El límite de la cartera

No es fácil ser Gestor de Fondos, como se pone de manifiesto en el artículo que publicamos hoy en IDEAL:

Como buenos amigos, pusimos un mocho para afrontar los gastos del fin de semana, en Sevilla, en el festival de música Territorios Sur. Y, por una vez, la gestión del fondo común recayó en mí, responsabilidad de la que procuro rehuir siempre que puedo, dicho sea de paso.

Mi cartera tiene dos habitáculos destinados a guardar billetes, separados por una estrecha franja de tela. Acumulé mi dinero personal en uno de ellos y coloqué el comunitario en el otro. Cerca, muy cerca, pero claramente separados.

Modelo de cartera para próximos Festivales

Tras pagar la Zona Azul del parking y acomodarnos en la habitación del hotel, llegamos a la Isla de la Cartuja, donde canjeé parte del mocho por la moneda propia del festival, llenando el bolsillo izquierdo de mi pantalón con un buen puñado de fichas azules, muy parecidas a las que se usan en las mesas de juego de los casinos.

Escuchando el desgarrado blues de la guitarra de Lolo Ortega, Pepe me pidió unas fichas para ir en busca de unas birras. O quizá fue Álvaro. El caso es que era absurdo que, cada vez que alguien quisiera una cerveza, tuviera que pedirme liquidez, como si fuera yo una sucursal de andar por casa del BCE. Así que tomé un puñado de fichas y, con la displicencia propia del nuevo rico, las repartí con alegría: ¡tomad y bebed!

Llegó el momento de escuchar a Tortoise, pero hacía frío y, antes, pasamos por el mercadillo del Festival, en busca de algo de ropa. Mis compañeros, tipos duros, no compraron nada, pero yo me llevé puesta una sudadera. Saqué la cartera y, cuando ya tenía el billete en las manos, me di cuenta de que lo había sacado del mocho en vez de mi depósito particular. Después, disimuladamente, rehice la contabilidad y aquí paz y después gloria.

A la mañana siguiente, tras comprar los periódicos y desayunar, me hice un pequeño lío con el cambio, las monedas, las fichas sobrantes de la noche anterior, la vuelta del taxi y los bolsillos del pantalón. Pero como era cuestión de apenas unos euros, no había que darle importancia. ¡Los que entran por los que salen!

Comimos como hay que comer en Sevilla, en plan de cañitas y tapas. Que si caracoles y cabrillas en una terracita, que si acedías y puntillitas en un mesón, que si un carajillo… Y ahí estaba el tío, cartera en ristre, pagando en un sitio y en otro, teniendo que pedir reposición de fondos a los compañeros, que bromeaban sobre lo mal gestor del mocho que era, que lo había esquilmado en menos de veinticuatro horas, haciéndome sentir como un dirigente griego cualquiera.

Llegó la segunda noche de Festival. Y nuevamente el tráfico de fichas, que no era fácil ajustarlas para que ni sobraran ni faltaran al final de la jornada. De hecho, tratamos de pagar el arroz con curry y los fideos thai de la cena con euros de los de verdad, aunque, a esas horas de la madrugada, yo ya no distinguía qué dinero era el real y cuál el del Monopoly.

Y entonces, con la cartera en la mano y mirando los billetes, separados por la estrecha franja de tela; escuché una vocecilla que me susurraba: “Tío, con el coñazo que ha sido esto del mocho y teniendo en cuenta que, seguramente, habrás pagado tú algún café y alguna caña que era del grupo, ¿por qué no deslizas uno de esos billetes y lo pasas del compartimiento común al individual? Total, nadie se va a enterar y, por la cantidad de la que hablamos, ni Pepe ni Álvaro se van a sentir perjudicados… Además, es una justa compensación por las molestias, ¿no?”

Levanté la vista y miré a mis compis. A su vez, éstos me miraban a mí. Y el camarero que nos había servido la cena, nos miraba a los tres, esperando.

Saqué el dinero, lo conté escrupulosamente y, azorado, pregunté:

– ¿Os parece que dejemos una propina? ¿Cuánto dejamos? Por cierto, mañana en el desayuno, echamos cuentas para cuadrar esto del mocho y comprobar que no me haya liado, que ya sabéis que soy desastre…

Riendo, Álvaro y Pepe me dieron una palmada en la espalda:

– Anda ya, chalao. Da la propina que quieras, déjate de cuentos y vamos zumbando, que empieza el concierto de Iggy Pop.

Moraleja

Jesús Lens

A ver los 24 de mayo de 2008, 2009, 2010 y 2011

El valor de un café

Hoy publicamos esta columna en IDEAL. Para empezar la mañana con un sorbo de café. Negro. Y, siendo viernes… ¡cortado!

Hay personas tan insensatas y desconocedoras de la realidad social de este país que todavía son capaces de confundir el valor de un café con el precio que pagamos por él. En las últimas semanas han sido dos representantes del PP quiénes han cometido el garrafal error de jugar dialécticamente con el café, olvidando que ZP empezó a cavar su tumba cuando demostró su alejamiento del mundanal ruido por cuenta de ese oscuro, estimulante y misterioso brebaje negro.

El café es, posiblemente, la sustancia legalmente dopante más utilizada en todo el mundo. Cuando uno dice que uno no es persona hasta que se toma el primer café de la mañana, entra a formar parte de una cofradía universal, interracial y desclasada. ¿Quién no se ha pasado una noche en blanco, estudiando para un examen o terminando un trabajo, a base de cafeteras ardientes?

El primer café de la mañana termina siendo uno de los momentos más placenteros de la jornada. Con todo el día por delante, los sueños de la noche se mezclan con los recuerdos de la velada anterior y se trufan de los proyectos por venir. Deseos y realidades se mezclan, durante unos minutos, como el azúcar se disuelve en el café.

Además, si tienes suerte de encontrar compañeros cómplices y camaradas con imaginación, tomando café somos capaces de transformar la realidad, consiguiendo que Sergio Ramos chute entre los tres palos o que la rodilla de Ricky se recupere a tiempo para los Juegos Olímpicos. El café aplaca la Crisis, convierte los recortes en esquejes y permite encontrarle un rastro de humanidad al rostro de la mismísima Angela Merkel.

Por la tarde, quedar para tomar café es un rito imprescindible en sociedades civilizadas. Tomando café, sin prisa pero sin pausa, hay tiempo para arreglar el mundo y la vida de todos sus habitantes. Tomando café trazamos planes menos imposibles que improbables y proyectamos viajes tan inverosímiles como excitantes, descendiendo un volcán o escalando hasta la luna.

En España hay cuarenta millones de formas distintas de tomar café. Tantas como potenciales seleccionadores nacionales de fútbol y presidentes del gobierno con mando en plaza, no dependientes de Berlín o Bruselas. Porque, tomando café, un español se siente todopoderoso y plenipotenciario. ¡Mi reino por un cortado!

Por todo ello, cuando un preboste declara que el copago sanitario son cuatro cafés o salta otro a la palestra para sostener que los funcionarios han de olvidarse del periódico y el cafelillo, no solo demuestran un insensato desconocimiento de la esencia profunda del ser español, más cafetero que el mismísimo Juan Valdés, sino que insultan y menosprecian toda una forma de entender la vida.

Recuerdo una película en que el protagonista defendía que no importaba atesorar millones ni tener barcos, aviones o grandes mansiones porque, a nada que lo pensemos, tenemos que convenir en que la felicidad radica en algo tan sencillo como, al final de la jornada, tomarse una buena taza de café. Vale. Estamos arruinados y hundidos y nos queda una larga y penosa travesía por el desierto, sin fastos, fiestas ni excesos. Así lo asumimos. Pero, por los menos, ¡déjennos el café en paz!

Jesús Lens

Gasto vs. Inversión

En la columna de hoy de IDEAL hablamos sobre dos conceptos cada vez más distantes y discutidos. ¿Qué piensas tú que es gasto y que es inversión? (Citamos como referencia este otro artículo, de hace unas semanas, que tiene que ver con el asunto y añadimos un interesante reportaje de El País: Trabajador cultural: un puesto cualificado, estable… y en peligro. Tiene datos y cifras muy ilustrativos.)

Toda inversión suele conllevar un gasto, pero no todo gasto es una inversión. Y ahí radica el quid de la cuestión. ¿Qué es gasto y qué es inversión? Tomemos como ejemplo los fastos del 92: mientras que los miles de millones volcados en la Barcelona olímpica han sido considerados como una inversión que transformó radicalmente la ciudad, convirtiéndola en una de las grandes capitales del siglo XXI; las partidas destinadas a la Expo sevillana distan mucho de estar tan bien consideradas, por más que la Isla de la Cartuja mantenga en uso buena parte de los pabellones de aquella memorable cita.

Al ejecutivo de Felipe González le cayeron palos por todos lados por llevar el AVE a Sevilla mientras que, ahora, dicha decisión se considera estratégica y fundamental en la modernización de Andalucía. Casi tanto como esa vilipendiada A-92 que, sin embargo, ha hecho más por vertebrar nuestra comunidad que cientos de campañas promocionales sobre el ser andaluz.

El gasto en infraestructura, por lo general, se considera inversión. Excepto en el caso de los aeropuertos para halcones y los AVES para moscas zumbonas que, sin vuelos ni pasajeros, son el ejemplo más elocuente del despilfarro, la falta de previsión y lo peor de un populismo tan rancio y provinciano que deja pequeñas promesas tan fantásticas como la de “Pitres, puerto de mar”.

Cuando hablamos de educación y cultura, sin embargo, empezamos a entrar en terrenos mucho más pantanosos. Porque, en una sociedad civilizada y del primer mundo, parecen contradictorios los pasos atrás que se están dando en materia educativa, sobre todo, al poner en la diana al profesorado en su conjunto, como si fueran un colectivo de vagos y vividores que esquilman las arcas del estado en vez de considerarlos como la piedra angular sobre la que debería basarse una sociedad de ciudadanos y profesionales bien educados y mejor formados.

Y si hablamos de cultura… ¡ay!, la cultura. Por mucho que los próceres de la cosa intentaran defender la potencialidad del binomio “industria cultural” como uno de los motores de desarrollo de nuestra comunidad, en realidad, nadie termina de creerse que la cultura sea una inversión productiva. Los libros, las revistas, los discos, los cuadros o el teatro son gasto superfluo, prescindible y hasta lujurioso. Sin entrar en el aún más espinoso tema del cine, por supuesto.

Cuando la Crisis nos ha caído a plomo, todo lo que tiene que ver con la cultura ha sido arrinconado. A fin de cuentas, la cultura exige creación y la creación es lo contrario de los recortes que se han impuesto como nueva Piedra Filosofal económico-política. Las ideas, la imaginación, las metáforas, los sueños… sobran. De la Crisis, dicen, solo se puede salir funcionando como autómatas y siendo austeros; echando horas y no gastando ni en pipas. Y a las exposiciones, los conciertos o las representaciones teatrales, ¡que vayan los turistas japoneses, tan simpáticos ellos! Y si pagan en yenes, mejor. Que del euro, ya no nos fiamos.

Jesús Lens

PD.- ¿Y el 10 de mayo de 2008, 2009, 2010 y 2011?

Hoy toca recordar «El Grito»

“Estaba caminando por un paseo con dos amigos. El sol se ponía. El cielo se hizo rojo encendido. Y sentí un aire de melancolía. Me levanté. Aún mortalmente cansado bajo el azul-negro. El fiordo y la ciudad estaban adornados con sangre y lenguas de fuego. Mis amigos caminaron. Yo me quedé atrás, temblando con ansiedad. Sentí el gran Grito de la Naturaleza.”

Edvard Munch

Si tenéis por hay 60 o 70 millones de euros, todavía os da tiempo a llegar a la subasta de Sotheby’s de esta noche.

Si no, tampoco pasa nada. Podemos aprovechar para poner en relación el Grito de Munch con la ¿festividad? del Día del ¿Trabajo?

Recordemos que vivimos en un país con más de cinco millones y medio de parados que, pronto, pueden ser seis millones. Y que, en Andalucía, las tasas de paro y desempleo superan el 30%

Yo no sé cómo se podrá salir de esto. Pero lo que parece claro es que, así, no.

¡Salud!

Jesús gritón Lens

¿Gritábamos en anteriores 1 de mayo? 2008, 2009, 2010 y 2011.