‘Estación Damasco’, adictiva novela de espías

Septiembre de 2013. El presidente Obama —¿se acuerdan de él?— anunciaba represalias contra el régimen de El Asad por el uso de armas químicas contra la población de Siria, sumida en una cruenta —¿hay alguna que no lo sea?— guerra civil. A partir de ahí, el caos. Para variar. 

Han pasado más de diez años y apenas nos acordamos de Siria, como de tantos otros conflictos que asolan buena parte del mundo. Nuestros ojos están puestos en Ucrania. Y en Palestina. Y en las elecciones francesas y la victoria de la ultraderecha, que ya ganó en Italia. ¿Siria? Aquello nos queda muy lejos, en el espacio y en el tiempo. 

Afortunadamente resulta inevitable y necesario recordar Siria al abrir ‘Estación Damasco’, la espectacular y adictiva novela devorapáginas de David McCloskey (*), recién publicada por la editorial Salamandra y sobre la que David Petraeus, el mismísimo ex director de la CIA, ha dicho que es “la mejor novela de espionaje” que ha leído nunca. ¡Ahí queda eso, que no sé si habrá una voz más y mejor autorizada que la suya!

Novela de espías. Dentro del noir, es uno de los subgéneros por antonomasia. Y a mí, como ya les he contado otras veces, me disloca. Ya saben que, desde que tengo uso de razón, siempre quise ser espía, igual que los personajes de Scorsese querían ser gángsteres. Pero no he tenido suerte. O sí. ¿Quién sabe? Será por eso que sublimo esa pasión frustrada, como tantas otras, a través de la literatura. 

Y es que, en cuanto empiezas a leer ‘Estación Damasco’, te conviertes en espía. No es que te limites a acompañar a Samuel Jospeh y Valerie Owens en una operación de exfiltración en la capital siria. Es que eres uno de ellos. Y como la cosa no sale del todo bien, ya se lo avanzo, lo pasas fatal. A partir de ahí… ¡pura adrenalina en todas y cada una de sus 550 páginas! Hablamos de una novela, por cierto, de las que permiten ahorrar dinero: hasta que no la terminas, tu vida social queda reducida a la nada más total y absoluta. ¡Dejadme en paz, que estoy leyendo! 

¿Saben ustedes que el protocolo de la CIA obliga a su personal de operaciones a alojarse en habitaciones de hotel que estén por encima de la tercera planta y por debajo de la novena, sin excepciones? Nos lo explica la jefa de Sam, la inefable y maravillosa Procter: “la tercera para estar a salvo de los coches bomba, y la novena para que lleguen las escaleras de los camiones de bomberos”. 

¿Saben lo que es una RDV? Hablamos de Ruta de Detección de Vigilancia y es de primero de espía, pero no vean lo exigente que es… hacerlo bien. Todo esto lo vamos a aprender mientras acompañamos a Sam y a la otra gran protagonista de ‘Estación Damasco’, Mariam Haddad, de la que no les cuento nada para que ustedes disfruten —o no— de su personaje. 

Y está Damasco, claro. Una Damasco arrasada por la guerra civil… incluso dentro del propio Gobierno. Repasando el plano que acompaña al libro, me acuerdo de mis paseos por una ciudad arrebatadora, la ciudad permanentemente habitada más antigua del mundo, crisol de culturas y civilizaciones. Dos veces estuve allí. ¡Ay! 

Una Damasco en la que, a pesar de todos los pesares, la vida sigue. Y es que, como nos recuerda Mark Twain, “Damasco ha presenciado todo lo que ha ocurrido en el mundo, y aun así sigue viva. Ha contemplado los huesos resecos de mil imperios y verá las tumbas de mil más antes de morir”. ¡Amén!

Jesús Lens

(*) Digamos brevemente que el autor de ‘Estación Damasco’, David McCloskey, es máster en política energética y Oriente Medio por la Johns Hopkins School for Advanced Studies, trabajó como consultor de McKinsey & Company y analista de la CIA, donde escribió regularmente para el President’s Daily Brief, prestó testimonio clasificado ante comités de supervisión del Congreso e informó a altos funcionarios de la Casa Blanca, embajadores, oficiales militares y miembros de la realeza árabe. En la agencia, trabajó en estaciones de campo de la CIA en todo Oriente Medio.

Ser espía es perjudicial para el alma

Se llama Thomas Kell y está en crisis. Existencial, de identidad y de la mediana edad. Un tipo que, frisando los cincuenta, no sabe qué hacer con su vida. Como tantos otros. En vez de comprarse una moto de gran cilindrada o hacer una larga e introspectiva ruta de senderismo, Kell ha dejado el alcohol, el tabaco… y al MI6 británico, institución para la que trabajaba. Y es que el bueno de Thomas es espía. O miembro de los servicios secretos, como prefieran.

El escritor Charles Cumming

“Kell contempló los ordenadores, los teléfonos, los blocs de notas y las tazas de café semivacías, toda la parafernalia del escrutinio y la vigilancia, y se preguntó una vez más si todo aquello terminaría valiendo la pena”. Como les digo, Thomas Kell es un espía en horas bajas y sumido en un mar de dudas. No les contaré por qué. ¡Descúbranlo ustedes! A cambio, una advertencia: si no han leído ninguna de las novelas de Charles Cumming protagonizadas por Kell y publicadas por Salamandra Black… ¡Enhorabuena! Tiene usted suerte. Porque estamos frente a una de las grandes trilogías contemporáneas dedicada al mundo del espionaje y los servicios secretos, compuesta por ‘En un país extraño’, ‘Complot en Estambul’ y esta fascinante e imantadora ‘Conexión Londres’ que comentamos hoy. Su lectura compulsiva es de lo más recomendable. Afectará a su vida social, dado que cancelará planes, citas y compromisos, pero recuerde que como en casa, leyendo, en ningún sitio.

Al comienzo de ‘Conexión Londres’, Kell es un hombre sin rumbo por culpa de un terrible episodio de su pasado más reciente. Y de las dudas que le ofrece una profesión que, como tantas otras, está en plena transformación. “¿Qué puede hacer un espía que no pueda hacer un dron hoy en día? ¿Acaso somos más útiles que un virus software, que un malware, que una cámara de seguridad o que un satélite o un teléfono móvil?” Jodida digitalización…

Quiere el destino que en su camino se cruce un homólogo del espionaje ruso con el que mantiene una relación que podríamos definir como contradictoria. “Nada de piedad, nada de compasión, nada de amabilidad. Tal vez había un código de honor entre ladrones. Pero entre espías, jamás”.

A la vez, en otro hilo argumental de la novela, un sujeto bastante sospechoso entra a Inglaterra de manera irregular. Se llama Shahid y parece albergar aviesas intenciones. Está muy adoctrinado, ha combatido en Siria, es firme partidario de la Yihad y ha vuelto a casa.

Si a usted le gustan las novelas clásicas de espías, el escocés Charles Cumming está en la estela de John LeCarré. Después de licenciarse en Literatura Inglesa por la Universidad de Edimburgo, el MI6 le hizo una de esas ofertas que sí se pueden rechazar, pero que despiertan el gusanillo. Aunque no se enroló en los servicios secretos, Cumming empezó a escribir una ficción muy apegada a la realidad. Y es que en ‘Conexión Londres’, como en ‘La violonchelista’ de Daniel Silva, de la que les hablé hace un par de semanas, también hay oligarcas rusos que trabajan para la mafia que Putin ha instaurado en el Kremlin. Yihadismo y mafia rusa. ¿Se puede escribir de asuntos más radicalmente contemporáneos?

A la vez, estamos ante una novela de aliento clásico, insisto, en la que el autor no deja de reflexionar sobre la esencia del espionaje, con perlas como esta: “Estar mintiendo todo el rato, valiéndote de subterfugios, de ocultaciones, tratando de anticiparte al otro, es un proceso agotador. Es perjudicial para el alma”.

Hoy martes, en el Club de Lectura y Cine de Granada Noir y Librería Picasso, hablamos de ‘Conexión Londres’, Cumming y espionaje. Va a ser una gran tarde, ya lo creo que sí.

Jesús Lens

Caballos lentos y leones muertos

Hace unos meses, dando un curso sobre narrativa de viajes, defendía a capa y espada una tesis que trato de aplicar a mis reportajes nómadas: la clave reside en el humor. Porque hoy en día, el mito del viajero que arriesga su vida y vive mil y una situaciones peligrosas y comprometidas apenas se sostiene. O le ponemos un poco de ironía y distanciamiento al tema o nos hartamos de leer adjetivos superlativos sin mayor recorrido.

No soy tan proclive al humor en el género negro, sin embargo. Una cosa son los diálogos cáusticos y las réplicas rápidas e ingeniosas y otra un humor que, por lo general, termina derivando en parodia, mejor o peor intencionada. Sin entrar en la cuestión del humor negro, tema que nos reservamos para otra ocasión.

A pesar de esas reticencias, me está encantando la serie de espías de Mick Herron, de la que Salamandra Black acaba de publicar ‘Leones muertos’, su segunda entrega, traducida al español por Enrique de Hériz. Una serie de espías muy seria y, a la vez, trufada de un humor corrosivo muy, muy británico.

Los protagonistas de esta saga son un equipo de espías llamados ‘caballos lentos’ por sus homólogos del MI5. Que trabajen en la conocida como ‘Casa de la Ciénaga’ ya hará sospechar al lector de qué tipo de espías hablamos, ¿verdad?

Más o menos voluntariosos, pero a tope de torpes, los caballos lentos son espías que la han cagado. Cagado, pero bien. Que todo el mundo puede tener un mal día, pero no dejarse olvidado en un autobús un disco duro cargado de información confidencial que, al día siguiente, abrirá todos los informativos. Espías que han sido condenados al ostracismo por sus superiores y que, si no les despiden, es por cuestión de imagen o de conveniencia. Por evitarse problemas legales, burocráticos o mediáticos. Mejor mandarles a la Casa de la Ciénaga para encomendarles tareas burocráticas y rutinarias que aburrirían a un monje trapense con voto de obediencia. Y todo ello con el propósito de que no estorben… y de que sean ellos mismos quienes, desacreditados, hundidos y desmoralizados, pidan la cuenta y se vayan con viento fresco.

Al mando del tinglado está Jackson Lamb, un sujeto directamente emparentado con el mítico Ignatius Reilly de ‘La conjura de los necios’. Es un bocas de cuidado. Lenguaraz, sucio, cáustico y con un punto repulsivo que termina haciéndolo enternecedor.

En ‘Leones muertos’, los caballos lentos se encuentran con una trama que, en principio y como ellos mismos, no debería ir a ningún sitio: el veterano Dickie Bow, un espía de la vieja escuela, de los tiempos de la Guerra Fría, aparece muerto en un autobús. Un ataque al corazón, pero ¿y si le hubiesen envenenado? De venenos, la antigua KGB sabía un rato. Y la nueva, que no hay más que ver la que tienen liada con el Novichok estos días. Lamb empieza a husmear.

En paralelo, uno de los espías de verdad, de los que trabajan en el Londres noble de los servicios secretos como Dios manda, encarga a dos de los caballos lentos una misión sencilla: acompañar a un oligarca ruso en una reunión de trabajo sobre nuevas fuentes de energía que se celebrará en una rutilante torre-rascacielos recién inaugurada en la capital británica.

400 páginas después, el lector habrá acompañado a los caballos lentos en una vertiginosa cabalgada a caballo entre la investigación clásica de espías, pasada por el túrmix de internet, el reconocimiento facial y las bases de datos y trufada de un humor irreverente y descacharrante.

Por ejemplo cuando a Ho, el genio informático de la pandilla, se la cuela una novia que se ha echado por internet y que resulta tener 54 años. Cabreado, ironiza con la provecta edad de una persona que, para conocer el siglo XX, no tiene que estudiarlo, sino limitarse a recordarlo. ¡Touché!

O cuando el propio Lamb elige sitio para un encuentro clandestino: “Era un lugar tan obvio para un espía que quisiera sentarse a pensar en asuntos de espías que nadie que tuviera un mínimo conocimiento del mundo del espionaje imaginaría que pudiera existir un espía tan estúpido como para usarlo”.

Entre los espías, ojo, también hay cuchilladas, putadillas y celos. Entre los del mismo bando, quiero decir, que hay mucho trepa por ahí suelto, como descubrirán los lectores de ‘Leones muertos’. También aprenderán que hay auditores con más poder que un ministro, capaces de poner contra las cuerdas al mismísimo 007, si se tercia. Y espías de los de antes, convencidos de que un buen archivo en papel vale su peso en oro. Sobre todo, cuando colapsen las redes. Que colapsarán.

Ganadora de varios premios, entre ellos el Gold Dagger Award de la Crime Writers Association y el premio al thriller del año concedido por The Times, ‘Leones muertos’ ya es un clásico del humor noir más deslenguado y divertido.

Jesús Lens

El silencio de tu nombre

Tuiteaba un día, mientras leía el último y extraordinario novelón de Andrés Pérez Domínguez, que daba gusto poder enfrentarse a una historia en la que su autor no tuviera que preocuparse de cómo inutilizar el móvil del protagonista. Al móvil telefónico, me refiero.

 El silencio de tu nombre

Y es que “El silencio de tu nombre” es una novela que podríamos encuadrar dentro del género “de espías”, si tal género existiera en España. Que existe. Pero que es tan desconocido como una sonrisa en la adusta cara de Mourihno. Eso sí, si hay un maestro en dicho género, desde luego, ese es Andrés Pérez Domínguez, cuya obra sigo con pasión desde que publicó “La clave Pinner”, hará ya… muchos. Demasiados años. (Ve enlazando, desde aquí, para convencerte de esa voracidad, so incrédulo/a)

Creo que solo me falta por leer una de las novelas de Andrés. Y ya tiene un buen número de ellas en su bibliografía. Aunque espero cubrir esa laguna bien pronto, sirva el dato como ejemplo del interés que las historias de este autor siempre me provocan.

 Andrés Pérez Domínguez

Historias que tienen como eje aquellos ominosos años 30, 40 y 50. Años turbios, oscuros, sangrientos, duros y complicados, pero literariamente fascinantes. Años en los que Europa fue el complejo escenario de varias guerras, más allá de la Civil Española y la II Guerra Mundial.

Guerras como las que tuvieron que soportar, en los años 50, Erika Walter y Martín Navarro, quienes pensaban que quizá, solo quizá, podrían vivir en paz, después de haber sobrevivido a la caída y la destrucción de Berlín.

Libra por libra, Andrés Pérez Domínguez es el escritor español que más y mejor documentación maneja sobre aquel período, por lo que la ambientación de sus novelas es, sencillamente, perfecta. Apenas te sumerges en “El silencio de tu nombre”, te encuentras transitando por el frío Madrid de los cincuenta, por la Berlín que se cae a pedazos, al final de la guerra, o por París, nido de espías.

 El silencio de tu nombre resumen

Y, después, están sus personajes. Personajes de esos a los que no solo te crees, sino a los que te gustaría conocer. Aunque tengan su puntillo de cinismo: “…en cuanto Artemio Corona se topaba con alguien capaz de jugarse el pellejo por aquello en lo que creía, esa persona se ganaba su admiración y su respeto. Dejarse matar por una causa perdida podía ser una estupidez o un sinsentido, pero quien era capaz de hacer algo así había nacido con un valor del que él carecía pero admiraba, y no podía dejar de ponerse de su parte”.

Personajes como ese periodista deportivo, amante de las barras americanas y frecuentador de Chamartín: “los periodistas son como los detectives. Siempre acaban metiendo la nariz en asuntos que no le incumben”.

Novelón. “El silencio de tu nombre” es un novelón, más allá de sus seiscientas y pico páginas. Un novelón perfectamente estructurado, con viajes en el tiempo y el espacio que reconstruye una época de nuestra historia no tan lejana. Y que lo hace con el brío de un narrador serio, solvente y comprometido con sus personajes, con sus vidas y con la literatura.

 Andrés Pérez Domínguez firmando

¡Grande, Andrés!

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens