Me gustan mucho las novelas policíacas que se desarrollan en lugares diferentes a los habituales. La novela negra mediterránea es más cercana, el hard boiled norteamericano es más conocido, la gélida novela negra escandinava está de moda y el combativo policial latinoamericano resulta tan cálido y arrullador como sangriento y violento.
Pero hay otra novela negra: la africana.
Cierto que no es muy habitual, pero algo hemos podido leer de escritores senegaleses, malienses y argelinos. ¡Si hasta tenemos a una simpatiquísima detective en Botswana, solucionando casos sencillos a través de la lógica… y del sentido del humor!
Pero, como en tantas otras cosas, el país que marca el paso en África es Sudáfrica. Ahí está James McClure, que escribía sus novelas sobre los tiempos del Apartheid, por ejemplo. Pero el presente, el presente más rabioso, en Deon Meyer.
Así lo dice, por ejemplo, un clásico contemporáneo como Ian Rankin, que afirma con contundencia que el futuro, “el granero de la novela negra, está en Sudáfrica; la novela negra nórdica ha muerto. La novela negra analiza un país que acaba de llegar a la democracia, cuando la violencia se ha calmado un poco y se pueden analizar los porqués, las raíces de esa situación y de esa violencia”. Entre los autores del noir sudafricano destaca, por supuesto, a Deon Meyer.
(Sigue leyendo esta reseña en nuestra página hermana de Calibre 38, dirigida por Renacimiento’s Man: Ricardo Bosque)
Jesús Lens