Hay dos calles que me provocan tristeza y melancolía cada vez que paso por ellas. También un conato de esperanza. Una, la calle Tablas. La otra, Solarillo de Gracia. Son calles que albergan las ruinas de dos lugares básicos en mi formación mental y sentimental: la librería Urbano y Multicines Centro.
No puede ser casualidad que, años y años después de cerrar, ni la Urbano ni los Multicines hayan sido capaces de reconvertirse en algo diferente, como si los fantasmas de lectores y cinéfilos se resistieran a dejarlos marchar. Como si parte de nuestra memoria siguiera allí encerrada, recordando los libros que ojeamos y hojeamos, los que nos llevamos y leímos y los que allí se quedaron. Las películas que vimos, los tráilers que nos ilusionaron y los que nos decepcionaron.
Subo por la calle Tablas y recuerdo aquellos sábados en que me dejaba la paga semanal en la librería Urbano, comprando los libros amarillos de Anagrama, entre el realismo sucio y el nuevo periodismo. Después, las cañas en el Reca, con sus volaíllos y berenjenas.
Cruzo por Solarillo de Gracia y me acuerdo de los jueves por la noche, cuando volvía a casa y me obligaba a pasar por delante de los Multicines para ver los pósters con los estrenos de la semana, recién colocados. En las salas 7 y 8, los presumibles bombazos de taquilla. En la 1, 2 y 3; el cine minoritario y de autor.
Giro el cuello y allí sigue el Rialto, aunque completamente nuevo y remozado. Otro rito: salir del cine en silencio, cruzar la calle, entrar al bar, pedir las cañas y lanzarnos a hablar torrencialmente sobre la película.
Cada vez que contemplo los esqueletos de la Urbano y los Multicines, confluyen en mi interior el chavea que fui con el señor mayor cuyas canas se reflejan en el cristal de los escaparates. Cuando no tengo prisa, ralentizo el paso y mis neuronas provocan una mezcla de recuerdos y fantasía, creando un universo paralelo en el que sigo comprando libros y yendo al cine.
Jesús Lens