Para viajar al Malí, hace ya la intemerata de años, me tuve que poner mil y una vacunas. La mayoría eran voluntarias, aunque recomendables, incluyendo la profilaxis de la malaria, enfermedad que sigue sin vacuna. Pero había una sin la que no podías entrar a la mayoría de países de África: la de la fiebre amarilla. Era requisito sine qua non. Como tener el pasaporte en regla y pagar una morterada por los visados.
Nunca dudé en pincharme todo lo que me proponían los expertos del Centro de Vacunación Internacional, de la polio a la hepatitis A, el tifus o el cólera. Y la fiebre amarilla, claro. Porque, insisto, si no tenías tu carné de vacunación en perfecto estado de revista, te quedabas en tierra.
Quién me iba a decir, tantos años después, que volvería a estar preocupado por las vacunas y que la cuestión del certificado iba a generar tanta controversia en la Europa del siglo XXI. Vaya por delante que me quiero vacunar. Cuanto antes, mejor. Por edad me toca la AstraZeneca, que no parece tan buena y resolutiva como otras, pero entre el 0% de protección y el 75%, ¿qué quieren que les diga? Ojalá hubiera barra libre de Moderna y Pfizer, pero no es el caso.
Sorprende que muchos de los que hace unos meses dudaban de que las vacunas para la Covid-19 se pudieran desarrollar en tampoco tiempo, ahora se muestren desdeñosos ante una protección del 75%, mirándola por encima del hombro. Con cuatro millones de personas paradas y otro millón en ERTE, ponernos de forma masiva toda vacuna testada que esté disponible en el mercado es un ejercicio de responsabilidad social y solidaridad comunitaria. Y si ahora no nos toca la mejor, ya que hay personas de riesgo que la necesitan antes que nosotros, que nos pongan la siguiente en el escalafón.
¿Y la obligatoriedad? Tema espinoso. Ya antes de la pandemia detestaba furibundamente a los antivacunas por ser unos magufos egoístas que se aprovechaban de la inmunidad del rebaño, el ejemplo mejor acabado de los progres-regres, como los llamaría el hermano Ángel, célebre profesor de los Maristas.
Será complicado obligar a que todo el mundo se vacune, pero el cartel de ‘Reservado el derecho de admisión’ va a adquirir una nueva dimensión, hará correr ríos de tinta y no tardará en judicializarse. Yo, por si acaso, ya he desempolvado mi vieja cartilla de vacunación, tan bonica ella.
Jesús Lens