volví al lecho para soñar despierto. Para dormir entre planes, deseos, añoranzas, melancolías y todos esos flashes que el cerebro produce cuando estás entre la vigilia y la duermevela.

Quería escribir de todo ello, pero no tenía a acceso a este “Pateando el mundo”. Están el Twitter y el Facebook, claro. Pero no es lo mismo.

Me levanté y, a las 9.25 estaba en la peluquería. Diluviaba. La lluvia como tema de conversación. La lluvia como espectáculo, después, desayunando, todos mirando llover desde las cristaleras, que retumbaban con cada trueno, mientras la luz amagaba con irse tras cada relámpago.

Volví a casa, pero seguía fuera, expulsado de mi propio mundo. Leía la nueva tragedia que ha matado a varios inmigrantes, tragados por las aguas del Mediterráneo. ¿Qué mas decir sobre ese pozo sin fondo al que llamamos “el drama de la inmigración”? ¿Qué más palabras usar? ¿Qué imágenes buscar?

La mañana seguía avanzando. Vimos a los Lakers perder, de nuevo. ¡Vaya racha, entre el Real Madrid y los angelinos! ¿Se puede compatibilizar el drama de la inmigración con ver baloncesto? Leemos a Sami Nair, en El País, siempre esencial. Hablando sobre el tema, precisamente. Y a Emma Bonino y Javier Solana.

Otros amigos blogueros sí tienen las puertas abiertas de sus moradas virtuales. Y nos permiten entrar en ellas, refugiarnos de la tormenta, mientras encontramos las llaves de nuestra casa. Rigoletto, por ejemplo.

Leemos más. Leemos a Vila Matas y a Muñoz Molina. Cada uno de sus artículos es necesario. Imprescindible. No sólo por lo que cuentan, sino por la cantidad de pistas que ponen en nuestro camino, para descubrir nuevos autores, libros, cineastas, artistas, museos, cuadros y exposiciones. De lo nuevo de Herzog (yo de mayor, quiero ser él) a un tal Schwob: “Malas lenguas comentaban que era un hombre muy móvil, pues se le veía por un instante de una forma, peo en seguida pasaba a ser distinto, visible y diferente desde otro ángulo y otro lado, y así iba moviéndose sin parar, hasta que doblaba cualquier esquina”.

Herzog y su némesis/alter ego, Klaus Kinski

Lo anoto. Junto a la reseña de “La vida en espiral”, la nueva novela negra del senegalés Abasse Ndione, cuya anterior «Ramata» tanto nos gustó, aunque al final se le fuera la pinza. Senegal… ¡menos mal que nos queda el Senegal! Antes era una anécdota, ese comentario. Ahora es una afirmación, cargada de sentido, lógica y necesidad. ¡Menos mal!

En cualquier otra ocasión, no habría hablado de nada de esto. Hubiese mandado esos artículos a personas concretas y determinadas, por e-mail, sabiendo que les gustaría y les interesaría. Igual que das los buenos días, de forma genérica, a todo el mundo, pero de forma sentida y especial, de forma privada, a quiénes más te apetece y deseas.

Al volver de la calle, se me ocurrió la idea para uno de esos cuentos recurrentes que tanto nos gustan: las adaptaciones del clásico de Monterroso a nuestra vida cotidiana. Pero no lo podía bloguear. ¡Porque estaba fuera!

El cuento sería algo así como:

“Cuando subió en el ascensor, su olor todavía estaba allí”.

¿De qué sirve, escribir, si nadie te va a leer?

Y me acordé de otro recortico que tenía en el despacho, y que encontré la otra tarde, cuando hacía limpieza de papeles y trataba de poner un poco de orden en el caos que me rodea.

Era de Tolstoi. Y decía: “Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir”. ¡Y tanto! Tantas veces cogía el móvil, para escribir, un SMS, un e-mail, cuantas lo soltaba y lo apartaba de mí. Porque lo difícil, efectivamente, es no escribir.

Voy a la nevera. Me gusta el agua fresca. Pero tengo una botella, ya vieja, cuya agua sabe a plástico. ¡Qué asco! No hay nada más repugnante que el agua mala. O sí. Peor es no tener agua que beber, claro. Pero eso, ni se nos plantea. Vacío y tiro la botella. No es problema.

Tengo ganas de escribir. Tengo dos cuentos, en la cabeza. Y aún no he tenido tiempo ni oportunidad de sentarme, con calma, con ganas, a escribirlos.

Pero hay que correr. Y, esta tarde, hay que ir a la Feria del Libro. Que viene nuestro querido Alfonso Mateo Sagasta, a presentar su excepcional “Caminarás con el sol”. ¡Hay que estar con él! Con sumo gusto.

Me llama un amigo por teléfono. Sé que piensa que estoy dolido por un tema. Y hace lo imposible por transmitir confianza, serenidad y buen rollo. Por tender puentes. Él no sabe que no me hace falta, pero se lo agradezco igualmente.

Cuento todo esto porque, por unas horas, no lo podía contar. Si hubiera podido hacerlo, si no hubiera estado fuera, expulsado de mi propia dimensión virtual, ¡todo esto que os habríais ahorrado!

Seguramente sí habría compartido una pregunta. Aunque seguramente no habría sido hoy:

– ¿Dónde estáis, vosotras?

Pero ahora todo está bien. Podemos entrar, nuevo. ¡Estamos dentro!

Y la vida sigue…

Jesús surrealista Lens.