RUTINA

Dejaba que el mundo invadiera mi soledad,

que la mirada curiosa viajase de un sitio a otro,

de una sorpresa a una rutina.

 

Luis García Montero.

El camino del colegio.

 

 

Hay palabras que arrostran un peso tan terrible y una carga de negatividad tan grande que, de llevarlas prendidas al cuello y lanzarnos al agua con ellas, nos conducirían al fondo del océano a una velocidad vertiginosa.

 

Rutina es una de ellas.

 

Las rutinas, las costumbres… abundando en su carga negativa, sostenía Rousseau que «la única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a ninguna.»

 

A mi Amiga del Alma, Burkina, le interesa mucho el tema. Me dice que ella es persona de rutinas y que cualquier cosa que la saque de ellas, tiende a provocarle una ansiedad y un desasosiego que no le gustan nada. Ella suscribiría esta afirmación de W. James, filósofo estadounidense: «el hábito es el enorme volante de inercia que mueve a la sociedad, su más valioso agente de conservación».

 

Yo le digo que la ansiedad, el estrés y los nervios, en dosis moderadas, no son malos. Y estoy convencido de ello. Pero a nada que lo pienso, me descubro como la más felizmente rutinaria de las personas. A lo largo de mi vida he ido descubriendo las cosas que realmente me apasionan y las he integrado en mi existencia cotidiana. Cuando hablábamos de la Soledad, decía que mis principales aficiones absorben mucho tiempo. Y, como me gusta practicarlas con habitualidad y como los días sólo tienen veinticuatro horas…RU-TI-NA.

 

¿De verdad es maldita?
¿De verdad es maldita?

Hace unos meses tuve una fenomenal bronca con una amiga. Ella quería que comiéramos juntos y yo le decía que no. Que me marchaba a correr. Y no entendía cómo prescindía de comer juntos por algo tan banal y que practicaba casi todos los días, como salir a correr. Intenté explicárselo, pero no se quedó conforme. Para ella, era absurdo. Pero yo me encastillé en mis trece y, efectivamente, me fui a correr.

 

Porque correr todos los días, como escribir, como leer… es como respirar. Lo hago porque me gusta. Y porque lo necesito. Y porque, de buscarlas, siempre encontraría una excusa, una justificación para no hacerlo. Y porque cada día quiero ser mejor que el anterior. Y ya escribió Plinio el Joven que «el hábito es el maestro más eficaz». 

 

Correr a medio día, al salir del trabajo, lo tengo tan interiorizado en mi quehacer cotidiano que ni me lo planteo como una opción. De hecho, al cabo del día, ¿cuántas cosas decidimos hacer conscientemente y cuántas hacemos por rutina? Quizá nos de miedo repasar una jornada cualquiera de nuestra vida cotidiana, a ver qué nos encontramos.

 

La clave está, pienso, en hacer caso a lo que dice el ensayista Elbert Hubbard: «Cultiva sólo aquellos hábitos que quisieras que dominaran tu vida». Así, el día que tenemos peña de baloncesto, salvo causas de fuerza mayor, YO VOY a jugar al baloncesto. Y si me tengo que perder algún evento… pues mala suerte. Para el evento 😀 Muy importante, muy excitante, enormemente apasionante tiene que ser aquello que me saque de mis rutinas.

 

Porque no debemos confundir la rutina con la monotonía. Para mí, cada vez que salgo a correr, cada día que juego al baloncesto y todas y cada una de las horas que paso tecleando en el ordenador me resultan excitantes y apasionantes. Y creativas. Si no, lo dejaría. Como he hecho con algunas costumbres y aficiones que, al final, resultaban demasiado onerosas para las satisfacciones que reportaban. Insistamos, con Pitágoras: «Elige la mejor manera de vivir; la costumbre te la hará agradable.»

 

Ahora bien, como las circunstancias cambian y la vida no es estática, hay que adaptarse a las nuevas situaciones laborales o personales que nos tocan vivir. Y alterar las rutinas, siempre buscando aquellas que nos sigan reportando paz, estabilidad y bienestar. En ello estoy, firmemente encaminado, de un tiempo a esta parte. Con Paciencia. Con muuuucha y larga Paciencia, en la confianza de que el final del camino será felizmente venturoso. Encaminado, haciendo las cosas que realmente me gustan y de verdad me aportan, dejando a un lado esas otras que, como los fuegos artificiales, brillan un par de segundos y terminan desvaneciéndose sin dejar rastro de calor alguno.

 

La salida, el camino, las curvas, ¿la meta?
La salida, el camino, las curvas, ¿la meta?

El reto está, dentro de nuestras rutinas, en no caer en los tétricos vaticinios de Miguel de Unamuno: «Los satisfechos, los felices, no aman; se duermen en la costumbre». Ese si es un enorme riesgo del que tenemos que huir, como de la peste. Rutinas sí. Monotonía y aburrimiento; jamás. Porque, además, lo bueno de las rutinas es que, romperlas de vez en cuando, nos supone un placer sin igual.

 

¿Cómo lo veis? ¿Tiene razón mi querida Burkina al defender las bondades de la rutina o sois más bien de los que renegáis de ellas y procuráis que todo sea distinto, un día del siguiente? ¿Es compatible la rutina con la excitación o es un más que seguro camino hacia el aburrimiento?

 

Jesús Lens, rutinariamente preguntón y pasapalabra.

PACIENCIA

Para disfrutar tanto del Silencio como de la Soledad, es necesario atesorar algunas cualidades o, al menos, tener algunas predisposiciones. La primera y más esencial, por supuesto, llevarte bien contigo mismo. La segunda, tener imaginación. Mucha, fértil y abundante imaginación.

 

Y, la tercera, tener paciencia.

 

La soledad constructiva implica rodearte sólo de la gente que merece la pena. Para ello hay que descubrirla, conocerla y conquistarla. Pero la buena gente no abunda. Y, como todo bien escaso, acceder a ella es difícil y complicado. Trabajoso. Hay que ponerle empeño, esfuerzo y dedicación.

 

Y ahí es donde entra en juego esa gran virtud.

 

La paciencia.

 

Reza un proverbio persa que «La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces.»

 

Cierto. La paciencia se nutre de sinsabores. Al principio. Como todo camino que se presume largo y dificultoso, lo peor siempre está al principio. Lo que más cuesta, siempre, es arrancar. Pero hasta el viaje más largo comienza con un primer paso.

 

No sé vosotros, pero yo no soy paciente. Me cuesta. Es verdad que las mejores cosas que me han ocurrido en la vida han llegado de forma tranquila y parsimoniosa, lenta y premiosa. Y, aún así, soy de naturaleza ansiosa. Aunque intento corregirme.

 

«¡Queremos el mundo y lo queremos… ahora!», gritaba Jim Morrison en mitad de sus conciertos, provocando el delirio de la gente. Para quiénes valoramos el tiempo como un preciado tesoro, para quienes pagaríamos dinero por conseguir días de 48 horas, la vida siempre se nos aparece como demasiado corta y tendemos a pensar que todo lo que no hagamos hoy es posible que no lo podamos hacer mañana.

 

Y eso nos hace impacientes.

 

Y la impaciencia es peligrosa. Pero comprensible. Kant lo expresaba de una forma preclara y contundente: «La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte».

 

A mí me cuesta. Pero lo intento. Porque estoy convencido, y la experiencia así me lo ha demostrado, que con paciencia, paso a paso, con ahínco y sin desmayo es como se consiguen las cosas que realmente importan, las auténticamente valiosas. Las más preciadas y preciosas.

 

Lo que pasa es que la paciencia no viste mucho. No tiene predicamento y, en general, no está ni bien vista ni bien valorada. Leopardi lo definió perfectamente cuando dijo que «la paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo.»

 

Cierto.

 

Estoy aprendiendo a ser paciente. Creo. Al menos, lo intento. Suelo aplicar la paciencia cuando tengo una meta bien definida y sé que el objetivo, aunque difícil, es alcanzable.

 

Pero dudo y titubeo cuando no lo veo claro. Me ha pasado, a veces, en distintos ámbitos de la vida. Cuando por alguna razón no soy capaz de vislumbrar un buen fin, acorto, atajo y me dejo invadir por esa nerviosa impaciencia. O me desvío del camino trazado, de la hoja de ruta. ¿Para qué perseverar, si el futuro, más que incierto, es negro?

 

A veces, igualmente, me he arrepentido. Pocas. Muy pocas. Aunque importantes, eso sí. Pero eso de arrepentirse… En uno de los diálogos más geniales que recuerdo haber escuchado en una película -y no me acuerdo de cuál era-, Steve McQueen cuenta la historia de un vaquero que se encuentra a otro en medio de un montón de cactus. Le pregunta que si es que se ha caído y el otro le dice que no. Que se metió allí voluntariamente hacía un rato. Y para explicar la razón por la que lo hizo, estoica, simple y llanamente dice: «En aquel momento parecía una buena idea.»

 

Pero igual que he aprendido a gozar del silencio y a disfrutar de las potencialidades de la soledad, persevero en el cultivo de la paciencia como una de las grandes virtudes que ha de reportar la consecución de los logros más altos y la obtención de la recompensa más suculenta. Porque si el genio puede concebir, a la labor paciente le toca consumar, en palabras de Horace Mann.

 

Jesús Lens, paciente y contemplativo.