«Habiendo entrado por la puerta, ¿por qué salió por la ventana?»
Jesús Lens
Jesús Lens
…hay quién dice que no. Que no es momento, lugar ni ocasión para leer. Yo, sin embargo, lo adoro… Por si os apetece leer algo antes de dormir, os dejo mi cuento más reciente: «El soliloquio del soldado».
Hoy, Día de la Cruz en Granada, por si os apetece leer un cuento, os dejo este relatito que preparé con ocasión de una reunión de los Amigos del Buen Comer, para celebrar un Lunes al Sol. Tal que éste. A ver si os gusta.
El sol estaba a punto de salir. El soldado miraba incendiarse el horizonte con la claridad del amanecer. Aquella era una guardia muy especial. La última guardia. Y, quizá por ello, la soledad de aquellos instantes era mayor que nunca. Tantas horas ahí plantado, firme, impasible el ademán, concentrado en las tinieblas de la noche, esperando la salida del sol.
El sol. El astro rey. En su país, el sol ha sido tradicionalmente venerado y adorado, hasta el punto de que la moneda nacional, el Nuevo Sol, le rinde un más que merecido homenaje. La luna, el sol, la madre tierra… ¡la Pachamama!
Perú. ¡Su Ayacucho natal! Qué sorpresa se van a llevar sus vecinos cuando le vean volver y montar ese Bar-Restaurante al que piensa llamar, sencillamente, «El Sol». Y que abrirá sus puertas, paradójicamente, cuando empiece a caer la noche, para servir cenas y copas hasta el amanecer, con música, fiesta y alegría. Alegría. Qué necesaria la alegría. En su vida y en la de su región, asolada por la violencia del terrorismo de Sendero Luminoso primero y del terrorismo de estado después. Ayacucho, de dónde emigró con su madre, con rumbo a España, cuando a su padre lo desaparecieron una noche, sin que nunca más se supiera.
España. ¡Quién le iba a decir que después de haberse fogueado en las cocinas de algunos de los mejores restaurantes andinos de Madrid, la crisis económica le iba a echar al paro y el paro le iba a conducir a firmar un contrato de tres años con el ejército español!
Tres años. Tres años que ya tocaban a su fin. Tres años difíciles que, sin embargo, le habían permitido amasar esa pequeña fortuna con la que, ahora, iba a tocar el cielo, abriendo «El Sol». Porque su país volvía a ser pujante, activo y atractivo. Con el Machu Pichu como una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo y una vez finalizada la guerra civil encubierta entre los senderistas y la ultraderecha de Fujimori, una vez controlada la hiperinflación galopante y restablecida la confianza en las instituciones democráticas, el Perú se había abierto al mundo, el turismo llenaba de Nuevos Soles los bolsillos de los ciudadanos más osados y la gastronomía andina se había puesto de moda, atrayendo a los gastronómadas más exigentes del mundo. Y él volvía sin odio ni rencor. Volvía para vivir en su tierra. Otra vez.
Se estaba quedando dormido. La última guardia. La más larga. La más dura. La más solitaria. No iba a ser fácil despedirse de sus hermanos. Porque sus compañeros de regimiento eran eso, hermanos. Y, sin embargo, ya se veía en el aeropuerto «Jorge Chávez» de Lima, abrazado a sus primos y tíos, a la vuelta. Ya notaba el roce de los cuerpos, sentía los besos y veía las sonrisas. Qué pena que su madre, sin embargo, no quisiera volver. Que no podría a mirar a la cara a algunos vecinos, decía, sin sentir asco, miedo, vergüenza.
Por fin. El sol asomaba por el horizonte. Se terminaba la guardia. Miró el reloj. Su reemplazo tenía que estar a punto de llegar. Cerró los ojos un instante. Qué gusto sentir cómo el calor del sol acariciaba su rostro requemado y curtido, tras el frío de la noche. Por una vez no le importaba que sus compañeros se retrasaran unos minutos. Lo estaba disfrutando, ese baño de luz. Volvió a abrir los ojos. ¿Se había dormido? No. Pensó que no. Y, sin embargo, no creía haber escuchado al Muecín, llamando a la oración de la mañana. ¿O sí?
Allí estaban, efectivamente, el tío Paco y la tía Fabiola, esperando tras la cinta que servía de frontera entre los familiares y amigos que esperaban, ansiosos, y los pasajeros del avión que, tras haber sorteado los controles policiales y la aduana, después de haber recogido el equipaje, se precipitaban a su encuentro, nada más traspasar la puerta automática que les franqueaba, por fin, la vuelta a casa.
Se les veía mayores.
El paso del tiempo, que no perdonaba a nadie.
Las niñas, sin embargo, estaban preciosas. Aún vestidas de oscuro. Aún entre lágrimas. Estaban muy guapas.
– ¿Don Francisco Lorenzo?
– Sí señor.
– ¿Es usted el tío de Lorenzo Winston Lorente?
– Sí señor.
– ¿Tienen medios para transportar el féretro hasta Ayacucho?
– Sí señor. Ya lo tenemos todo previsto. Muchas gracias.
– Gracias a ustedes. Permítame decirle que su sobrino sirvió con honor en el campo de batalla y su muerte no habrá sido en vano. Siéntanse orgullosos de él. La cruzada por la democratización de países como Afganistán tendrá, algún día, resultados visibles y duraderos.
– Muchas gracias, señor.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
Este Cuento tiene más de 140 caracteres. Con espacios. O sea que no puede participar en ESTE concurso que proponíamos esta tarde. Pero, eso sí, os prometo que está basado en hechos reales… de hace apenas unas horas. A ver si os gusta.
Hoy viví una nueva sensación, corriendo.
¡Espera!
¡Alto!
No seas malandrín/a y cierres esta página, pensando que voy a volver a hablar de correr y de esas demencias propias de la secta de Las Verdes.
Por fi, dale una oportunidad a este relato, ¿vale?
Que sólo voy a contar lo que me pasó hoy, al ir corriendo, a eso de las 15.45 horas, por la zona del Asadero, en Cenes de la Vega.
El caso es que estaba corriendo muy flojo, despacio y premioso. Por eso alargué el recorrido hasta allí. Justo cuando crucé el puente que hay frente a la gasolinera y emprendí la vuelta a Granada, me adelantaron un papá con su hijo, en sendas bicicletas. Seguí avanzando y, al meterme en la alameda que comunica Cenes con la Fuente de la Bicha, en un recodo del camino, retrepados malamente en unos maderos, había dos sujetos, borrachos como una cuba, terminando de pimplarse, a morro, una botella de JB. Eran dos gandulones de unos veintipico de años. Con pintas. Y allí estaban, balbuceando y diciendo incoherencias. Nada especialmente grave u ofensivo, realmente.
Seguí mi camino.
Y me crucé con una chica digamos que espectacular. Alta, pelo castaño, gafas de aviadora, piercing en la oreja, vientre moreno, liso y al aire… una auténtica hermosura. No pude evitar (de hecho, no lo intenté) mirarla de soslayo, bajando aún más el ritmo de mi carrera.
Exquisita.
Y seguí adelante.
Entonces vi que padre e hijo habían detenido sus bicicletas y miraban hacia atrás. ¡Qué descaro, el de ese padre de familia, buscando con su mirada la retaguardia de la beldad que ya se alejaba de nosotros!
Pero no. Resultó que el hombre estaba buscando a su santa esposa y al pequeñín de la familia, que venían pedaleando un poquito más atrás. Y entonces lo ví claro. Al tipo tampoco le habían hecho ni pizca de gracia los dos borrachos de antes, por lo que comprobaba que su mujer e hijo no tenían problema alguno al pasar a su lado.
Y, en ese punto, sin siquiera pensarlo o planteármelo, cosa que siempre me ha gustado tanto como sorprendido de mí mismo (será por haber visto tantas películas), me di la vuelta y reemprendí la marcha… en sentido inverso.
La chica miró levemente hacia atrás y, la verdad, tuvo que llevarse un repullo de cuidado cuando se percató de que el mangallón de dos metros con pelado de marine americano, gafas de sol y camiseta roja del ejército español (aquella carrera de las Dos Colinas…) se había dado la vuelta y, sin que hubiera nada ni nadie a la vista, la perseguía.
Pero yo, impertérrito, la adelanté, justo unos metros antes de que llegara a donde estaban los borrachos que, nada más verla, habían empezado a soltarle esos cariñosos piropos, elegantes y tan castizos, sobre comerle hasta la gomilla de las bragas… ya sabéis. Y alguno de cosecha propia, sobre lo puta que era enseñando la barriga y lo que les gustaría hacerle.
Justo entonces, para coincidir en un improbable Cuarteto de Cenes, volví a darme la vuelta.
La chica estaba bastante azorada para siquiera cruzar una mirada conmigo. Y yo, más bien, miraba a los dos elementos, mientras continuaba con mi cansino trotar, girando continuamente la cabeza hacia atrás para comprobar que continuaban sentados, mientras la chica se alejaba a paso de Paquillo Fernández en marcha atlética.
Llegados a este punto, podría contarles que ellos se levantaron… y que yo les dije… y que entonces pasó que…
Pero sería faltar a la verdad y, sobre todo, me alegro de que las cosas transcurrieran de esa forma tan sencilla como inocua. Dos borrachos al sol, una chica guapa, unas groserías… y nada más.
Y, entonces, ¿el pomposo y pretencioso título de esta entrada?
Pues nada, amigos. ¡Un vil reclamo oportunista y sensacionalista para captar vuestra atención! 😉
Sólo me queda pedir perdón a la chica del pelo castaño por el susto que le di. Creo que entendió el porqué me di la vuelta y, supuestamente, la seguí. Podía haberle advertido antes acerca de los borrachos. No se me ocurrió. O haberla abordado justo antes de que llegara a su altura, pero lo mismo me habría dicho que quién era yo para meterme en su vida y que sabía cuidarse sola. De lo que no me cabe ninguna duda.
Así que, opté por actuar de esa manera.
Y, no sé si acertada o desacertadamente, así os lo cuento; orgulloso por haber protagonizado, presumiblemente, mi última buena acción de octubre del año 2009…
Jesús Lens, en plan Caballero Trotante.
PD.- Me preguntan que qué pasó con la Mamá pedaleante y el otro chiquillo, que a nadie parece importarles, que si aparecieron. Esto ocurrió: «Sí. Aparecieron. Y, de hecho, la mujer le cruzó la cara al hombre de un bofetón. Me quedó la duda de si por quedarse esperándola, demasiado alejado de los borrachos, o bien por estar mirando a la chica.
Me hubiera gustado preguntarles, pero estaba muy entretenido salvando a la mujer de vientre plano».
🙂
Huelga decir que es broma. Pero sí. Ella y el chavalito siguieron su camino sin problemas.
Correr 25 kilómetros por la Vega puede producir monstruos:
Allí se encontraba. En mitad de ningún sitio. Hacía unas semanas que había emprendido un camino difícil y complicado. Aún cargado de energía, ilusión y esperanza, tenía sus recelos. Sabía que la empresa no era fácil, los escollos eran numerosos y el sendero, serpenteante, tortuoso y, sobre todo, largo. Muy largo.
Pero se conocía. Se había preparado a fondo y estaba convencido de que, dando lo mejor de sí mismo, si la suerte y las circunstancias le acompañaban, culminaría la empresa con éxito.
Y allí se encontraba. En la mitad del camino. Seguir adelante o volver atrás no era una decisión que tuviera sentido. No había atajos, desvíos o trochas. Lo sabía cuando emprendió la marcha. De hecho, por eso había elegido precisamente esa ruta y no ninguna otra. Era parte del reto. Del encanto. Las había más fáciles. Más accesibles. Más cortas. Pero su camino era ése. La experiencia acumulada así se lo había indicado.
Y, sin embargo, había ocasiones en que, cuando se volvía para mirar de dónde venía y, después, se giraba para escudriñar el horizonte, se sentía perdido. En mitad de ningún sitio. Sólo se escuchaba el Silencio, pero ninguna señal era visible ni perceptible. Era lo que tenía el viajar sin mapa ni GPS. Que, muchas veces, el camino pinchaba por demás.
Pero no se arrepentía. Ni se preguntaba el célebre «qué hago yo aquí» que le había asaltado en otros viajes anteriores. No. Esta vez estaba absolutamente seguro y convencido de haber emprendido el camino correcto. El definitivo. Sólo que, a veces, se sentía perdido, cansado y desalentado. Solo.