A mí también me aburre lo políticamente correcto. Me resulta cansino y, con su abuso, corremos el riesgo de convertir nuestra vida en insustancial, monocrómica, sosa y aburrida.
Por eso me han parecido tan interesantes las “Mariconadas” de Pérez-Reverte en el XL Semanal de ayer, donde contaba que estaba escribiendo un artículo e incluyó la palabra de marras en él. Acto seguido, anticipando la que se podía liar si la dejaba, optó por quitarla. “La semana pasada me autocensuré”, señalaba el académico. (Leer AQUÍ)
Me voy al diccionario. La primera acepción de mariconada, calificada de malsonante, dice así: “Dicho o hecho propios de un maricón”. La segunda: “Acción que molesta, causa un daño o encierra mala intención”. Y sugiere unos sinónimos: “Cabronada, guarrada, jugarreta”.
Cada vez que surge la cuestión de las palabras más polémicas del diccionario, los académicos se escudan en que solo es el reflejo del uso que la gente hace de ellas. Que el diccionario es el espejo de la sociedad.
Es entonces cuando nos topamos con la paradoja: dado que el diccionario recoge el término “mariconada”; escritores, periodistas, locutores, columnistas y tertulianos estamos legitimados a seguir usándola. Si nosotros la utilizamos, hay muchas más probabilidades de que la gente que nos lee y nos escucha la emplee habitualmente en su lenguaje cotidiano, lo que “obliga” a las autoridades lingüísticas a mantener el término en el diccionario.
¿Qué le aporta el uso de una palabra como “mariconada” a un texto, a una descripción o a un argumento? Salvo que quien la utilice sea homófobo, su uso demuestra prisa en la escritura, falta de imaginación o flojera para buscar otra expresión que, significando lo mismo, no contribuya a afianzar detestables estereotipos que, en una sociedad moderna y civilizada, ya deberían estar superados.
Como bien explica Pérez-Reverte, él no es homófobo y ha dado buena muestra de ello a lo largo de su carrera periodística y literaria. Entonces, ¿por qué considera que se ha autocensurado, en vez de sentirse satisfecho por haber desterrado de su lenguaje una palabra anacrónica y desfasada, fea, insultante y repugnante?
¿No debería estar orgulloso APR, como académico e influyente hombre de letras, de contribuir al arrinconamiento de palabras y conceptos que han perdido su vigencia? Si dejáramos de usarlas, no habría que prohibirlas. Ni que autocensurarse. Ellas solas se extinguirían, discretamente y sin hacer ruido.
Jesús Lens