El hombre desdibujado

– Necesito que lo encuentres antes de la medianoche del viernes. Si no, será tarde.

– ¡Coño, Cris! ¿Y no tienes nada más que ese boceto que me pasaste por mail? ¿Un nombre? ¿Un teléfono? ¿Algo?

– Lo siento. Nada más.

Colin El Hombre Desdibujado

Difícil. Muy difícil, el encargo que le hizo su amigo Crisóstomo, ese lunes. ¡Con la semana que tenía! Y lo peor era que, terminando la tarde del viernes, no había avanzado ni un ápice. Nada. Ni una pista. No era cuestión de deudas o de pasta. Ni de cuernos. Ni era cosa de problemas en el Registro. Así, y por más que miraba el boceto… ¡Cojones con el encarguito! ¿Quién podría ser ese tipo, de aspecto atildado, con la corbatita y… el sombrero?

 

– ¿Cris? Ya lo tengo.

– Justo a tiempo.

– Sí. ¿Nos vemos a las diez para cenar?

– Si no estás tan liado como siempre, si tienes un rato y si no te importa…

 

Crisóstomo fue al baño, miró el frasco con las pastillas sobre el lavabo y lo volvió a guardar en el armario. Se afeitó pulcramente y, antes de salir de casa, comprobó que llevaba el móvil, la cartera y las llaves. Le dio un beso a la foto de su esposa. Aquel viernes se cumplían, exactamente, tres años del fatal accidente.

 

Frente al espejo del ascensor, se ajustó el nudo de la corbata, se abrochó la gabardina y se caló el sombrero. Hacía frío aquella noche. Y llovía. Pero se sentía mejor.

 

Este trabajo es una nueva colaboración de Colin Bertholet, que hizo el dibujo original, y de Jesús Lens, que lo interpretó libremente y a posteriori.

 

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Humor grafico lectura caminante letras

El móvil del crimen

Hace unos días, cuando me pasó esto, quise matar. Metafóricamente hablando. Que luego hay quien piensa que soy un tipo violento. Y quise matar por un móvil. Literalmente, en este caso. Lo del móvil. No lo de matar. Que era metafórico. Además, quise matar con el móvil, si recordáis el final de esa «Conversacioncita».

Ahí fue donde surgió la chispa para plantearle a Katha un nuevo reto. En este caso, negro y criminal. Y, a través de Chacón, llegó eso tan importante que es el concepto. ¿Qué crimen icónico tenemos grabado, todos, en nuestro subconsciente?

Pues yo creo que ninguno tan impresionante como éste:

El móvil del crimen

¿Mola o no mola?

Aprovechemos para recordar otras dos genialidades de Katha.

Cine película

Patatas Bravas

¡Y es que así da gusto! Por algo decía yo que quiero seguir trabajando en esta línea de mezclar dibujos, fotos e ilustraciones con textos…

Jesús Lens EnKanthado

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Conversacioncita

Estoy sentado, trabajando, en la mesa de mi despacho. De repente, al otro lado de la puerta, empiezo a oír el runrún de una conversación telefónica. A los cinco minutos, estoy más pendiente de lo que dice el sujeto a su interlocutor que de mi propio trabajo.

En un momento dado, le escucho hacer una aseveración un tanto aventurada, por lo que decido salir del despacho para hacerle ver que estoy aquí, pegado, justo al otro lado de un sencillo panel de madera.

Le importa un cojón.

El tipo sigue hablando, en alta voz y sin pudor alguno. No le conozco. No es un compañero de mi empresa. Pero ahí está, en el pasillo, hablando sin parar.

 el móvil

Pasa media hora. Todavía no ha callado. Maldiciendo los avances hechos por la telefonía móvil en materia de duración de batería, decido que es hora de mear, aprovechando que aún es gratis.

Me pongo la chaqueta, abro violentamente la puerta del despacho y, al salir, lo miro fijamente. Él desvía la mirada hacia el suelo y sigue dándole al pico. “El dinerito… la barrita… la consecuencia… el trabajito…”. Se trata de uno de esos individuos que infestan su conversación con diminutivos, a diestro y siniestro.

Vuelvo hacia mi despacho caminando despacio, muy despacio. Trato de cruzar mi mirada con la suya. Imposible. Parece uno de esos camareros que, aun con el bar completamente vacío, te ignoran soberanamente, como si fueras transparente. E invisible.

Al entrar en mi cubículo, pego tal portazo que tiembla el misterio. Se la suda. De hecho, creo que ahora habla incluso más alto. Y ahí sigue. Como un conejito al que le hubieran puesto una versión mejorada de pilas Duracell.

Y que, además, se hubiera tomado tres anfetas.

Pincho a Erik Truffaz y le meto volumen.

Y pienso en lo que alguna gente podría -y debería- hacer con el telefonito. Y su culito. Insistiendo con los diminutivos.

 Móvil

Jesús Lens asqueado.

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Bus Stop

Lo primero que escuchaba cada día eran sus críticas, ácidas y vitriólicas, por lo mucho que tardaba el autobús. Que si menuda vergüenza, que si así iba España, que si era inadmisible…

 

 Paradójicamente, ayer por la mañana, el autobús llegó justo a tiempo.

 

 Él se encontraba de espaldas, gesticulando y haciendo aspavientos, como solía. Sobre el asfalto y fuera de la marquesina.

  

El conductor no se dio cuenta.

  

Yo tampoco le advertí.

  

Y esta mañana, por fin, pude hablar de fútbol con los demás viajeros, como la gente normal, mientras esperábamos la llegada del autobús. Que volvía a demorarse. Otra vez.

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Jesús Lens. Esperando (y desesperando)

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Tenía que ser un trabajo discreto

Lo más difícil, en mi profesión, no es tanto matar cuanto encontrar el lugar, el momento y las circunstancias más apropiadas para hacerlo.

Y aquel trabajo se presentaba complicado.

Su domicilio estaba más blindado que el búnker de Hitler y su oficina, en el piso más alto de un rascacielos, resultaría inaccesible hasta para el Tom Cruise protagonista de “Misión Imposible”.

Lo peor era, sin embargo, que fuera de casa y al salir de la oficina, el objetivo siempre estaba rodeado de gente.

En los restaurantes. En el gimnasio y en la sauna. En la piscina. En la pista de squash. –“¿No se podría haber pasado al running, como el resto de pringados convencidos de que el exceso de sudor ahuyenta a la edad y espanta a la muerte?” –pensaba para mis adentros, maldiciendo mi suerte.

Y, por la noche, en las escasas ocasiones en que salía, tenía pase VIP para los clubes más selectos de la ciudad, en los que le trataban como a una estrella. Por no hablar del palco del estadio de fútbol…

– Si algo nos ha demostrado la historia es que se puede matar a cualquiera.

Más o menos eso era lo que sostenía Albert Neri, el lugarteniente y sicario de Michael Corleone en “El Padrino”.

Sin embargo y por primera vez en mi carrera, empezaba a pensar que era imposible matar a aquel tipo. Al menos, matarle de forma discreta, como era mi especialidad. Lo que se esperaba de mí. Por lo que me pagaban auténticas fortunas.

Más allá de lo profesional, matar a aquel tipo se convirtió en una obsesión. ¿Dónde podría pillar al sujeto, solo? A la iglesia, por supuesto, no iba. Y no debía tener carné de conducir, ya que siempre le traían y llevaban en coche, fuera su chófer o, rara vez, un taxista de confianza.

Tampoco iba de putas. Jamás. ¡Si ni siquiera tenía una maldita amante que le hiciera bajar la guardia!

Era de noche. Insomne y desvelado por la ansiedad y la frustración, estaba tumbado en el sofá de casa, viendo un reportaje sobre la crisis y los efectos del incremento del IVA a los productos culturales. Y fue escuchando los lamentos de los creadores y sus críticas a Montoro, Wert y Rajoy cuando se me encendió la lucecita. ¡Claro que sí, joder! ¡Ya lo tenía!

¿Cómo había podido estar tan lento de reflejos?

Una para la sala tres.

– ¿Para “Elisyum”, en edición digital, a las 17 horas?

– Sí señorita.

– Nueve euros y medio.

– Una. He pedido solo una entrada.

– Sí señor. Una entrada para “Elisyum”, en edición digital, a las 17 horas. ¿Es correcto?

– Correcto.

– Nueve euros y medio.

De vuelta en mi coche, mientras me limpiaba de sangre y desinfectaba la navaja, pensaba en la sorpresa que se llevaría su chófer cuando fuera a buscarle, preocupado por su tardanza, y se encontrara el fiambre que le había dejado en la fila 13 asiento 24 del inmenso y desierto patio de butacas de aquel cine. Porque dudo que ni siquiera la gente de limpieza se molestara en entrar a la sala, entre una sesión y otra.

Por supuesto, estaba contento por haber podido solucionar aquella difícil papeleta, pero también sentía una cierta desazón: al terminar un trabajo, siempre me tomaba unos días para reflexionar sobre el mismo, analizarlo concienzudamente y sacar enseñanzas para próximos encargos. En aquella ocasión, sin embargo, sabía que dicho ejercicio sería absurdo, ocioso y gratuito. ¡A ver dónde iba a encontrar en el futuro a otro lila que pagara diez pavos por ver una película en el cine; refrescos y palomitas aparte!

Menos mal que, al menos en aquel caso, además de haber visto casi entera la aventura galáctica de Matt Damon, podría facturar a mi cliente el precio de la entrada.

Que manda huevos, diez euros y la sala vacía…

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens