Como siempre empiezo a leer el periódico por atrás, este verano me estoy hartando de humor. O, para ser más precisos, me estoy poniendo las botas con las reflexiones humorísticas que IDEAL publica en contraportada. Aunque, siendo más rigurosos aún, lo que leo son las reflexiones acerca del humor hechas por los profesionales en la materia. Los humoristas, o sea. Los comediantes. Los monologuistas.
Escribo que el humor es algo muy serio a sabiendas de que caigo en el tópico. Asumo que es un chiste viejo y gastado, pero considero importante recalcarlo. Hace unas semanas, un inocente y bienintencionado juego de palabras en redes sociales sobre la carne de vacuno y las vacunas contra la Covid-19 terminó derivando en un choque dialéctico sobre los límites del humor, un tema recurrente. De ahí que me parezcan tan interesantes las reflexiones de los profesionales del humor sobre su trabajo.
Siempre he defendido que tratar de ponerle límites al humor es como ponerle puertas al campo. Sus lindes solo debería marcarlas el Código Penal. Hay determinados tipos de humor con los que personalmente no comulgo. Chistes a los que no encuentro pícara la gracia o que me repatean los higadillos. Supuestos profesionales del humor que no llegan ni a humo. Pero no se me ocurriría exigir su censura, prohibición o silencio forzoso. La nauseabunda, nefasta e inquisitorial cultura de la cancelación, o sea.
Ya se ha estrenado la nueva temporada de ‘The Good Fight’, serie por la profeso la misma devoción que los personajes de ‘Amanece que no es poco’ sentían por Faulkner. Lo tengo muy escrito: no hay serie más rabiosamente actual y subversiva. En uno de los episodios, el despacho de abogados donde transcurre la acción recibe un singular encargo del dueño de una plataforma de streaming: revisar el texto de una vitriólica monologuista para detectar qué chistes y comentarios podrían ser susceptibles de demanda por racistas, sexistas y todos los conceptos biempensantes acabados en -istas que se les ocurran.
El monólogo resultante, una vez pasado por las manos de los abogados, es infumable y no hace gracia a nadie. Es políticamente correctísimo e impecable, pero a costa de no provocar ni una mala sonrisa en los oyentes.
El humor, para ser bueno, siempre acaba yendo contra alguien. El humorista es tan libre para decidir hacia quién dirige sus dardos como el público para reírse con ellos… o no. Pero sin censura, por favor.
Jesús Lens