Al hablar sobre ‘Extraños en un tren’ en su famoso e imprescindible libro—entrevista con Alfred Hitchcock, el crítico François Truffaut hace una pregunta que es toda una afirmación: “En este film se nota claramente que usted prefirió al malo”. Y la respuesta es clara y diáfana: “Naturalmente, sin ninguna duda”.
Para celebrar el centenario de Patricia Highsmith, una de las grandes autoras de género negro de la historia, en el Club de Literatura y Cine de Granada Noir hemos reincidido en un ejercicio de lo más estimulante: leer una novela, en este caso, el fascinante debut literario de la autora texana, y ver su adaptación cinematográfica. El resultado, ilustrativo y revelador.
Publicada en 1950, ‘Extraños en un tren’ fue un éxito inmediato, hasta el punto de que los derechos para la película se vendieron sobre la marcha. La historia es harto conocida: dos viajeros se conocen accidentalmente. Uno de ellos, diletante borrachín, le propone al otro, un arquitecto muy prometedor, la comisión del crimen perfecto: cada uno mataría a la persona que le hace la vida imposible al otro. Como nada les vincula con la víctima, a la policía le resultaría imposible relacionarlos con el asesinato.
Lo que no parece más que una conversación entre borrachos termina derivando en la efectiva comisión de un crimen. A partir de ahí, la relación entre los hombres se convierte en morbosa, extraña y malsana, uno de los temas favoritos de Patricia Highsmith. En su novela se habla de alcoholismo y locura, del complejo de Edipo y las pulsiones homosexuales reprimidas. Del odio al padre y el odio a la mujer. De lo fácil y, a la vez, de lo difícil que resulta matar a una persona. De nuestro doble más oscuro, ese doppelgänger que representa nuestro lado siniestro y salvaje que nunca sabemos cuando puede saltar, pero que siempre está ahí, agazapado, esperando su ocasión. Al terminar de leer, una pregunta queda flotando en el ambiente, a modo de interpelación de la autora al lector: ¿qué sería necesario para que usted se convierta en un asesino?
A Hitchcock siempre le gustó llevar al cine novelas que no fueran especialmente famosas ni de autores muy conocidos, para evitar que los espectadores tuvieran unas expectativas demasiado altas o se hubieran hecho su particular película en la cabeza.
Para adaptar a Highsmith, contó con un maestro de la novela negra, Raymond Chandler, tras ver ‘Perdición’, de Billy Wilder. Le pareció tan extraordinario lo que Chandler y Wilder habían hecho con el material original de James M. Cain que, tras barajar otros nombres famosos —Steinbeck y Hammett entre ellos— se decantó por el padre de Philip Marlowe.
La relación no fue buena ni cordial. Hitchcock pensaba en imágenes y Chandler era muy literario. El cineasta tenía decenas de ideas y al escritor le gustaba que le dejaran trabajar en paz. Pero de esa tensión creadora surgió un guion portentoso, con infinidad de cambios respecto a la novela.
Es tremenda la cantidad de hallazgos visuales de Hitchcock/Chandler que no estaban en la novela, de los zapatos que abren la película al partido de tenis o el tiovivo enloquecido del clímax. Es reseñable el cambio de roles de los personajes y los giros de la trama. Todo ello hace que estemos ante una adaptación modélica en la que prima el espíritu sobre la letra.
Que el actor contratado para interpretar a Bruno fuera Robert Walker, aquejado de severos problemas mentales y que moriría al año siguiente de sobredosis, fue un brutal acierto de casting que confirma que, efectivamente, el malo era el favorito del director.
Jesús Lens