La salaílla de la suerte

– Mira que eres raro –piensa.

Se le nota. Y, en realidad, tiene razón.

En la panadería en que compro el pan, con cada barra, unas veces te regalan una salaílla y, otras, un pitufo.

Aleatoriamente.

Yo prefiero las salaíllas. Me encanta, por la tarde, abrirlas por la mitad y rellenarlas de jamon York y queso. Los pitufos también están buenos, pero prefiero las salaíllas. ¡Dónde va a parar!

Hoy me ha tocado salaílla.

Y me he puesto tan contento.

– Si prefieres la salaílla, ¿por qué no se lo dices a la panadera, y ya está? –piensa.

– También podría comprarla. Y punto. Pienso. Pero ¿dónde quedaría entonces la sorpresiva alegría mañanera de esos sábados y esos domingos en que la diosa fortuna, materializada en la mano inocente de la panadera, me recompensa con el sencillo premio de una tierna, jugosa e imprevista salaílla? Me gusta, por las tardes, disfrutar de la salaílla de la suerte, rellena de jamón York y queso…

Pero mira que eres raro… -no deja de pensar.

Jesús a-veces-salaíllo Lens

Una carrera loca

¿Os acordáis de que, hace unos días, buscábamos a una chica? Pues ha aparecido. Pero no veáis cómo. Y como lo prometido es deuda… ¡feliz pre-Semana Santa!

Los que corréis, aunque sea de vez en cuando, me entenderéis. Los demás, seguramente no.

El caso es que era sábado por la mañana. Y había salido a correr. Era uno de esos sábados de primavera en que el calor llega de golpe y te pilla desprevenido, de forma que sudas más de lo previsto y las reservas de líquido se acaban antes de completar el recorrido. ¿Conocéis esa sensación de deshidratación, cuando la saliva se convierte en una especie de densa pasta blancuzca?

Volvía a casa, aniquilado por el calor y deshidratado, corriendo por la calle Torre de la Pólvora hacia abajo. Para los que no seáis de Granada, sólo diré que los sábados por la mañana, toda esa avenida está tomada por la popularmente conocida como Marcha Verde, o sea, el típico mercadillo ambulante repleto de puestos de fruta, zapatos, bragas y gafas más falsas que la honradez de los políticos levantinos.

Iba sorteando gente y, además, tenía que hacer slalom por las aceras, prematuramente tomadas por las mesas de las terrazas de los bares, ya bien nutridas de gente poniéndose púa de cerveza. Y yo, al borde de la insolación. Apreté el paso, loquito por llegar a casa, cuando una señora de muy buen ver se me cruzó por delante.

Era una señora con uno de esos culos rotundos y soberanos, embutido en unas mallas que sólo conseguían realzar aún más sus indudables bondades. Uno de esos culazos que hacen que los hombres nos tengamos que girar para admirarlo y las mujeres nos odien por ello.

¿A quién no le ha dado nunca un volunto como el que me dio a mí?

No pude evitarlo e hice el amago de darle una cachetada, en plan de broma, al portentoso trasero de la rubia de bote.

El caso es que justo en el momento en que pasaba por su lado, quizá alarmada por mis jadeos, la mujer se giró súbitamente y me encasquetó un bolsazo en el estómago.

Yo la miré.

Ella me miró.

La esquivé.

Y seguí corriendo.

¡Con el bolso en las manos!

Lo sé. Aquello no tenía ni sentido ni justificación alguna. Pero me asusté al verme de aquella guisa. En mitad del mercadillo, robarle el bolso a aquella jaca… decidí seguir hasta casa, subir, buscar algún dato identificativos de la señora y llamarla para devolverle su Dolce & Gabbana, más falso que la honradez de… bueno. Ya sabéis…

Y aquí me tenéis. Con el bolso entre las manos. Y acojonado. Mucho. Más de lo que podáis imaginar. Porque al abrirlo, para buscar cómo contactar con su dueña, me he encontrado con puñados y puñados de billetes de 500 euros, varios de ellos, teñidos de sangre.

Porque, revuelto entre los billetes, había un dedo. Humano. Seccionado. Un meñique. Creo que es. Con la uña impecablemente limada. Y pintada de rojo. Porque es un delicado dedo de mujer. Que chorrea sangre.

¿Es o no es como para estar nervioso?

Pero más aún me acojona el hecho de que, hace unos segundos, acaban de llamar a la puerta de casa. Y no ha sido un llamar plácido y tranquilo, como el de alguien que venga de amable visita o el del comercial de Iberdrola, dispuesto a que deje la tiranía de Endesa. Ha sido, más bien, un llamar ansioso. Como cuando Marta, mi vecina, se harta de que la torture con mis discos a todo volumen. Solo que, ahora, no suena ninguna música.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

EL ÚLTIMO GRITO

Dedicado a esa buena gente que, sin embargo,

sabe apreciar el placer de una buena sangría 😉

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Hacía frío esa noche. Subíamos por la calle Reyes, que habíamos quedado con Paco, Adriana y los Muyiayos. Hablaba con mi Cuate Pepe sobre el reportaje en que había estado trabajando todo el día: uno de cine basado en películas que incluyeran algún “último” en su título, del último mohicano al último samurai, pasando por el último magnate y el último pistolero. (Y que publicamos AQUÍ)

– ¿Y “El último grito”? –pregunté yo.

Ya estábamos tomando unas Alhambras Especiales en “Los Manueles”. Y me miraron raro.

– ¿”El último grito”? ¿Y esa de quién es? No me suena…

– ¡Toma! ¡Ni a mí! Pero seguro que hay alguna peli que se llame “El último grito”. Si yo fuera cineasta y quisiera hacer una de miedo, la titularía “El último grito”.

Ya sabéis lo que pasa en los bares: bebes cerveza, charlas y la imaginación se dispara.

– Sería una peli de terror, en el mundo de la moda. La protagonista sería una modelo a la que, por haber engordado un pelín, le prohíben salir en el desfile más importante del año. Y a la pobre, entre las anorexias, las hambres y demás, se le va la pinza y se convierte en una asesina en serie.

Como vi que la cara de mis interlocutores mostraba una pizca de interés, seguí:

– La secuencia más impactante sería en plena pasarela, en el desfile más importante, con la música fashion y las modelos vestidas de ángeles de Victoria Secret. Nuestra heroína saldría, cuchillo en mano, haciendo una masacre de angelotes blancos, salpicando de sangre a todos los enrollaos, guays y petardos que suelen sentarse en las primeras filas de esos eventos.

Mi Cuate, que es uno de esos tipos que siempre te animan y te refuerzan, me instó a escribir la historia. Porque, la verdad, tendría su punto.

Al día siguiente, mientras corría, empecé a fantasear con la idea de escribir un tratamiento de la historia y un guión para, después, hacérselo llegar a algún director de esos impactante, a un Álex de la Iglesia, un Jaume Balagueró o un Santiago Segura. Ya me veía yo, convertido (otra vez, ya me entendéis) en un crack del cine.

En la ducha, sin embargo, una vez desactivado el efecto de las endorfinas, me desanimé. Pensé que me iba a pegar un curro de la leche y que, en el improbable caso de que “El último grito” llegara a manos de alguien serio de la industria del cine, poner en marcha el proyecto sería una quimera. Y, de fructificar la quimera, ¿qué sentido tendría?

A ver. De tú a tú: ¿pagarías 5 euros por ir al cine a ver “El último grito”? Lo mismo piensas que sí. Pero la realidad es que no. O sea, lo mismo la verías, pero fijo que te la descargarías y la verías gratis. En el ordenata. Y la película sería un fracaso en taquilla.

Así que… renuncio. Y mira que ya estaba pensando en sacarme un abono para la Pasarela Cibeles, para ir documentándome. Que el proceso de documentación es imprescindible, en estos casos.

Pero paso. Menudo follón, para acabar siendo pasto de las descargas. Casi prefiero que alguna otra persona se haga cargo de “El último grito”. Que, sinceramente, creo que tiene posibilidades. ¿O no?

En fin. Que ahí está la idea. ¡Y que es mía, ojo! No me la vayáis a robar… impunemente. Si alguien se echa adelante, hablamos de los royalties y mis derechos sobre la propiedad intelectual. Que, seguramente, tendré que compartir con Cervezas Alhambra, con mi Cuate y demás contertulios y con los responsables del mantenimiento del Camino de la Fuente de la Bicha por el que fui discurriendo la historia.

Bueno. Ya veremos cómo hacemos el reparto de beneficios, llegado el caso. Pero id apuntando en vuestras agendas… ¡”El último grito”! Un thriller de rompe y rasga sobre el mundo de la moda.

Ya veo las frases en los medios: “Una salvaje sátira sobre el mundo de la moda y las terribles consecuencia de la sociedad de la imagen en que vivimos”. Y otros sesudos análisis por el estilo. Ya veo, la portada del Fotogramas, con el blanco angelical teñido de rojo sangre…

¡Angelita! Toda teñida de sangre...

¡Ays!

¡Qué ilusión!

¿Cuando la estrenan?

Jesús el Navajas Lens.

PAN

¿Qué tal un Cuentito para seguir comenzando el año? A ver qué os parece esta pequeña pieza de orfebrería artesanal, casero, casero…

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Era domingo 2 de enero por la mañana. Mi santo. Había leído el primer IDEAL del año 2011, cargado de contenido, mientras desayunaba en “El Madero”, como casi todos los fines de semana. Antes de volver a casa, fui por el pan.

Estaba recién horneada y decir que olía que alimentaba sería hacerle flaca justicia a esa barra de pan, tan tostadita y curruscante, justo como a mí me gusta. Estaba tan crujiente que el pan exigía, a voces, ejecutar ese rito que todos hemos cumplimentado alguna vez: arrancarle la tetilla y comerla mientras caminas por la calle, con gula, placer y delectación.

Estaba ya echándole mano al extremo más puntiagudo de la barra cuando un pequeño demonio me metió una idea en la cabeza: “resiste la tentación un par de minutos más, acelera el paso y regálate a ti mismo una rebanada de pan recién hecho, con aceite y el jamón ibérico que te sobró en Nochevieja”.

Listo, el condenado demonio. Conociéndome, sabía que si me comía la tetilla me entrarían remordimientos por los excesos cometidos durante estas fechas y, al llegar a casa, me daría por contento con el suculento y clandestino bocado de pan callejero.

Subí a casa en una volada, saqué el pan de la bolsa de papel en que venía envuelto y lo dejé sobre la encimera de la cocina para ir al baño a lavarme las manos, manchadas con la tinta del periódico.

La sorpresa llegó al volver a la cocina y encontrar con que a la barra le faltaba justo la tetilla más puntiaguda y apetecible.

Lo que no tendría que haberme extrañado… de no ser porque vivo solo y esa mañana, en casa, no había un alma.

Jesús Lens.