Será un error mío, pero cada vez que he ido a ver una nueva entrega del universo expandido de la saga galáctica lo he hecho con los ojos del niño que, antaño, entró a ver ‘El Imperio contraataca’ y salió emocionado, flipando en colores.
Yendo más allá, todas las entregas de la última saga, que arrancó en 2015, las he visto como un rito más de las Navidades: en el cine y en familia. Para mí, las últimas cintas sobre la Fuerza, los Jedi y los Skywalker son impensables sin la mirada límpida e inocente de mis sobrinas, Julia y Carmela: si ellas le han dado su aprobación a las películas de J.J. Abrams y Rian Johnson, ¿quién soy yo para cuestionar su veredicto?
¡Por supuesto que se le pueden poner pegas a la nueva trilogía galáctica! Como a la segunda. O a la primera. Pegas, en realidad, se le pueden poner a todo en esta vida. Sólo que hay películas y películas. Momentos y momentos. Y me niego a ver el desenlace de la historia de los Skywalker con los ojos del exigente analista cinematográfico al que, según que cosas, le hacen sangrar los ojos.
Sí. Vuelve a ser la misma historia de siempre, pero ¿acaso no lo era ya ‘La guerra de las galaxias’ original? Y, sobre todo, ¿no había una corriente crítica de haters que odiaban cualquier innovación, cambio o alteración argumental en la Fuerza? ¿En qué quedamos?
Lo confieso: es aparecer en pantalla la leyenda inicial que nos pone en situación y empezar a sonar la música de John Williams, y mi yo cuasi cincuentón desaparece de un plumazo, dejando aflorar a un chavea dispuesto a creerse todo lo que le cuenten en las siguientes dos horas, con candidez e inocencia. ¿Será eso parte del espíritu navideño?
Al salir del cine, la pregunta que nos hacíamos era: ¿y ahora qué? Yo creo mucho en el futuro de ese color amarillo que preside el desenlace de la nueva trilogía. Un final que jamás lo será de una saga mítica que, se pongan como se pongan sus críticos más acérrimos; es imperecedera, imprescindible e inmortal.
Jesús Lens