SACUDIENDO LETRAS: LOS SEGUNDOS CUENTOS

La convocatoria para el Sacudiendo letras del pasado mes tenía como lema: – Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?

Y las propuestas que tenemos son las siguientes:

Laberinto ciego

Estoy temblando, incosciente y ajena a todo, tan solo sintiendo un dolor que oprime mis sentidos y hace que no pueda percibir nada que no sea mi propio tormento.No se el tiempo que permanezco en ese estado de embotamiento profundo, pero debe ser mucho porque se ha hecho oscuro y apenas veo el reflejo de una farola que entra por mi ventana.

Intento incorporarme con gran esfuerzo pero no puedo. El dolor es tan agudo que siento como si mis entrañas quisieran partirse en dos; la rigidez es ya una vieja conocida. Respiro hondo y me preparo para un nuevo intento de sobreponerme a mi tortura.

Durante un instante fijo mi vista en el cuarto, compañero de mis tormentos. Es apenas un cubículo, carece de comodidades y de adornos, pero es mi cuarto, el sitio donde no tengo que ser otra persona. Dejo que mi mente vuele sola y me olvido del mundo y hasta de mi misma.

He debido dormirme porque no recuerdo nada desde mi recreo visual hasta el vocerío en la calle. Se me olvidó que eran fiestas y ya es tarde para ir a mezclarme con el gentío. Siento envidia, mucha envidia de las risas que llegan como punzadas a mi atormentada cabeza.

De repente noto que no estoy sola, ha sido un leve sonido o quizás un anhelo, pero me ha parecido notar un cuerpo cálido a mi lado. Efectivamente, a mi lado, está mi pequeño, mi vida.

Me mira con ojitos ansiosos, creo que intenta saber qué me pasa. Pobre hijito mio,¡ tan frágil y tan fuerte al mismo tiempo!. Saco fuerzas de flaqueza y me incorporo mientras él fija sus ojitos curiosos en mi. Ahora que caigo, esta mañana no le puse su almuerzo, de hecho, ¿cuánto hace que yo misma no como nada?, ¿será ese el dolor que siento por todo mi cuerpo?, ¿hambre?.

Se me olvidó de nuevo. El médico me dijo como ir trampeando el día a día y yo me creí muy lista, que él exageraba, pero lo cierto es que el alzheimer está ganando la batalla. Las palabras de mi hijo me sacan de mis cavilaciones:

-Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?

.

La fotogenia del día

-Bajo mínimos… –Me dijo… –Así me siento…

Mientras bebía un gin and tonic…

Mi cerebro se fugó detrás de su biografía, o de lo que al menos yo conocía como tal.

De pronto entró en la terraza del bar un negro albino vendiendo collares, anillos, sombreros, bolsos y un montón de mercancías colgadas de su cuerpo.

-Hola… –Nos saludó y su tono amistoso lo remató con una sonrisa contagiosa.

-¿Qué tal un collar para la novia?

No tengo… –Contestó mi amigo

-¿Para la esposa?…

-Dios me libre… –Agregó, malhumorado y bebiendo un trago.

-¿Y una amante?… –Salen muy caras…

-Pues entonces tú compra collar para estar listo cuando abras una puerta…

-No, gracias…

-¿De dónde eres?, le pregunté. Sin poder evitar una mirada en sus cicatrices faciales.

-De Senegal… Su respuesta contenía todo el colorido de su tierra y en sus ojos el dolor del continente entero…

-¿Y tú, compras?… –No tengo mujer…

-Perfecto… –Remató el joven africano que luego supe se llamaba Mamadou.

Lo miré alejarse agradecido con el día y con la oportunidad que supo fabricarse.

-¡Qué calor de mierda!… –Dijo mi amigo.

Y en ese momento lo percibí como un escarabajo sitiado en su coprofagia.

-Sabes, tienes razón…

-Pues claro, el calor es una mierda, y este mundo, un caos. ¿Leíste las noticias?

-No me refería a eso. Tienes razón. Estás bajo mínimos y eres un tío tóxico.

Cogí el collar de la mesa, dejé un billete de cinco euros y me fui repasando nuestra historia en común. No podía entender cómo había sido mi amigo por tantos años. Su vida era una mierda y la mía despedía un olor muy parecido.

Tenía que comenzar de nuevo.

En la esquina la vi. Era bonita. Su piel bronceada contrastaba con una media sonrisa igual a una puerta entreabierta… Decidí tocar.

Hacía mucho que yo no me atrevía a piropear a una mujer en la calle.

Hacía mucho que no tenía ganas de buscar aventura o lo que viniera después. La muerte de mi mujer me había tenido sumido en una prolongada depresión y me sentía incapaz de ligar a nadie.

Fui hacia ella.

Iba recordando las cicatrices de Mamadou, que nos acaba de contar, se las habían hecho en su pueblo por ser albino, y por lo tanto, un endemoniado.

En la bolsa del pantalón sentí el collar recién comprado; una tontería, pensé.

Pero las tonterías son como las llaves, sirven para abrir las puertas…

Mi gran sonrisa era contagiosa. Como la del negro albino.

Ella me recibió con otra tan parecida, que me pareció estar frente al espejo.

Mis cicatrices habían desaparecido…

.

Sin título

– Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?

– ¡Calla, coño, o te meto un par de hostias!

.

Sin título II

– Ooh-la-la, pero Sarita, qué horror!

Malos presagios. Cuando mamá se afrancesaba quería decir que estaba siendo superada por algo inimaginable, desorbitado.

– Con lo que tú eras, Sarita, mon chèrie. Vamos a tener que decirle a Edgar que entrene más el photoshop, lo vamos a necesitar. Así te quedarás sin llamadas, o sea,… no, no, no sé cómo puedes hacerme esto. Ooh-la-la….

Durante años le había encantado ir de compras con mamá; ella tenía tan buen gusto, era tan elegante. Lo hacían casi cada mes, y llenaban armarios de prendas fabulosas que apenas se ponía dos o tres veces. Desde que tenía conciencia de sí misma sus amigas la tenían idealizada, con ese cuerpito tan esbelto, tan larguirucho, esa melena tan cuidada, esas uñas,… y esa vida de celebrity, de sesiones de fotos, anuncios y pasarelas. Era estupendo ser tan admirada. Era llegar al cole en el coche con Fermín y estar rodeada de toda la clase, rodeada de preguntas, miradas, cuchicheos, envidia. Así se sentía: era la niña del glamour.

Despertó a la vida con 18 años.

A los dieciséis ya disponía de dos buenas tetas (regalo de mamá por su cumple), y una muy leve curvita entre cintura y caderas fruto de su pubertad, así que aquello ya rozaba el delirio cuando sentía que muchos ojos se volvían a su paso.

Pero allí estaba, delante del espejo de aquel probador infame, comprobando que ya no cabía en la 36. ¿Qué podía hacer una chica de casi 18 años con una talla 38? No, no era capaz de imaginarlo…. No, no, aquello era el fin!

Durante meses no quiso hablar, su mirada se hizo opaca, triste, se vistió con ropas flojísimas para evitar su cuerpo, y en casa, a solas, se introdujo en una extraña confusión de comida, dietas, batidos adelgazantes y vómitos, muchos vómitos…. A veces sentía que debería dejarse llevar, asumir la “foca” en la que se había convertido y tratar de olvidarse de sí misma. Entonces se atiborraba a galletas y chocolate,…. mmmm, cómo le gustaba el chocolate…. pero luego volvía a verse en algún espejo y sus dedos, como un resorte, se introducían en lo más profundo de su garganta para vomitar y vomitar.

La encontraron en la calle, desmayada, sin aliento. La radio de la ambulancia emitía: mujer, joven, altura: casi metro ochenta. peso: unos cuarenta kilos….

Lo último que vio fue lo primero que recordó al despertar a su nueva vida: invierno, noche, cartones en el portal de una sucursal bancaria y una pregunta lanzada al aire: “mamá ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?”

– Sara, me llamo Sara – dijo.

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Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?

No sé por qué seguía usando despertador cuando cada mañana mis ojos se abrían inevitablemente justo antes de que el reloj anunciara la hora ajustada. Las seis de la mañana era el momento preacordado para iniciar la media maratón. Ni un minuto más tarde sería apropiado para poder llegar a buen puerto. La tarea era mecánica, pero el orden podía ser inverso, lo único importante era llegar a tiempo al trabajo. Prepararlo todo, recoger lo necesario, no olvidar ni un documento y levantar a mi hijo entre negativas para que antes de que reaccionara ya se encontrase metido en el coche camino de casa de sus abuelos.

Las siete horas de jornada se pasaban volando, aderezadas con el estrés recomendable y antes de que me diese cuenta ya me encontraba en casa como realizando los últimos cinco kilómetros antes de llegar a la meta. La tarde dedicada a las poco gratificantes tareas del hogar y con un poco de suerte a otras aficiones mejor estimadas, con descansos de por medio para la docencia, la maternidad, a grandes cucharadas y la amistad, o el culto al yo y al cuerpo en cantidades limitadas.

Todo iba rodando como siempre cuando justo me siento a la mesa y una pequeña persona con identidad muy definida a pesar de sus cinco años de edad, decide utilizar su palabra de forma espontánea para cuestionar:

– Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada de cenar?

– ¿Cómo que nada de cenar?

A la pequeña persona con identidad marcada le parecía “nada” aquellos canónigos acompañados de un poco de queso y una pieza de fruta. La costumbre pasaba por usar cuchara y tenedor todas las noches y el haber resuelto el escaso tiempo para la cocina en suprimir un cubierto había llevado a mi hijo a cuestionar si el término “cena” también englobaba a aquellos alimentos que yo había presentado ante la mesa.

Fue en ese preciso instante cuando decidí romper rutinas y horarios y responderle con una historia.

– Te voy a contar algo hijo. ¿Te gusta el nombre de Teodoro?

– ¿Teodoro mamá?, ¡qué nombre más feo!

– Pues verás, aunque su nombre es muy feo según tú, su historia creo que te va a gustar.

Teodoro trabajaba hace muchos, pero que muchos años en un taller de artesanía. Con apenas diez años dedicada más de diez horas diarias a la talla de la madera. Su oficio consistía en lijar y lijar madera para que los artesanos la tuvieran preparada a la hora de tallar las figuras encargadas por los diferentes conventos. Teodoro sólo hacía dos comidas al día. No tenía ni chocolate, ni dulces ni alimentos variados. Sólo pan, leche y con suerte algunas legumbres. Y cada noche cuando terminaba en el taller soñaba con el momento de llegar a casa para tomar como siempre, un trozo de pan tostado con un buen tazón de leche caliente que su madre le preparaba cada día. Todos y cada uno de los días de la semana.

– ¡Mamá pobre niño!

– Si hijo, creo que nosotros dos aunque hoy tengamos canónigos en la mesa tenemos más suerte de la que tenía Teodoro ¿no crees?

– Si, creo que si. ¿Pero mañana harás algo de cenar mamá?

.

SECRETO CASTIGO

Apretó el botón.
Ya estaba hecho, ya aquello circulaba por las ondas, camino a un receptor de cuya reacción no sabía qué esperar.
Cecilia era una mujer bella, resuelta, libre, que había vivido la vida a su modo, sin prejuicios, disfrutando cada minuto como su propia conciencia le había ido indicando.
Con toda naturalidad vivía y dejaba vivir. Persona de pocas palabras. Nadie se había inmiscuido en su mundo sin permiso, del mismo modo que ella tampoco lo había hecho en el de los demás. Y sobre todo había disfrutado de los hombres, una pasión irrefrenable que le llenaba tardes y noches.
Le gustaban como a quien le gusta el pan, a veces tierno, a veces tostado, a veces “de molde”,… todo lo desmigaba. Y nada la frenó a consumirlo sin reparos. Lo disfrutaba, lo adoraba. Muchos eran los que habían recorrido su piel, muchos.
Sólo cuando su hijo se fue haciendo grande percibió sin temor una nueva sensación en su existencia: “el secreto”. Ambos siempre se habían tratado casi con monosílabos, pero vivía en la certeza de haberle transmitido una enorme ternura sin palabras.
Ella siempre le preparó la cena con esmero, puntual, a tiempo para que después él pudiera conciliar el sueño antes de las clases. Pero nunca cenó con él.
– Mamá, ¿qué hay allí? – le preguntaba él señalándole su habitación.
– Nada, cariño, sólo mi cena. Date prisa, se hace tarde.
Y cuando él ya dormía, ella se dedicaba a sus pasiones, a sus ilusiones, tras esa puerta que siempre permaneció cerrada a los ojos de su pequeño.
Luego, cuando el paso de los años quiso que su cuerpo se ajara, que su deseo amainara plácidamente, que sus ansias no fueran bien correspondidas, que su hijo creciera y aprendiera, entonces llegó la distancia. Esa terrible distancia que ella sentía cada año como un puñal cuando él, al felicitarle su cumpleaños, le enviaba un atento regalo con un burlesco mensaje: “Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?”
Nunca le perdonó su secreto, nunca hablaron de ello. Se sabían cercanos, se tenían cuando se necesitaban, pero entre ellos había una inmensidad de vacío, de monosílabos. Nunca la entendió. Ni ella trató de explicarse.
Aquel día Cecilia cumplía los setenta. Y sólo entonces tuvo el valor de afrontar su mirada frente a frente. Sólo entonces tuvo el coraje de aproximarse a lo que más quería del mundo, de poner palabras a las cosas, de explicar que su vida no había dañado a nadie más que a sí misma.
Por eso le envió aquel mensaje; por eso: “Cariño, hoy te invito a cenar”.
Y se sentó a esperar.

CAMBIOS EN «SACUDIENDO LETRAS»

Queridos, ¿estáis escribiendo vuestros cuentos?

Siguiendo consejos y recomendaciones, vamos a cambiar el espíritu de la convocatoria y, en vez de pagar 100 € a los ganadores de cada mes, vamos a ahorrar ese dinero con el fin de editar un modesto volumen que recoja los mejores cuentos, sólo para regalar a amigos y conocidos.

Espero que os guste la idea, que eso de los 100 euros en metálico quedaba muy frío.

Gracias, Silviña, por la idea. ¡Es genial!

Seguimos estimulando la creación y el arte de contar cuentos, le damos visibilidad y ofrecemos una recompensa más romántica que puramente económica…

Ya sabéis. Cuentos. 2.500 caracteres como máximo. Con espacios. Los espero en jesus.lens@gmail.com

El lema para octubre es:

– Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?

Jesús “oídos abiertos” Lens.

SEGUNDO SACUDIENDO LETRAS

¿Vais a escribir? Sabéis que hemos organizado ESTE concurso literario. Sabéis que la primera convocatoria todavía está siendo votada. (Leed AQUÍ)

Y que, hasta el 31 de octubre (esta vez hay muuuucho tiempo) podéis mandar vuestros microrrelatos, en las condiciones al principio conexionadas, a un servidor.

El tema para este segundo «Sacudiendo letras» es:

– Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?

Buenas noches y buenas letras.

PD.- Esto tiene sentido si os animáis a escribir. ¿Vale? O sea que… ¡animaos!

GITANOS ¿EN PERPETUO TRÁNSITO?

Amigos, terminado el mes, publicamos los cuentos que habéis enviado a «Sacudiendo letras». Como son pocos, pero son buenos, aprovecho para bloguearlos todos y, por esta vez, que el ganador sea decidido por el público soberano.

En la Margen Derecha tenéis una Encuesta. Funcionará hasta las 10 y 10 de la noche del día 10 de Octubre de 2010. Que cada cuál vote por el cuento que más le haya gustado.

Sé que el método de votación no es muy científico, pero por 100 € no creo que nadie se vaya a ir de Cíber en Cíber, para votar uno u otro cuento, ¿verdad? Ya tengo el tema para este mes. A lo largo del fin de semana lo blogueamos.

¿Qué os parecen los cuentos enviados?

¡Venga! Animaos a participar en las siguientes «Sacudiendo letras».


El nombre del infierno es Obilic

Al fin arrancamos de Djilane, qué alivio. No habíamos querido comer, salvo un café aguado y unas galletas dulces. Unos vertederos horrorosos nos habían espantado el hambre. Se me había quedado fija la imagen de unas cabezas de bovino de cuernos pringosos y pellejos sanguinolentos, los ojos reventados llenos de moscas, mientras una gentuza miserable, gitanos, y muchos animales, gatos y perros salvajes, competían por los despojos, al compás de los aleteos y chillidos de cuervos y gavilanes.

Llegamos a Obilic. Era el momento de enterarnos de la verdadera línea de pobreza en la provincia de Kosovo, la más atrasada de la vieja Yugoslavia. Casi no quedaban serbios en el área. Habían emigrado adonde había concentraciones de los suyos, a pesar del valor sentimental de Obilic, donde había tenido lugar en el siglo XIV la batalla de Kosovo Polje contra los invasores turcos. Aquello no conmovía a los albaneses. Era una zona desolada, sin árboles, polvo en verano, lodo en invierno. Una central térmica contribuía con sus humos acres.

Sólo permanecía allí lo más bajo a nivel social y étnico de Kosovo. Gente de la comunidad Roma, gitanos que no habían logrado emigrar durante la guerra civil, donde eran atacados por todos los bandos. Se les despreciaba, aunque la historia los hacía aparecer como descendientes de habitantes primigenios de ese territorio. Vivían como bestias, sin agua, luz, comercio ni alcantarillado, en chozas precarias o en casas bombardeadas. Sólo algunos los apreciaban porque se dedicaban al contrabando o la tala ilegal de árboles. Se decía además que eran especialistas en una faena deleznable: degollar y mutilar.

Vimos la precariedad de los hogares gitanos. Niños desnutridos de ojos asustados nos miraban como si fuésemos marcianos. Mujeres desgreñadas se acercaron a pedirnos limosna, expresándose en su idioma o una mezcla de varios, no les entendíamos. Una miseria espeluznante que trasladaban a la capital, Pristina, donde se veían repelidos debido a su suciedad y agresividad. Se les temía: ciertas supersticiones los consideraban intocables.

Milosevic y sus esbirros habían dado un trato tan brutal a los gitanos, que odiaban a los serbios más que a nadie. Los albaneses no los defendían tampoco. Se tenía miedo de esa gente, tradicionalmente nómada. Como venía ocurriendo en toda Europa, se estaban asentando, pese al acoso. Pero su modo de vida parecía incompatible con los desarrollos urbanos contemporáneos. En poco tiempo va a estallar un problema, concluimos.

El viaje de Pavel

El pequeño Pavel miraba a través de la ventanilla del tren en el que había viajado toda la noche junto a su padre, su madre y sus tres hermanas, con los ojos chispeantes de esperanza. Se volvió a su padre que dormitaba a su lado y le preguntó:

– Papa, ¿ya hemos llegado? ¿Es aquí donde vamos a vivir?

El viejo Zöel le acarició la cabeza mientras le lanzaba una tierna mirada llena de nostalgia.

– No mi pequeño, no es aquí donde vamos a vivir.

Pavel lo miró con extrañeza. Durante tres días habían viajado con todas sus cosas de un lugar a otro, pasando de largo por ciudades y pueblos , y cuando divisaba la torre de la iglesia que le había dicho su tío que formaría parte de su nuevo hogar, pensaba que aquel sería el final de su largo viaje y que por fin habían llegado a su destino. No le hacía gracia seguir moviéndose de un lugar a otro, quería estar en un sitio, hacer amigos, y jugar con ellos, y no tener que despedirse nunca más.

– Entonces ¿no es aquí donde vamos a vivir?

– No cariño, es aquí donde intentaremos sobrevivir. – El cansancio se dibujaba en sus ojos con grandes y profundos trazos.

Pavel volvió la mirada hacia la ventanilla mientras veía como la silueta de la torre de la iglesia que se divisaba a lo lejos se recortaba en el horizonte. No había entendido lo que había querido decir su padre con aquellas palabras, pero el pequeño ya soñaba con darle de patadas al balón de cuero que llevaba en su bolsa por las calles aledañas a aquella iglesia que a partir de ese momento ya formaba parte de su nuevo hogar.

Das mano

Llegaron una madrugada como llegan cada año las estaciones, puntuales y discretos. Dejaron sus pertenencias en el suelo y comenzaron el asentamiento. Al caer la noche ya lo tenían todo dispuesto, ventajas de viajar con lo justo. El tío Juan me contó la historia de aquel grupo concreto, eran una veintena entre mayores y niños. Un día le preguntó al patriarca de todos ellos cómo era que no buscaban un sitio para asentarse y dejaban esa vida nómada tan insegura. El hombre le miró fijamente a los ojos y le contestó: Usted no puede entendernos porque siempre tuvo cama blanda que le mantuviera dormido, tuvo comida en la mesa sin tener que hacer nada para ganarla, fue lavado y vestido sin ningún esfuerzo. Usted comenzó a hablar una lengua ya reconocida , dio sus primeros pasos con seguridad, le dieron abrazos y besos aún antes de nacer porque nadie les importunaba. Nosotros a cambio conocemos medio mundo, si miramos al cielo sabemos cuándo va a cambiar el tiempo, cuándo debemos irnos porque llega el frío invierno, sabemos de qué aguas podemos beber y cuales son sólo para el aseo. Podemos guiarnos y escondernos antes de que nos vean, aunque no sabemos leer cartas, sí los ojos de quienes nos miran. Vosotros tenéis casas que os quitan la vida en sus cuidados y nosotros el cielo por tejado, tenéis preocupaciones que nosotros desconocemos porque necesitamos muy poco para mantenernos.Ahora dígame usted, ¿cree que somos nosotros menos afortunados? Yo creo que no, puesto que no tenemos ni rey ni reinos, ni miedo a perder lo que no queremos. Nuestras ataduras son sólo con nuestra gente y no con lo que poseemos.Por eso nos temen en vez de dejarnos un trozo de suelo para después marcharnos como vinimos, en silencio.Vaya usted a decirles a todos que no vinimos a robarles pero no queremos morirnos de hambre y si hacen como que no estamos nosotros haremos lo propio con ello, le aseguro que tenemos mucho menos que perder, ¿qué pueden arrebatarnos?,¿creen que hay algo que puedan quitarnos? Si nos echan nos iremos a otra parte pero no cambiaremos, si alguna vez lo hacemos será porque nos hayamos cansado, aunque seguiremos errantes dentro de vuestros palacios y no habrán puertas, ni ventanas ni armarios que puedan limitarnos.

Ahora, cuando veo campamentos de gitanos, no veo personas pobres y menos afortunadas, veo un pueblo orgulloso de ser ciudadanos del mundo.

Que dejen de ser gitanos

Es como guerra civil, dijo Miguel de Cervantes

Félix Grande

Desorejados los galeotes halaban en las naves de la armada pensando que algún día fueron libres como las gaviotas.

Los Reyes Católicos, llevados por un celo unificador, negaron a los moriscos ser moriscos, a los judíos ser judíos y a los gitanos ser gitanos.

Expulsados los musulmanes y los judíos (y los jesuitas, pero esa es otra historia), a los gitanos sólo se les vetaba el ejercicio de la vida errante, de sus costumbres y de su modo de vestir. Sólo se les toleraba, apartados de la sociedad, si tenían un oficio digno y serio y prolongado. Y si juraban obediencia y adaptaban su manera de pensar y de vivir.

Nacido Bennasar, para evitar el exilio, quiso conocerse Montoya y, con un grupo de morenos islámicos, se trasladó a Jerez donde se confundió con el calé, igual de retinto.

Pero la ley se agudiza y las tuercas se constriñen. La norma, en principio permisiva, pasa por la esclavitud y, pasado el tiempo, por el genocidio. Así, las Cortes de Castilla de 1594 emitieron un mandato tendente a separar a los “gitanos de las gitanas, a fin de obtener la extinción de la raza”.

Pero esto Bennasar/Montoya no llegó a contemplarlo. Al abrazar al gitano, le cortaron las orejas y lo condenaron al remo perpetuo, donde dejó la vida y los sueños en la batalla de Lepanto, al mando de Juan de Austria, después de contarle a un tal Miguel la historia de una dama noble que pasó por gitanilla.

La lotera…

– ¡No la engañes prima, que es payica, pero es buena gente!

Con esta frase me sorprendía mi gran amiga Gracia, justo cuando nos disponíamos a tomar unas cañas en la concurrida calle Navas este pasado sábado.

Ni los catorce años de amistad pudieron hacer que dejara de sorprenderme con su intervención. Lo peor es que la frase me dolió, a pesar de ser en mi defensa. La contestación por mi parte fue:

– ¡Seguro que digo yo eso de un gitano y la liamos!

Y así fue cómo abandonamos nuestra interesante conversación sobre el último libro que ella estaba leyendo en torno a la vida del ahora tan de moda Enrique VIII, inquisidor donde los haya, machista, xenófogo y autoritario como el que más; visión que ambas compartíamos, cuando de pronto, una señora que vendía lotería de Navidad de forma ambulante, se nos acercó. Justo en el momento en que nuestras miradas se cruzaban ella me decía:

– ¡Déjame que te diga la buenventura!

La reacción de Gracia fue instantánea. Y yo me encontraba allí, en medio de dos gitanas tan diferentes y sin embargo tan parecidas cuando se trataba de defender lo suyo. Aún así, no consiguió su intención de que “la prima” no me engatuzara y me camelara por unos euros. No dio resultado. Antes de que ella pudiera terminar de dejar al descubierto a “su prima”, yo ya había extendido mi mano y estaba dispuesta a escuchar la retaíla que llevara preparada.

Asombroso. Dos filólogas, una gitana, la otra paya; una afín a la política del PSOE y la otra a la del PP, la gitana procurando que no engañen a la paya con la buenaventura y la paya dando juego a la otra gitana, que ni idea tiene de quién es Enrique VIII.

Al final el regateo oportuno para cobrar la “buenaventura” y encima la gitana acertó (claro está, con su margen de ambigüedad, dentro de todo aquello en lo que desearía que acertase). Y mi amiga indignada por el atropello. El camarero quejándose por el espectáculo y cuando todo se queda más calmado, Gracia de pronto, me hace una pregunta:

– Oye ¿Y tú que piensas de lo de Sarkozy?

– Que parezcan delincuentes no quiere decir que lo sean. La Constitución Española dice en su artículo 14 que ejercer la xenofobia es un delito en Occidente. De todas formas me parece mentira que me preguntes eso a mi, ni que no me conocieras…

Siempre es apasionante salir de cañas con una buena amiga, y si encima, hay tantas diferencias y al mismo tiempo, tantos puntos de conexión entre ambas, la diversión está asegurada. Aunque yo siempre me meta con ella diciéndole:

– ¡Menuda gitana! ¡Ni canta ni baila ni me dice la buenaventura!

(Te lo dedico a ti Gracia, porque sabes que te quiero).

Aduana

La Policía la vio llegar entre el resto de personas que acababan de aterrizar en el aeropuerto de Bucarest. La acompañaban tres niños pequeños precariamente ataviados. Destacaba por sus ropas anchas, especialmente su falda, que arrastraba por el suelo, y una especie de cinta con círculos tintineantes de cinc que ataba su larga cabellera morena a la altura de la frente.

-Documentación –le dijo el policía más joven.

-No tengo –contestó ella con el miedo humedecido en sus ojos.

-¿Que no tiene? ¿Cómo se llama?

-Ileana Dumitrescu –respondió la joven apuntando su mentón ligeramente hacia el suelo.

-¿Los niños son suyos?

-Sí.

-¿Puede demostrarlo?

-No tengo papeles. Pero son míos, se lo juro, que me caiga muerta aquí mismo.

-Tendrá que regresar a París – dijo el policía después de mirar el billete que ella le había dado.

-Pero… Me han echado de Francia.

-Ese no es mi problema, señorita. Acompañe a mi compañero a la aduana.

-Estos gitanos siempre están igual, qué coñazo –respondió el compañero en voz alta sin importarle quién le oyera.

Rumbo al horizonte

Puse rumbo al horizonte

y, si nadie lo remedia,

seguiré con mi familia

buscando esa línea ajena

que siempre está igual de lejos,

aunque sepas que te acercas.

¿Qué habrá en la lejanía,

que los gitanos no llegan,

por mucho que caminemos

en la dirección que sea?

A lo mejor es que andamos

tan lento por esta Tierra,

que el mundo, al ir tan deprisa,

el horizonte se lleva.

Estacionada

Pensó que quién le mandaría comprar tantas chorradas. La ropa de pádel, vale, tenía que comprársela sí o sí, ¿pero no podía haberse esperado con lo demás? Hizo un último esfuerzo y bajó los escalones del parking aguantando el aire. Menos mal que a su pequeño Nachete le encantarían las frambuesas. Nada menos que 4,5 euros por una birria de bandeja. Pero no le importaba el precio porque sabía que se chuparía los dedos. – «Merde», esputó. Ahora no recordaba dónde había aparcado el puto coche. Siempre le pasaba lo mismo. Y no podía deambular sin ton ni son por todo el parking tirando de las bolsas. Tenía los dedos amoratados e hinchados de la caminata.

– «Deme algo… Mi niño no tiene ni leche para beber». Siempre con la misma martingala… Rebeca miró a la rumana que estaba sentada en la esquina, frente al cajero automático de los tickets. Se le pasó una idea por la cabeza. No pudo por menos avergonzarse de su ocurrencia, pero no le quedaba otra.

– «Escuche, le doy cuatro euros si me vigila las bolsas mientras voy a buscar el coche».

Una pareja la miró como si se hubiera vuelto loca. Pero si se lo hubiera pedido a ellos, pagando o sin pagar, pensarían que estaba aún más loca y encima no la ayudarían. La chica asintió con la misma rapidez que un niño que le preguntan si quiere ir a la feria.

Rebeca cogió un par de bolsas -así no tendría que cargar con todas cuando tuviera localizado el vehículo-, le pagó a la rumana que estaba ya custodiando el resto como si fuera el objeto más preciado del mundo y salió echando mixtos. Lo encontró en seguida. Estaba al lado. Guardó el par de bolsas en el maletero y se giró con rapidez para ir a por las otras. Pero allí estaba la rumana que había seguido sus pasos, con la sonrisa del deber cumplido. Las frambuesas asomaban por una bolsa y Rebeca sintió una vergüenza incontenible. Le habían costado más que el trabajo de su rumana para que su hijo pudiera tener leche esa noche.

La chica, cuyo nombre no sabemos, volvió a su puesto de la esquina. La poli había levantado el campamento. Mañana irían dirección Albacete. Y dentro de unos meses les echarían o se irían. Y harían otro campamento exactamente igual. Ella se sentaría en los mismos parkings y en las mismas esquinas viendo pasar los ansiados tacones con los que nunca pisaría la vida… Los días de los demás en continuo tránsito, mientras que los de ella, aquí o allá, estarían siempre estacionados. ¿Le sacaría alguien un ticket?

(Recordad que aquí tenemos otro relato, fuera de concurso. El mío lo subiré otro de estos días, por no saturar…)

¡MERECE LA PENA!

Pues sí. Como comentaba con una buena amiga, sólo por mails y cuentos como los que siguen, foto incluida, merecía la pena embarcarnos en ESTO de “Sacudiendo letras”. (Este relato está fuera de concurso y todavía estás a tiempo de mandar el tuyo…)

¿No te parece?

Hola, Jesús, el adjunto -más que para el concurso- es para quedar bien con tanta amabilidad: un mucho de cierto y un tín de ficción.

 

A lo mejor no es más que un relato lleno de estereotipos, quizás incluso nada aceptables. Pero son lo que son, lo que fueron, la imagen que nos quedó.

 

Ya en Cuba no hay gitanos, pero sí «Gitanerías», una linda pieza musical del mejor de nuestros compositores: Ernesto Lecuona. Y sí, también quedaron raíces de esa cultura, aquí y allá. No se perdió del todo, pero nunca tan fuerte como en mis tiempos de niña.

 

El cuento, si de algo sirve, es un regalo para ti.

 

Saludos,

O. de la Paz.

La visita de los gitanos

La niña había nacido en una isla del Nuevo Mundo, muy lejos de las tierras firmes, con un óceano de por medio…pero hasta allí habían llegado los gitanos, no se sabe cómo, pero tenía que ser en barco. Quizás habían montado sus carromatos en un velero o en un mercante, los habían encajonado en las bodegas y habían llevado suficiente pasto para las bestias. A lo mejor habían atravesado el Atlántico echándole la suerte a los marinos, midiéndoles las rayas de las manos… largo, ancho y profundidad…muerte, vida, amor, fortuna…y alegrándolos con sus cantos de sirenas, taconeando sobre la borda del buque hasta hacer saltar astillas y aullándole a la Luna en las noches sin sueño, espantando tormentas y arrullándolos como a críos.

El caso es que habían llegado, porque ella los vio un día cuando iba de la mano de su padre por el malecón de su pueblo. Estaban lejos, pero pudo distinguir las faldas multicolor en torno al fuego y las figuras esbeltas de los hombres. Vio o imaginó un rasgar de cuerdas y un repicar de castañuelas.

Su padre aceleró el paso. Ella se resistía.

-Quiero ver, quiero ver.

-No, hija, es mejor no detenerse. Es gente extraña ésa, que se pasa todo el tiempo en el camino, que no se queda en ninguna parte, que andan con todo metido dentro de esos carromatos…

Esa noche, arrebujada en un rincón, abrazándose las piernas y con la vista fija en la pared, Lucía pensaba.

– Qué cosa linda esa de andar por los caminos y no parar nunca…

El día que nací yo ¿qué planeta reinaría?

por donde quiera que voy, qué mala estrella me guía…

Su madre tenía una voz atiplada y melancólica. Mientras lavaba, fregaba y ayudaba al padre en el taller, entonaba una y otra vez la canción dulce y triste de una gitana que le reclamaba por su suerte a una estrella de plata prendida en el firmamento. Lucía seguía preguntándose cómo habrían llegado a su pequeña ciudad del Caribe y se respondía a sí misma inventándose historias llenas de magia y encanto porque nadie había podido decirle a ciencia cierta cómo había ocurrido.

Su pueblo tenía tres cines. Y en los años cincuenta, cuando era niña, todos exhibían gitanerías. No entendía cómo si decían que eran gente rara, de costumbres que no había que imitar, tantas películas y obras eran sobre ellos. Hasta se sabía las palabras que usaban en un idioma especial que no era igual al español. Todos los niños se las pasaban en un papel como un ejercicio de vocabulario y en su pueblo el caló era tan conocido como la gramática que daban en la escuela…solo que era un conocimiento trasmitido de boca en boca, de mano en mano, entre la prole infantil.

Las gitanas eran las heroínas del momento. Astutas, gallardas, seductoras, sentimentales hasta el llanto y valientes como leonas.

Ella escribió en su carta a los reyes: “Queridos Reyes Magos, lo que más quiero es que me traigan un traje de gitana, con la falda llena de dibujos y colores, la pandereta que sea de verdad y no de plástico, y unas castañuelas para apretarles bien el nudo y hacerlas repiquetear como en las películas.”

Ese 6 de Enero no podía dormir. Se levantaba en la noche y miraba el árbol de luces…pero nada! Cuando todavía no amanecía, distinguió las sombras de paquetes y corrió a abrirlos. Sus padres miraban con gozo cómo los niños rasgaban los papeles de regalo y los cartones, abriendo con desespero la carga que los buenos de Melchor, Gaspar y Baltasar habían dejado junto al Nacimiento.

Lucía se quedó sin habla cuando vio su tesoro. Todavía lloraba en silencio, sobrecogida de alegría, cuando su madre la vistió con el traje de sus sueños.

Al cabo de varias décadas, solo quedaba de aquel recuerdo una foto de la niña que fue, con una sonrisa a la que le faltaban dientes…como ahora. La falda larga y colorida, el brazo en alto agitando la pandereta.

Desde la computadora suena un timbre leve.

-Ha llegado un email.

Era de su sobrina.

-Tía ¿no te animas? Es un concurso literario, tú que jamás has presentado un cuento.

Un cuento, sí, sobre gitanos. ¡Y el sitio es de Granada! ¿Cómo atreverse?

-Sería yo muy tonta si le escribiera a esta gente…de allá, precisamente. Pero quizás no sepan que estuvieron aquí, en esta islita de las Antillas…que vinieron no se sabe cómo y nos clavaron la ilusión en el pecho.

Lleva el cursor hasta la equis y cierra la página.

Una lágrima corre por su mejilla: a lo mejor lo que cerró no fue una página web, sino una puerta. Una puerta a su infancia perdida.

La foto de la autora, de la que nace el texto