Aquella noche habían clausurado los portales Series Pepito, Pepito Films y, en Francia, otro de las mismas características llamado The Pirate Bay. En concreto, al dueño de la plataforma gabacha también le habían congelado más de un millón de euros que tenía ingresados por el uso de su plataforma, pero eso no era óbice para que las Redes Sociales estuvieran ardiendo de indignación.
Reprimí mis ganas de unirme al debate, sobre todo cuando leí a un Internauta declararse profundamente conmocionado y dolido por lo que él consideraba una injusta prohibición del acceso a la cultura. Así lo había bautizado y así consideraba el cierre de las plataformas de descarga gratuita e ilegal de series y películas: un atentado a su derecho al acceso a la cultura.
Ya sabéis que, para mí, la cultura es algo más que un alimento para el alma. Es algo primordial, esencial y constitutivo de la esencia del ser humano. Así las cosas, traté en ponerme en el pellejo de aquel Internauta y, antes de entrar a discutir con él sobre los derechos de autor y otras menudencias, decidí tomármelo con calma y pasar el día reflexionando sobre el acceso a otros bienes y servicios que, como la cultura, me resultan de vital importancia.
Empecé por el café de la mañana. Ese primer café sin el que no soy humano y sin cuya ingesta estoy imposibilitado hasta para leer los titulares más gordos de los periódicos. Vamos que, sin café, no hay cultura que valga.
Como todas las mañanas, quedé con Pedro. Y tras comentar alguna cosa y hojear la página y media que el Marca le dedica, de media, al baloncesto (accedí gratis a él gracias a que estaba en la barra del bar, para uso y disfrute de los clientes), decidí que también iba a tratar de acceder gratis a aquel café:
_ Hoy pagas tú.
_ ¿Y eso?
_ Nada. Que solo tengo un billete de 50 euros y, hombre, así tan temprano, lo mismo no hay cambio en la caja…
Reconozco que no fui muy honrado, pero salí del paso y me tomé el café por la patilla.
Lo de comer fue más difícil. Como esa tarde tenía trabajo, fui a un bar cercano a la oficina y pedí unos huevos rotos con jamón y, cuando le planteé al camarero la posibilidad de acceder gratis a ellos, dado que comer es algo tanto o más importante que ver “The Walking Dead”, me miró revirao y tuve que jurarle que no me estaba quedando con él, que en realidad se me había olvidado la cartera y que me había dado fatiga. Que al día siguiente le pagaba. Porque mis 50 euros, ese día, no te tocaban. Y punto.
Pero lo peor y más incomprensible llegó a la hora de ir al gimnasio. Ya sabéis que todos los médicos, los suplementos de salud de los periódicos y hasta el vecino del quinto aconsejan que, para tener una salud más o menos potable, hay que hacer deporte. ¡La salud, joder! Que hablamos de la salud, nada menos. Más que de calidad de vida, hablamos de la pura supervivencia. Que entiendo que ver “True Blood” tiene mogollón de efectos positivos, pero que la salud es lo que importa.
Pues algo tan obvio y tan de cajón no lo quiso entender el maromo responsable del gimnasio de cuyas instalaciones traté de irme, sin pagar, después de haber disfrutado de una sesión de carrera en cinta para hacer cardio y de un amplio recorrido por los aparatos de musculación, para trabajar la potencia, antes de pasar por la sauna y el masaje, para relajarme y evitarle sobresaltos al corazón, tan delicado él, tan necesitado de mimos.
Le juré y perjuré que fijo que la Constitución, la Carta Fundacional de la UE y hasta la ONU incluían algo sobre el acceso a la salud en su articulado y disposiciones. Pero el hombre, un armario empotrado de 2×2 no estaba por atender a razones y, en este caso, la excusa de la cartera olvidada tampoco me sirvió, llevándome un par de collejas bien dadas, después de pagarle con el famoso billete de 50 euros.
Entonces me fui, lógicamente, al bar. Estaba seco. Deshidratado. Necesitaba beber. Y pensando que lo de dar de beber al sediento está recogido hasta en los Evangelios, me pedí una Alhambra Especial bien fría y, para empujar, unos callos y algo de morcilla. No por vicio, que conste, sino por miedo a sufrir una bajada de azúcar y la subsiguiente lipotimia.
No les voy a contar la que se lió con el dueño del bar cuando le hablé del derecho inalienable de cualquier ser humano a una alimentación digna. ¿Habrá una causa más justa que el acceso libre y gratuito a un bien de primera necesidad como es la cerveza?
Lo sé. Lo sé. Sé que me apoyas y estás conmigo. Pero el dueño de aquel antro no quería entrar en razón. Y lo peor fue que, como la sesión de gimnasio y cuidados corporales posteriores me habían salido por un ojo de la cara, de los 50 euros apenas me quedaban 10. Y como la primera Alhambra fue acompañada de otras dos o tres, además de por unas raciones de pescado, tan bueno para el colesterol, pues estaba a dos velas.
Menos mal que llevaba encima mi flamante Smartphone, con tarifa plana y descarga de datos, que para eso y para el wifi nunca deben faltar recursos, y le pude hacer al menda una transferencia, in situ.
Al salir, fui al cajero y saqué pasta. Al día siguiente tendría que invitar a Pedro, pagar lo de la comida y demás gastos propios del día a día.
Al llegar a casa, concienciado por lo caro que está todo lo referente al condumio, la manduca y la vida en general, entré en Internet y busqué al menda que, por la mañana, lloraba desconsoladamente por el cierre de Series Pepito.
Y le mandé un mensaje:
_Quillo, ¿dónde se puede pillar uno “Juego de Tronos” gratis, a partir ahora?
Jesús Lens