Entrada dedicada a mi Cuate,
que estaba convaleciente.
Cuando era niño, en mi colegio proyectaban cine por las tardes, de forma aleatoria, dependiendo del curso y la edad.
Quiso la mala suerte que un día en que yo no había ido a clase por estar enfermo, tocara cine. Al final de la jornada, hablé con un amigo por teléfono y me dijo que no me preocupara, que habían vuelto a poner “Los siete magníficos” y que, como ya la habíamos visto antes, no me había perdido nada.
Creo que, sin saberlo, entonces yo ya era un cinéfilo. ¡Cómo me dolió no haber podido volver a ver aquel maravilloso western, en pantalla grande, disfrutando de los cowboys justicieros cabalgando hacia el horizonte, mientras sonaba la música de Elmer Bernstein a todo volumen!
Esa fue, posiblemente, la primera vez que sentí y fui consciente de la enorme impresión que provoca volver a ver algo que te gusta, te emociona y te subyuga.
La ocasión más reciente en que he disfrutado esa sensación aconteció el pasado sábado, cuando entramos en el Fusión, después de una opípara cena en el Bahía de Salobreña y, tras besar y abrazar a Paco Carmona y a Concha, nos sentamos en una mesa, muy pegados al escenario.
Deja vu.
Paramnesia.
Experiencia de sentir que se ha sido testigo o se ha experimentado previamente una situación nueva.
Esa noche tocaba en el Fusión, de nuevo, Ernesto Aurignac. Sería la tercera que lo veíamos en los últimos meses. La primera, en el Magic, de la mano de la Asociación Ool Ya Koo Jazz Granada. La segunda, en el propio Fusión de Salobreña, uno de esos garitos con alma, con estilo, con fuerza y con personalidad arrolladoras. Como la de sus dueños, los referidos Concha y Paco, para quiénes la música es una forma de vida.
No es fácil sacarme de la Chucha, cuando estoy allí aposentado. Nada de fácil. Una vez que me dejo atrapar por el ambiente chuchero, por el relax y la paz de aquel lugar alejado de cualquier otro sitio, me cuesta horrores siquiera ir a comprar el periódico o a tomar una caña a Calahonda, por carca que esté. ¡No digamos ya trasponer a Salobreña, sabiendo que nos adentraríamos en lo más oscuro de la madrugada!
Pero, como si de volver a ver “Los siete magníficos” se tratara, no podíamos dejar pasar la oportunidad de disfrutar, una vez más, de la embriagadora fuerza de Ernesto Aurignac, del vertiginoso fraseo de sus ágiles dedos, acariciando cada recoveco de su saxofón con sus ojos cerrados, concentrado, metido hacia dentro, sintiendo cómo fluye la música por todo su ser. Y transmitiéndolo.
Cuando entra y sale del Fusión, aunque ya estemos en verano y el frío del invierno se haya alejado definitivamente de nuestras costas, Ernesto viste una sudadera con capucha. La vez anterior, llevaba gorra. No parece que eso de ser reconocido vaya mucho con un músico al que mi querido Colin Bertholet ha bautizado como “el Charlie Parker español”.
Sobre el escenario tampoco hace grandes alardes escénicos. Ernesto es un músico al que le gusta expresarse más a través de su música que de las palabras. Habla lo justo para nombrar los temas que va tocando y para presentar y alabar a los músicos que le acompañan. Y para hablar gloria bendita del Fusión, un lugar al que no tiene empacho en definir como su casa. En este caso, los músicos fueron los excelentes Phil Wilkinson al órgano Hammond y Joncar Guasch a la batería. Sobre sí mismo, Ernesto no diría ni media palabra.
Apenas a un metro del escenario, es imposible no quedar fascinado por la potencia y la brutal fuerza de Ernesto, tocando el saxo. Con su aspecto de boxeador, moviéndose por todo el escenario igual que un púgil baila en torno a su rival, agitándose arriba y abajo, estirándose y agachándose; agitándose mientras el jazz de clásicos como Bird, Sonny Rollings o Louis Armstrong se desparrama de forma torrencial por ese Fusión cuyas paredes, con cada nota de Ernesto, se iban fundiendo, a la vez que se va convirtiendo en más y más mítico con cada acorde.
Porque, y en esto también coincido con Colin, dentro de unos años (y no serán muchos) podremos ir presumiendo por ahí, proclamando: “Yo vi a Ernesto a un metro de distancia, en el Fusión de Salobreña”.
Y no una. Ni dos, sino tres veces. Y las que te rondaré. Porque siempre que Ernesto toque y yo pueda, allí estaré. En el Fusión. Y es que Ernesto y el Fusión son un binomio perfecto. Maridan extraordinariamente. Son, de hecho, una inmejorable pareja. Y ver cómo se funden, a lomos de la madrugada, es como volver a ver «The magnificent seven», cuando eres niño, con tus amigos del cole.
La próxima cita, posiblemente, el 27 de julio, en un mano a mano con el pianista José Carra que ya podemos anticipar, será memorable.
Yo de ti lo apuntaría, con letras de oro, en la agenda.
No te arrepentirás.
En Twitter: @Jesus_Lens