El pasado sábado me desperté temprano. Desayuné y antes de las nueve de la mañana estaba en la playa. Hacía sol y corría una suave brisa. Me senté en mi silla, pegado a la orilla y, cuando me disponía a abrir un libro y ponerme a leer, me quedé absorto, mirando al mar.
Y eso que estaba tranquilo y que las olas apenas se dejaban sentir.
Me puedo pasar horas y horas sentado frente al mar, sin hacer nada. Sólo mirándolo. Como me puedo pasar horas sentado en un risco de la montaña, viendo las altas cumbres de la Sierra, cuajadas de nieve.
También me gusta el verde de los valles, por ejemplo. Pero prefiero el mar, sobre todo si está bravío y tempestuoso. Y también me hipnotizan las altas cumbres nevadas.
Hay paisajes que tienen un extraño poder de seducción. Tienen la virtud de dejarte la mente en blanco y de imantarte al tronco de un árbol o a la arena de la playa, permitiéndote pasar un buen puñado de horas solitarias contigo mismo.
Y entonces me acordé de un delicioso artículo de Julio Llamazares en el que escribía lo siguiente: «Y es que ya lo dijo Josep Plà, el gran divulgador del paisaje ampurdanés, en el que nació y vivió: lo que diferencia al hombre del resto de los animales, aparte de la capacidad de pensar, es la de disfrutar del paisaje; es decir, de mirar el paisaje con mirada inteligente».
Yo no sé si lo miraba con mirada inteligente o embrutecida, el pasado sábado, al mar. Pero mientras estuve solo y el único sonido que se escuchaba era el del rumor de las olas, me sentí en un estado muy próximo al de la felicidad.
Jesús Lens, contemplativo.