SELVA

Esta entrada ENUMI, es muy especial. La Entrada Número Mil de esta Bitácora, Pateando el Mundo, que aúna buena parte de esas cosas que tanto me gustan. Espero que os guste. 

 

 
Para El Elegido.
Y para su Mami.
 

La selva era tan frondosa como impenetrable, pero a esas horas de la madrugada todavía se mostraba silenciosa. Como todos los días, aún no había salido el sol cuando Sikial dejó el lecho que compartía con su hijo, Kukulkán, para asearse, ordenar el pequeño cubículo en que ambos vivían, solos, y preparar el cacao que tanto gustaba al niño.


 
Salió de la cabaña y fue por agua. La selva empezaba a despertar. Ya se escuchaba el griterío de las crías de las aves pidiendo el desayuno a sus progenitores. Los monos y los macacos comenzaban a chillar, jugueteando entre las ramas de los árboles y los jaguares rugían, hambrientos.
 
Sikial estaba enjuagando ropa en la orilla del río cuando el primer rayo de sol que conseguía atravesar la tupida maraña arbórea le acarició la piel. Se puso de pie y se giró para recibir esa luz que siempre había considerado un regalo del cielo. Alta y esbelta, morena, bella y hermosa como sólo una diosa puede serlo, cerró sus ojos, de un verde tan abisal como el de la selva, su selva, y disfrutó de las caricias con que el astro rey la agasajaba aquella mañana. Un sol que hizo brillar con fuerza la figura del Cóndor que llevaba tatuado en su mano derecha.
 
De repente, los pájaros callaron, los monos enmudecieron, cesó el zumbido de los insectos y la selva quedó sumida en un imposible silencio. Un espasmo recorrió la espalda de Sikial: ya no la acariciaba el sol. ¿Había llegado la época de lluvias? No. No era eso. Empezó a hacer frío. Mucho frío. Y el sol, sencillamente, desapareció. Cuando no hacía ni una hora que había amanecido, volvía a ser de noche. Y Sikial corrió a su cabaña, para abrazar a Kukulkán.
 
A esa misma hora, pero a muchos kilómetros de distancia, en el palacio de Tikal, un hombre también fue a ver a otra persona que dormía. Entró en su estancia y, mostrando una sonrisa tan cálida como un latigazo en la cara, sólo dijo:
 
–         Ha ocurrido. Ahora sí. El final está cerca.
 

Cuando Sikial llegó a su cabaña, Kukulkán ya se había levantado y estaba practicando con su pelota de caucho. No llevaba puestas las protecciones habituales que usaban los jugadores en el terreno de juego, y que él había decorado con la hermosa imagen de un Quetzal. Decía que tenía que endurecerse. Y, antes de salir a cazar, quería repetir quinientas veces ese saque que tan famoso le había hecho en las canchas de Juego de Pelota de la región. De hecho, sus amigos le auguraban la mejor de las fortunas en el Torneo de celebración del Solsticio de Invierno, que se celebraría en la corte de Tikal el 21 de diciembre, exactamente el día en que Kukulkán cumplía doce años.
 
Unas semanas después del súbito oscurecimiento del cielo, en las que los días habían sido felizmente rutinarios, pacíficos y tranquilos, Sikial y Kukulkán iniciaron el viaje que debería conducirles a Tikal. Un viaje que les decepcionó enormemente cuando descubrieron que a sólo tres días del lugar donde vivían, la selva ya no era tan frondosa, apenas se escuchaba signo alguno de vida y el sol quemaba la tierra hasta provocarle profundas y dolorosas grietas. 
 
El 21 de diciembre amaneció con un sol radiante. Desde primera hora de la mañana empezaron a celebrarse los partidos de Pelota en las distintas canchas que había repartidas en el recinto palaciego. Kukulkán fue deshaciéndose de sus rivales con una cierta facilidad, aunque no estaba acostumbrado a jugar tantos partidos seguidos y, hacia el mediodía, comenzó a dolerle el muslo izquierdo, sobrecargado de tantos pelotazos como llevaba encajados.
 

A medida que el torneo transcurría e iban quedando menos competidores en liza, los supervivientes se observaban y analizaban unos a otros, en busca de las posibles debilidades o carencias de los demás. Aunque, en el fondo, todos sabían que el rival más temible era el único que, de momento, no había participado en ninguno de los juegos. El contrincante a batir era el gran Jun Junajpu, campeón de los últimos años.
 
Por tradición, el campeón sólo tenía que jugar la gran final. Un campeón al que su ya tradicional cinturón de cuero negro le acreditaba como miembro de Verdad Oculta, la facción religiosa más conservadora de los Mayas, intrigante y opuesta al reinado pacífico, abierto y tolerante de Wuqub, el joven monarca que había revolucionado la política de Tikal.

 
Jun se había entrenado con especial dedicación durante los meses anteriores al Campeonato de Invierno. Nunca se le había visto tan tenso, tan concienzudo y tan concentrado en su preparación. Desde que consiguió derrotar al antaño campeón, Kanul, apodado «el Águila», sólo vivía para entrenar y jugar a ese Juego de Pelota que, más allá de un sencillo deporte, era todo un rito mágico religioso de tradición cósmica.
 
Cuando Kukulkán venció a su último rival, clasificándose para la gran final, el público rugió con vehemencia. ¿Quién era aquel chiquillo, tierno e imberbe, desconocido por todos, que sólo contaba con el apoyo de una hermosa mujer en la banda? Mientras buena parte de los mejores jugadores estaban rodeados por todo tipo de consejeros y ayudantes, aquel niño sólo recibía el cariño y la fuerza que emanaban de los ojos verdes de su madre, dos esmeraldas que refulgían en su noble y patricio rostro de facciones fuertes, serenas e imperturbables. Ojos verdes tan intensos como la selva de la que ambos provenían.
 
Dos horas pudo descansar Kukulkán antes de ingresar en una cancha central repleta de espectadores, expectantes, que le acogieron con una cierta indiferencia. Sin embargo, la pasión se desató cuando, imponente y temible, Jun hizo su aparición en el terreno de juego cubierto con una desafiante capa negra con la que avanzó, lenta y parsimoniosamente, hasta situarse frente al palco de autoridades en el que el rey Wuqub, vestido de blanco riguroso, se hallaba prácticamente rodeado por miembros de Verdad Oculta.

 


 
Todo el mundo sabía lo que la vestimenta negra de Jun quería decir. Era un desafío al monarca que, nada más acceder a su trono, había proclamado que quería llevar a su reino una nueva era de luz y que haría todo lo posible por desterrar un gobierno basado en el oscurantismo y las tinieblas, que había dividido al país y lo estaba empobreciendo a marchas forzadas, en beneficio únicamente de los miembros de Verdad Oculta. 

 


 
Desde entonces, una guerra sin cuartel se venía desarrollando, de forma tan sorda como sangrienta, entre las bambalinas de palacio. Una guerra despiadada cuya batalla más decisiva se libraría en la cancha de Juego de Pelota, cuando las fuerzas del Inframundo se enfrentaran a las de la Luz en singular combate. Y, de acuerdo con las profecías, el día había llegado. Porque la fecha señalada era, precisamente, el 21-12-12.
 
Verdad Oculta, bien conocedora del significado último de las profecías, sabía que su jugador tenía que ganar el Juego de Pelota, abriendo la puerta cósmica al Inframundo y de esa manera, acrecentar su poder. Si no, la siniestra hermandad estaría en grave peligro. Porque, de ganar las fuerzas de la Luz, los habitantes del Centro del país, con su ave mística del Quetzal, conseguirían unir al Águila del Norte con el Cóndor del Sur. Resurgiría un país nuevamente unido para fortalecer el rescate de la auténtica identidad maya, secuestrada por el fanatismo de Verdad Oculta. De cumplirse la profecía, renacerían el arte, la tecnología, la ciencia y diferentes formas de medicina natural. Las auténticas autoridades indígenas volverían al poder y el país entraría en una era de entendimiento, convivencia en armonía, justicia e igualdad para todos.
 
Una nueva forma de vivir. Un nuevo orden social, tiempos de libertad. Un tiempo para caminar como las nubes, sin limitaciones ni fronteras; para viajar como las aves, sin necesidad de pasaportes; para viajar como los ríos, todos hacia un mismo lugar, un mismo fin. Como concluye la profecía: «Es hora de amanecer y de que se termine la obra».
                         
El Juego había comenzado. Y no iba bien para Kukulkán. Demasiado joven e inexperto, su cuerpo se resentía del castigo al que lo había sometido durante todo el día. La pelota de caucho con la que se practicaba el Juego era dura. Muy dura. Tanto, que la cadera y el muslo buenos del hijo de Sikial estaban amoratados y desollados. Aunque intentaba devolver los golpes con la derecha, no tenía tanta precisión ni fuerza como con la izquierda. Y, aún así, sólo iba tres tantos abajo, 18 a 15, de un total de 21.
 
Sikial pidió un tiempo muerto. Cuando vio llegar a su hijo, con una inequívoca expresión de derrota en su rostro, dos lágrimas aparecieron en sus ojos, pero consiguió reprimirlas. Tenía que transmitirle optimismo y confianza. Le acarició con ternura y, sacando un ungüento que ella misma confeccionaba con diversas plantas que encontraba en su selva, esa selva de la que ella obtenía toda su fuerza y sapiencia, se lo aplicó delicadamente en sus heridas.
 
Con un ajustado e inquietante 19 a 18 en el marcador a su favor, fue Jun quién solicitó el tiempo muerto. Y, de forma imprevista, pidió el cambio de pelota. Fue al lugar en que se encontraban las de reserva, eligió una y se la dio al árbitro, quién tras sopesarla detenidamente, intercambiando una mirada cómplice con el jugador de Verdad Oculta, la dio por buena.

 


 
Al público le extrañó que, estando en un momento tan importante del partido, Jun hubiese hecho un saque tan lento y poco potente. Pero la sorpresa de verdad vino cuando Kukulkán, abalanzándose sobre la pelota para rematar un tanto que creía suyo, nada más golpear el esférico, prorrumpió en un inconsolable grito de dolor mientras la pelota caía mansamente al suelo y el punto número 20 subía al marcador de Jun.
 
Fue necesario que dos personas ayudaran a Sikial a llevar a su hijo hasta el lateral del campo. Tenía tres minutos para conseguir que volviera a la cancha, pero esta vez, no pudo evitar que afloraran las lágrimas. Era imposible que el niño volviera al Juego. La pelota que Jun había puesto en juego era ostensiblemente más pesada de lo permisible y el muslo estaba definitivamente destrozado. Buscó con la mirada al árbitro, pero le encontró departiendo con Jun y supo que todo había terminado.
 
De repente, un rugido volvió a sacudir las gradas y antes de que Sikial pudiera saber qué ocurría, se encontró con que un hombre enorme, casi un gigante, se cernía sobre su hijo. No supo la razón, pero confió ciegamente en él, aunque Kukulkán gritó con desesperación cuando el recién llegado empezó a masajear su muslo herido.
 
Y un nombre empezó a escucharse entre el público, con intensidad creciente ¡Kanul! ¡Kanul! ¡Kanul!
 
Efectivamente, el hombre que se afanaba en la recuperación de Kukulkán era el antiguo campeón, caído en desgracia tras romper con Verdad Oculta. Pero cuando transcurrieron los tres minutos reglamentarios para que los jugadores se reintegraran al juego, el más joven aún estaba tendido en el suelo. Las manos de Kanul, decoradas con la imagen del Águila que tan famoso le había hecho, no conseguían recuperar el músculo dañado.
 
El árbitro se dirigió al centro de la cancha, dispuesto a proclamar la victoria de Jun cuando Kanul, tras explicar a Sikial qué tipo de masaje tenía que aplicar a la pierna de su hijo, se puso en pie y tranquilamente se dirigió a donde se encontraba Jun, sentado, esperando la resolución del árbitro. Se plantó frente a él e, inflexible y gravemente, pronunció las siguientes palabras, que retumbaron en toda la pista central:
 
–         ¡Jun! ¡Eres un gran campeón! ¡El más grande! Hace tiempo me venciste en buena lid y desde entonces, tu dominio en el Juego de Pelota ha sido incontestable. Hoy, un hombre que todavía es un niño, está haciendo historia en Tikal. ¿Cómo quieres que las crónicas reflejen tu más que segura victoria, en el día más importante?
 

Kanul volvió al lugar en que se encontraban Sikial y Kukulkán y siguió masajeando el muslo del atleta. Diez minutos después, éste consiguió ponerse en pie. Y cuando se aprestaba a reingresar en la cancha, Kanul lo rodeó con su poderoso brazo y, señalando al lugar que ocupaba el Rey Wuqub en el palco y, justo después a su madre, quedamente y al oído le dijo unas palabras que nadie consiguió escuchar.
 
Kukulkán volvió a la cancha. Y las crónicas de ese día cuentan que el niño que había abandonado la cancha llorando desconsoladamente, regresó convertido en todo un hombre. Incluso parecía haber crecido varios centímetros. Contaron las crónicas que una especie de aura le rodeaba y le protegía cuando, sin apenas dificultad, respondió a todas las pelotas que Jun le envió, aún cargadas de los más venenosos efectos. El Quetzal que decoraba su cinturón brilló con fuerza y luminosidad. Y así anotó los tres tantos consecutivos que necesitaba para ganar un Juego de Pelota que pasó a los anales de la historia, mientras Sikial y Kanul sonreían, con los dedos de sus manos entrelazados.
 
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
 
(*) Para la ENUMI, esta Entrada Número Mil de Pateando el Mundo, además de escribir un relato y ambientarlo en alguno de los países lejanos que tan me han gustaron; quería usar una de esas historias milenaristas sobre el fin del mundo. La profecía maya del 21-12-12 es radicalmente cierta, aunque la lectura que yo he usado es la más positiva y benevolente. Porque las lecturas más catastrofistas de la profecía señalan  que el 21-12-12 se termina el mundo.
 
Personalmente confío en El Elegido, para que nos salve. Un chavalito que, precisamente ese día, cumple 12 añazos. Este relato va por él. Por nuestro Kukulkán granadino.

Con sus imprecisiones y libres adaptaciones históricas, recuerden que lo anterior es un Cuento y que su autor es un Cuentista. Ni un historiador ni nada semajante. Un Cuentista de tomo y lomo. Y un pésimo fotógrafo, como se acredita con las imágenes que ilustran el Texto.

ASESINATO CREATIVO II

Hace unos días, con tal de no ponerme a trabajar en uno de esos proyectos de largo alcance que tantas energías consumen y adicciones provocan, escribí un cuento llamado «Asesinato creativo». Fue bastante bien acogido por los amigos, pero hubo quién pensó que el final era un churro.

 

Al estar bastante de acuerdo con el preclaro y contundente diagnóstico de mi querida Silvia, habitualmente SILENCIOsa, pero que cuando habla, sube el pan; hice una ronda de consultas blogueras a través de una entrada titulada «¿Triste y solitario, ese final?» y el resultado fue abrumadoramente favorable a que la historia continuara, en busca de otro final.

 

Como uno es demócrata convencido, acepta el reto PERO que conste que, siendo la mano que aporrea la tecla, me hago responsable de lo que escribo, pero la responsabilidad por la continuación de la historia, si os aburre, decepciona o cansa, es de Silvia, como líder de la Silvirrevolución, y de todos los que la apoyasteis con tanto convencimiento como vehemencia.

 

¡Va por todos vosotros y, por supuesto, por Silvia, la primera!  

 

 

 

Aunque intentó mantenerse impertérrito, como cuando jugaba al Impávido en sus partidas de póker de los últimos jueves de cada mes, el Juez Bárcenas dejó traslucir un leve asomo de emoción, que no pasó inadvertido al Fiscal, al escuchar el vibrante alegato de Bermellón. Un Fiscal bien acostumbrado a escrutar el rostro de sus interlocutores, no en vano, Candelo Pérez Moliner, apodado como Tricky en los juzgados por su inveterada costumbre de proponer acuerdos a los acusados a los que intentaba condenar; era uno de esos hombres que gustaba de salir por la noche a la caza de otros hombres que también entendieran. Y para eso, había que fijarse en los detalles, las señales y los gestos.

 

  • El guión.
  • ¿Cómo?- dijeron al unísono tanto el acusado como el fiscal.
  • Digo que, en el origen de este embrollo, lo que hay es un guión ¿no?
  • Pues… sí- se vio obligado a reconocer el fiscal. -¿Y?
  • Pues que, si no tienen inconveniente, antes de tomar una decisión sobre qué hacer con el detenido, me gustaría leer el guión de marras. ¿Cree usted que será posible, Sr. Bermellón?
  • Hombre, señoría, no es que yo desconfíe de usted, pero la verdad es que todavía no está registrado…

 

Definitivamente, aquel chiflado le caía al Juez mejor que bien.

 

  • ¿Pretende usted decirme que piensa que voy a irme con el guión a la SGAE y registrarlo a mi nombre?
  • No, pero claro… un descuido, un manuscrito que se pierde, alguien que lo encuentra… y no vea usted cómo está el patio de la SGAE, como para pedirles que rectifiquen en algo… ¡Menudos son esos tipos!

 

Y el Juez se vio obligado a dar su palabra, a un presunto asesino, de que sería extremadamente cuidadoso con el manuscrito en cuestión, dejando aplazada la resolución de la comparecencia hasta el día siguiente, con el detenido en el calabozo y el Secretario judicial y Tricky, el Fiscal, intercambiando una imposible mirada de estupefacta complicidad ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

 

Porque el Secretario, Don Augusto López de Castañeda y Ayllón era uno de esos adustos y austeros caballeros de honesta carrera judicial que ni compartía ni entendía las desviaciones de personas como Candelo. Y que, por el bien de la judicatura española, renunció a ser él mismo Juez ante las peculiaridades, extravagancias y cuasi locuras del titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Granada, ese Don Juan Bárcenas que pugnaba por igualar en lo mediático al otro Gran Juez de la capital nazarí: ese Juez de Menores, Calatayud.

 

Y es que, cuando los medios de comunicación le hurtan a un miembro de la judicatura su nombre de pila para bautizarlo nada más que con el apellido y delante, a modo de sobrenombre, el término «Juez»… malo. Que si el Juez Garzón por aquí, que Juez Grande-Marlaska por allí, el Juez Calatayud por acullá y, más recientemente y siempre polémico, el Juez Bárcenas.

 

¿Qué sería de ese Juzgado número 3, si Don Augusto no estuviera en él, mañana, tarde y noche, intentando minimizar los estragos de un juez chiflado y un fiscal mar… gay perdido, como dicen ahora los políticamente correctos?

 

CONTINUARÁ.

ASESINATO CREATIVO

  •  ¿Usted sabe lo que es el crowdfunding?
  •  ¿Perdón?
  •  Pues mal empezamos.

 

El inspector López salió del calabozo dando uno de esos portazos susceptibles de provocar, por sí mismos, un terremoto devastador.  

 

  •  ¿Ha llegado ya el maldito abogado de oficio?- bramó López, mientras se iba para su despacho, mascullando entre dientes.

 

Pero, sin llegar a sentarse en su sillón, enfiló para el bar.

 

  •  A ver, Jorge. ¿Tú sabes lo que es el crowdfunding?
  •  ¿Un nuevo deporte de riesgo en los que cualquier gilipollas paga una pasta gansa para que le suba la adrenalina, supuestamente jugándose el tipo, pero en realidad más seguro que el Air Force One?
  •  Pues será. Anda. Ponme un Pampero con Coca-cola Zero, que no estamos más que a dos de septiembre y ya estoy hasta los cojones.

 

Volvió a la comisaría. El abogado seguía sin aparecer y el fiscal quería irse a casa a ver el resumen del partido del Real Madrid, que, aunque quisiera ocultarlo, el CR9 le ponía cantidad.

 

  •  A ver, López. ¿Qué pasa con el detenido del siete?
  •  Que dice que la culpa fue del crowdfunding. Y de un cuñado suyo adicto a Internet. Que lo hizo en estado de necesidad y en legítima defensa creativa.
  •  En serio, López, ¿has superado realmente lo de Paulina?

 

Y cuando López iba a contestarle al fiscal que lo de Paulina lo había superado a través de las bondades de la boca de su hermana, y no por lo bien que hablaba precisamente, apareció el abogado. Un pipiolo. Para variar. Traje de chaqueta, gomina a espuertas y una de esas carteras, seguramente regalada por sus orgullosos suegros, que costaba lo mismo que él cobraba en un mes… guardias, mordidas y coimas incluidas.

 

  •  Señor abogado, que es verdad que yo le maté.
  •  ¡Calle, hombre, calle! ¿No ve que ya le han leído sus derechos y que todo lo que diga puede ser usado en su contra?
  •  Pero si es que no lo puedo negar. ¿Para qué? El portero de su casa me trincó con las tijeras en la mano y todo cubierto con su sangre. Hay testigos, tienen el arma del crimen con mis huellas en ella, todas las pruebas de ADN que quieran y, además, había motivo. Y ahí es donde radica el quid de la cuestión y la única defensa posible, señor abogado.
  •  Y el motivo es…
  •  El crowdfunding.

 

López pudo sonreír. Por fin. El pipiolo interrogaba con la mirada al veterano policía, angustiado, intentando buscar su complicidad para encontrar algo de luz en las palabras de su defendido. Como toda respuesta, López dedicó al abogado un leve arqueo de cejas que, traducido, venía a significar algo así como «¡chúpate esa, mete el crowdfunding en tu carterita, la enrollas y te la embutes por el culo, pijo de mierda!»

 

  •  ¡Ah! El crowdfunding… ya. Eso es algo parecido a la estafa piramidal de Madoff, pero en versión más sofisticada, ¿verdad? Creo que leí algo sobre ello en las páginas sepia del periódico del domingo…
  •  Pero ¿de qué coño está hablando? ¿Y usted es mi abogado? Creo que lo mejor será que me defienda yo mismo.

 

Y, efectivamente, renunció a que el abogado le representara en la comparecencia ante el Juez de guardia, en la que el fiscal solicitó el ingreso en prisión sin fianza de Andrés Berbellón, acusado del asesinato de Matías Angulo, al que degolló, acuchilló y medio desmembró con unas afiladas tijeras, tras sostener con él una acalorada discusión.

 

  •  Y la culpa dice usted que fue…
  •  ¡De mi cuñado!
  •  Ahhhh. Vale. Su cuñado. ¿Y eso?
  •  Porque mi hermana y yo habíamos heredado un dinerito. Y no sabíamos qué hacer con él. Con esto de la crisis, ¡como para embarcarse en algún piso! Y ni pensar en la Cuenta Naranja de un banco que no existe y que cualquier día, en vez de Naranja, se pone rojo como un tomate. Y entonces llegó él. El espabilado. El listo. El E-cuñado, como a él le gusta definirse.
  •  ¿E-cuñado?
  •  Sí. ¿Usted no tiene en su familia a un cuñado que hace paellas los domingos o que lo sabe todo acerca de los últimos modelos de coches?
  •  Hombre, la verdad… pues sí. A mí me ha tocado el paellero.
  •  A mí, sin embargo, me ha tocado el cuñado del siglo XXI. El cíbercuñado. El que está todo el día enganchado a Internet. Y el que descubrió el crowdfunding…

 

El Juez tenía que reconocer que aquel tipo le caía bien. Sinceramente, él mismo había barajado, más de un sábado, la posibilidad de contratar a un sicario que matara a su cuñado el paellero, por la vía de hacerle tragar kilos y kilos de arroz pasado, requemado y pastoso… Eximente completa, quizá no, pero todo el mundo sabe que cargarse a un cuñado, por lo general, lleva implícita una cierta carga atenuante…

 

  •  Pero usted no ha matado a su cuñado…
  •  Ya. Pero en cuanto decrete usted mi libertad, créame que pienso estrangularlo con mis propias manos.

 

Decididamente, aquél tipo le caía mejor que bien… de hecho, empezó a fantasear con la posibilidad de soltarlo a cambio de que aplicara una oferta «dos por uno» en eso de llevarse por delante al cuñado.

 

  •  ¿Está usted loco? Olvide sus desbarros y explique de una vez qué tiene que ver su cuñado con Matías Angulo y con el crownfulling ése…
  •  ¿Crownfulling? Señoría, por favor. Aunque nuestra monarquía empiece a dar risa, no estamos aún en la Inglaterra del príncipe Charles… ¡CROWDFUNDING!

 

El juez dio un respingo que casi le tiró de la silla, ante la exclamación del detenido.

 

  •  Lo mismo me pasó a mí, Señoría. Casi me incrusto en el techo cuando el capullo de mi cuñado gritó la palabrita de marras, como si hubiera encontrado la piedra filosofal o el arca de alianza, a través de Internet.
  •  ¿Y podría usted explicarnos, someramente, qué es eso?
  •  Crowdfunding. Unión y fuerza. Técnicamente, se describe como «la forma que tienen los nuevos creadores de sacar partido de la Red, gracias a la obtención instantánea de datos, información, publicidad y dinero.»
  •  O sea, que le timaron por Internet a través de una nueva modalidad de pshishing con nombre de estilo clásico de natación… a través del que le limpiaron la cuenta bancaria hasta bien el fondo…
  •  ¡Que no! Que no es tan sencillo.
  •  Ya me parecía a mí…
  •  En pocas palabras, de lo que se trata con el crowdfunding de los cojones es de captar socios capitalistas para que financien la producción de películas y, dependiendo de lo que aporten, además de que su nombre aparezca en los títulos de crédito y de participar en un hipotético reparto de beneficios, los inversores tienen derecho a participar en el proceso creativo de la misma.

 

Y el Juez se quedó, lógicamente, más estupefacto aún. Si cabe.

 

  •  Perdone, pero yo entiendo ni una palabra de lo que me está usted contando…
  •  Pues más claro, el agua. Matías Angulo es el director de la película. O lo era. ¡Menudo cretino! ¿Se puede usted creer? Teníamos una historia fabulosa sobre la que trabajar. En eso, el memo de mi cuñado tenía razón. ¡Pedazo de historia! Tan buena era, que no sólo invertí en el proyecto el importe completo de la herencia, sino que, a medida que la preproducción necesitaba de más y más fondos, hipotequé mi piso de la ciudad y el apartamento de la playa y hasta pedí un préstamo personal a mi Caja de Ahorros de toda la vida.
  •  ¿Como?
  •  Claro. Al principio iba a ser una película modesta, de ínfimo presupuesto. Pero a medida que me metí a fondo en la escritura del guión, me di cuenta de que la historia era demasiado buena como para desperdiciarla en una cutreproducción de tres al cuarto.
  •  ¿Y qué pasó?
  •  Pues que llegó Matías a joderla. Que llegó el directorcillo ése de las narices, un mindundi, un don nadie recién salido de la Escuela de Cine de Barcelona, al que no conocía ni Dios, y empezó a hacer cambios en mi guión. Que la productora había firmado con él un contrato en el que le permitía hacer y deshacer a su antojo. A ese miserable.
  •  Pero ¿por qué habla usted de su guión con tanta insistencia? ¿No era un trabajo creativo comunitario?
  •  ¡Comunitario y unos cojones! ¡Mío, mío! ¡Era mío! ¡Yo lo pagué! ¡Era mío! ¡Yo había escrito! Eran míos tanto el guión como la película. ¿No lo entiende? Yo había puesto la pasta y aquel indeseable quería robar mi proyecto, destrozarlo, poseerlo, hacerlo suyo…

 

Es un relato de Jesús Lens Espinosa de los Monteros y…  CONTINUARÁ… 

…por culpa de ESTO.  

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EL BESO DEL VIAJERO

Dedicado a Silvia y su Caracolillo,

a punto de emprender un precioso y emocionante viaje.

Con todo cariño.

 

 

 

Hoy publica IDEAL este cuento, El Beso del Viajero, también dedicado a quiénes estos días van y vienen por esos mundos, viajando, en el mes nómada por excelencia.

 

La leyenda del conocido como Beso del Viajero está documentada, por primera vez, en la tradición cristiana de las Cruzadas, aunque en realidad hunde sus raíces en el pasado más remoto ya que, desde que el hombre es hombre, se ha embarcado en peligrosos y complicados viajes que le han hecho evolucionar, desarrollarse y llegar a convertirse en lo que hoy es.

 

Cuenta la historia que un niño llamado David Delacroix se enroló en una de las expediciones militares que, desde el sur de Francia, partieron hacia Tierra Santa para librar a Jerusalén del poder de los infieles. En el año 1212, después de que varias Cruzadas anteriores hubieran fracasado, se desató una especie de fiebre o locura según la cuál, en la raíz de las derrotas cristianas estaba la falta de pureza e inocencia de los cruzados, de forma que únicamente un ejército de soldados puros estaría capacitado para reconquistar Jerusalén.

 

En ese momento de efervescencia puritana, surgió un predicador de sólo doce años de edad que organizó la que se llamaría Cruzada de los Niños, en la que miles de imberbes partieron de Francia para iniciar una travesía marítima que les habría de llevar a Tierra Santa. En realidad, la mayoría nunca llegó siquiera a desembarcar en sus puertos de destino, dado que los capitanes de los barcos prendieron a los niños y los vendieron como esclavos por diferentes puntos del norte de África.

 

Uno de esos niños fue el pequeño David, que daría con sus huesos, junto al de otro puñado de jovenzuelos, en una desértica ciudad perdida de Mauritania, construida en adobe, de la que era imposible escapar, sencillamente, porque no había a dónde ir, una vez traspasados los gruesos muros que la defendían.

 

Nacido en la húmeda y verde Bretaña, David creyó morir cuando lo arrojaron al secarral en que residía el sátrapa que le había comprado como esclavo. Pero siendo tan joven como vitalista y entusiasta, no se dejó invadir por la desesperanza y, casi sobre la marcha, empezó a discurrir la forma de escapar de allí y volver a casa.

 

Los pobres chicos que le acompañaban en su encierro, sin embargo, sí se mostraron mayormente tristes y abatidos. Y David decidió aprovecharse de ello: a través de sus ojos vivaces, de la chispa de su mirada, se ganó la confianza de la señora de la casa, que no podía soportar el aspecto de corderos al borde del degüello del resto de los nuevos esclavos.

 

David se convirtió en el favorito de la señora, erigiéndose en el preceptor de sus hijos y, como recompensa por su trabajo, esfuerzo y dedicación, tenía permiso para comer los mejores manjares y beber toda el agua que se le antojara. Además, tenía acceso a la pequeña, pero completa biblioteca del señor. No por casualidad, cuando estaba solo, subrepticiamente, se dedicó a estudiar con ahínco los libros de geografía de la zona y, sobre todo, los mapas que señalaban en qué puntos había agua, dónde las caravanas podrían abastecerse.

 

Hasta que, un día, se sintió preparado para emprender la fuga. Como bien sabía David, escapar de la estancia no era complicado. La vigilancia más estrecha se hacía sobre los establos en que se albergaban los camellos que se empleaban para el transporte de personas y mercancías por el desierto. Sencillamente, nadie en su sano juicio emprendería el camino a pie.

 

Y, sin embargo, las ganas de huir de David estaban por encima de cualquier juicio, prudencia o frío análisis de la situación. Por eso, cuando cayó la noche más oscura sobre el desierto, una de esas noches sin luna en las que nada se ve a un metro de distancia y sin haberles avisado previamente, para evitar delaciones, el aguerrido muchacho bretón convocó a sus compañeros de infortunio y les alentó a fugarse con él. Quizá por la sorpresa, seguramente por la rapidez en que se vieron obligados a tomar la decisión, todos aceptaron.

 

Sin titubeos, mostrándose seguro de sí mismo, David condujo a los chicos a través del desierto, alejándose lo suficiente de las vías de comunicación establecidas en los mapas como para no ser descubiertos por sus captores, pero manteniendo un rumbo fijo y paralelo a las mismas, caminando de noche y descansando de día.

 

Mejor alimentado que los demás, a medida que los rigores del camino empezaron a pesar en el ánimo de los jóvenes en marcha, David se sentía en la obligación de alentarles, animarles y convencerles de seguir adelante. Por eso era habitual verle acercar sus labios a sus oídos y susurrarles palabras de apoyo, apelando al recuerdo de sus familias y sus lugares de origen. Y cada vez que hacía ese gesto, era como si depositara un beso en la mejilla de los esforzados cruzados del desierto.

 

Sabiendo que, si iban al primer pozo de los señalados en los mapas caravaneros se encontrarían allí a sus captores, esperando tranquilamente a prenderles, David condujo a su ejército de derrotados infantes, directamente, al segundo de los abrevaderos. A nadie se le habría ocurrido pensar que dicha idea fuese siquiera planteable ni, desde luego, remotamente ejecutable.

 

Y, sin embargo, paso a paso, palabra a palabra; los que parecían niños demostraron ser más fuertes y duros que los más talludos guerreros del desierto. Y gracias a esas palabras que David dejaba caer en los oídos de sus compañeros, a esos aparentes besos viajeros que depositaba cariñosamente en sus mejillas; consiguieron arribar al segundo pozo, donde se encontraron con una caravana de comerciantes que, impresionados y conmovidos por la gesta de los Niños Cruzados, les acogieron y protegieron como si fueran sus hijos.

 

Cuando los jóvenes arribaron a Francia y regresaron a sus localidades de origen, todos contaron cómo consiguieron sobrevivir gracias a aquellas palabras, a aquellos besos que David les iba dando cuando las cosas se ponían mal.

 

Desde entonces, cuando un viajero se aprestaba a iniciar su periplo, la gente que le quería y le apreciaba le cogía en un aparte y, dándole los últimos consejos, bendiciones y parabienes de forma íntima y silenciosa, sellaba su despedida depositando sus labios, con ternura, en su mejilla, dándole ese Beso del Viajero que ya es leyenda.

 

Un beso noble. Bienintencionado, cariñoso y cargado de sentido. Un beso para bendecir el camino del viajero.  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LA RAZÓN

Esa noche había puesto «Inland empire», de David Lynch, en el DVD. Aguanté despierto la primera hora. Después… no lo pude evitar. Cerré los ojos sólo un momentito… y Morfeo se adueñó de mí.

 

Tras lo que yo hubiera jurado que apenas habían sido unos minutos de sueño reparador, me despertó el estrépito de la maldita televisión. La película había terminado, el DVD se había apagado y la tele, que seguía encendida, se había conectado a alguno de los cutrecanales locales.

 

Medio adormilado aún, esperando encontrarme con el careto del alcalde o el de algún otro preboste de la ciudad, me fijé en las imágenes que proyectaba la caja tonta. Y no di crédito a lo que veía.

 

¡Aquella era mi casa!

 

Me froté los ojos y, de un salto, me incorporé del sofá. A través de la pantalla podía ver mi buganvilla y, justo delante, a un bombero, sosteniendo con fuerza una manguera de la que emergía un potente chorro de agua.

 

Cambió la panorámica de la cámara.

 

Enfocó a la puerta de la casa, a través de la que salía una notable cantidad de humo. Y, de repente, un sanitario salió de dentro, arrastrando una de esas camillas con ruedas. Sobre ella, a un tipo moreno le habían puesto una mascarilla. Los rostros del resto del séquito que salía del interior de mi vivienda no hacían presagiar nada bueno.

 

Y en ese momento, cuando inspiré profundamente para llenar los pulmones de aire, intentando contener la ansiedad que me invadía, lo noté.

 

Olía a quemado.

 

Entonces lo comprendí: una vez más me había quedado dormido, viendo una película, mientras me fumaba ese maldito cigarro por el que ella tantas veces ella me había regañado, antes de abandonarme, llevándose consigo a los niños, tras nuestra enésima bronca por mi afición al vodka y al tabaco nocturnos.  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.