Llevaba tiempo sin leer a Ian McEwan. Mucho tiempo. Y al ver que había vuelto al género de espías, me lancé como un poseso sobre “Operación Dulce” ya que no solo el tema me gusta sobremanera sino que su memorable “El inocente” me impresionó, y mucho, en su momento.
Efectivamente, esta novela cuenta la historia de una joven estudiante reclutada por el MI5 británico. Pero no con el fin de convertirla en una superagente o tan siquiera en una sagaz analista, dada su especialización en matemáticas; sino para aprovechar una de sus grandes pasiones: su amor por la literatura y su compulsiva forma de leer (casi) todo lo que se publicaba en Inglaterra.
¿Con qué fin?
Con el fin de que ayudara a poner en marcha una fundación que apoyara a novelistas y otras gentes de letras que escribieran para socavar los fundamentos del comunismo, muy atractivos entre determinados colectivos de una Gran Bretaña sumida en el caos provocado por la crisis energética de los años 70, la huelga de los mineros del carbón y los atentados del IRA.
Pero la clave de la Operación Dulce radicaba en que los autores no podían saber quiénes les subvencionaban ni con qué fin; por lo que su proceso de reclutamiento era complejo. Y, después, el seguimiento de su trabajo, más aún.
Estas son las mimbres de una novela con muchos planos y dimensiones diferentes. Por un lado, el contexto. Esa Inglaterra confusa y confundida en la que la herencia de los hippies norteamericanos chocaba con una sociedad perpleja y atribulada.
Por otra parte tenemos el trabajo de los servicios de inteligencia. El trabajo sordo, aburrido y tedioso. Un trabajo en absoluto lucido, espectacular o reconocible. Un trabajo, sin duda, imprescindible, como bien saben los norteamericanos que nunca permiten que sus películas sean consideradas como un producto industrial más en las rondas de la Organización Mundial del Comercio. El cine, como la literatura, la televisión o la música, son instrumentos de exportación social y de colonialismo cultural de primer orden. Y hay que estar muy encima de ellos.
Y luego está la intrahistoria. Los personajes. Los protagonistas. Los secundarios. El día a día. La vida, o sea.
Me ha gustado “Operación Dulce”. Me ha parecido muy interesante su planteamiento y, sobre todo, me ha gustado el papel de la protagonista. Precisamente por su inconsistencia. Por sus carencias. Por sus dudas y debilidades. A fin de cuentas, hablamos de una veinteañera sin ningún don especial, en el sentido que solemos entender cuando hablamos de espías y de servicios secretos.
Y, además, hay un ejercicio metaliterario muy interesante del que no voy a contar nada, pero que incluye a personajes tan conocidos como los Amis, padre e hijo. O Ballard. Y tantos otros escritores que publicaban en aquellos excitantes años setenta.
Si quieres saber cómo es el mundo del espionaje, desde un punto de vista absolutamente nuevo y distinto, lee “Operación Dulce”. Y si dudas de que esa fórmula de luchar durante la Guerra Fría fuera utilizada, haz un googling y busca CIA y revista Encounter.
Jesús Lens