El grado de desarrollo de una sociedad, además de por el PIB, se mide a través de otros indicadores menos absolutistas, pero más importantes para el común de la ciudadanía. Se puede medir, por ejemplo, por cómo trata a sus colectivos más vulnerables: prestaciones, atención, facilidades, ayuda y apoyo…
Una sociedad desarrollada sería, también, la que no escatima en la educación, la formación y la cultura de sus ciudadanos, en el convencimiento de que la inversión en capital humano termina reportando el interés más alto y los réditos más jugosos.
Y luego están las partidas destinadas a los gastos en trabajo supuestamente inútiles. Trabajos inservibles y muchas veces invisibles, especialmente odiados por las administraciones ya que no permiten lucimiento alguno ni salir en la foto.
Desbrozar los montes antes del verano para prevenir incendios forestales o limpiar las ramblas y los cauces de los ríos en previsión de tormentas y crecidas; son de esos trabajos teóricamente inútiles e inservibles que, sin embargo, pueden terminar teniendo una importancia capital a la hora de prevenir tragedias.
Una sociedad moderna y desarrollada no puede confiarse a la suerte, abandonándose al azar y al albur de la naturaleza, siempre caprichosa e imprevisible. Tiene que ser jodido, para una administración, gastar un pastizal, un año tras otro, en trabajos que, al final, no sirven de nada. Trabajos inútiles, gracias a que ningún atolondrado conductor haya tirado ese año una colilla encendida al arcén de la carretera. Trabajos inservibles, porque ningún inconsciente excursionista haya decidido encender fuego para asar unas chuletas.
Una sociedad moderna y desarrollada no puede tener sus ramblas y cauces de ríos convertidos en estercoleros o en pequeñas sucursales del Amazonas, repletos de vegetación sin limpiar; y contentarse con mirar al cielo con los dedos cruzados, esperando que esa nube negra pase de largo y no descargue la gota fría en la comarca.
Ojalá, efectivamente, no caiga la gota fría. Y ojalá que el pánfilo de turno no decida quemar rastrojos un quince de agosto. Pero un país del primer mundo no puede confiarse a la ojalatería.
El ayuntamiento de Motril ha dado la voz de alarma sobre el lamentable estado de sus ramblas. Y, de momento, la Junta de Andalucía se limita a mirar al cielo, ¿fiándose quizá de las Cabañuelas y otros científicos y contrastados métodos de previsión climatológica?
Jesús Lens