Que nada se mueva

Hace unos días leía con asombro que una asociación dedicada a la protección y difusión del patrimonio histórico y cultural de Granada rechazaba la intervención que, por fin y después de varios lustros, se está ejecutando en el Paseo de Romayla para devolver a la ciudadanía el uso y disfrute de la margen izquierda del Darro.

Mientras que la Carrera del Darro está habitualmente colapsada y la convivencia entre vehículos, turistas, caminantes y residentes es virtualmente imposible, la otra mitad de uno de los paseos más bonitos del mundo está vetada a la gente. El cauce del río, desde la fuente del Avellano hasta el criminal embovedado que arranca al borde de Plaza Nueva, que debería ser un entorno privilegiado y la envidia de medio mundo, sigue enmarañado, asalvajado y asilvestrado, en los peores sentidos del término.

¿Cuántas veces se ha anunciado la rehabilitación de la zona? ¿Hace cuántos años que se debería haber acometido dicha intervención? Pues ahora que la cosa parece salir adelante de una vez, gracias al compromiso del Patronato de la Alhambra; la asociación Oppidum Eleberis rechaza la actuación por introducir elementos de arquitectura moderna y pide una nueva fase de información y participación ciudadana.

¿En serio? ¿No basta con aquella primera primera fase de consultas a la ciudadanía de la que partió el proyecto en ejecución? ¿Qué hace falta ahora? ¿Un referéndum? ¿Una encuesta? ¿Una consulta?

¡Cuánto daño ha hecho el Megustismo impulsado por las redes sociales en este siglo XXI! El fenómeno Like de facebook, twitter e instagram empieza a instalarse en el imaginario colectivo de cada vez más gente, convencida de que su particular criterio estético o su gusto personal deben prevalecer sobre los de los demás.

En Granada, el inmovilismo estético es un buen síntoma de la parálisis secular que nos atenaza como sociedad. Como muestra, el Cubo de Bankia. Dan igual los premios y galardones cosechados o que su arquitecto, Alberto Campo Baeza, sea reconocido en todo el mundo. No importa que expertos internacionales y aficionados a la arquitectura de los cinco continentes lo tengan como objetivo ineludible en sus visitas a España. Para ciertos granadinos, no es más que un mojón de cemento.

Jesús Lens

Al otro lado del río

En “Al otro lado del río y entre los árboles”, una de las novelas menos populares de Ernest Hemingway, se cuenta la relación entre un baqueteado señor mayor y una jovencita aristócrata de Venecia. Una relación abocada al fracaso, que el hombre ya no está para muchos trotes y sus amoríos con Renata le sirven, más que nada, para hacer un severo repaso de su accidentada vida.

Me acordé de Hemingway el pasado domingo, cuando devoré las tres monumentales páginas de IDEAL en las que Javier Barrera detallaba un majestuoso plan para recuperar, a finales de 2020, lo que describió como El lado salvaje de la Alhambra, en brillante y acertado titular. (Leer AQUÍ)

Ha querido la casualidad que el sensacional plan de intervención sobre el otro lado del Darro aparezca publicado unos días después de que les contara en esta misma columna sobre otra actuación prevista en la misma área y de la que nunca más se supo. En concreto, se trataba de la rehabilitación de la antigua Fábrica de Cordeles, que debió estar terminada en la primavera de 2017. (Lean AQUÍ esa columna sobre la pena de ser río en Granada)

Una columna en la que recordaba otro titular, del 31 de julio de 2016: La intervención en el río Darro se hará por fases, para evitar el fiasco del Atrio. Ignoro si este nuevo proyecto, a dos años vista, complementa, sustituye, amplía, varía o refuerza todos los anteriores o si es algo nuevo y diferente.

Espectacular y prometedor, resulta, eso sin duda. Pero no menos que los previamente descritos.

El acueducto de Romayla, actualmente en restauración

La pregunta es: ¿por qué debemos creer que ahora sí y antes no? Créanme: como tipo criado al calor de la mítica serie “Expediente X”, yo también quiero creer. Quiero creer porque el estado actual de la margen izquierda del Darro, más que un delito, es un pecado. Quiero creer, porque amo a mi ciudad y la intervención prometida por Francisco Cuenca y Reynaldo Fernández sería algo histórico.

Quiero creer, sí. Pero empiezo a sentirme como el viejo protagonista de Hemingway y esa fogosa relación suya, reducida a lo que pudo ser y no fue.

Jesús Lens

Ser río en Granada

Es una maldición, ser río en Granada. Lo escribía hace unos meses en este artículo y lo constato una vez más gracias a esa costumbre mía de hacer “recorticos” con los periódicos y guardar páginas y páginas con noticias, artículos, entrevistas y reportajes que, pienso, me pueden resultar de utilidad en el futuro.

Paso el fin de semana haciendo limpieza y despejando la habitación de mi casa, en el Zaidín, donde voy a instalar mi despacho profesional, ahora que soy autónomo. Y, entre los montones de papel amontonado he encontrado la página 7 del IDEAL del domingo 11 de septiembre de 2016.

“La antigua fábrica de cordeles se recuperará como base del nuevo paseo del Darro”, reza el titular. Y continúa la noticia: “Alhambra y Ayuntamiento arrancarán a final de año la rehabilitación de la galería de arcos y todo el interior, que se transformará en un recinto expositivo para la próxima primavera”.

Cualquier tiempo pasado fue mejor

Esa primavera debía de ser la de 2017, lógicamente. Y como no me suena ninguna noticia sobre la inauguración de ninguna fábrica de cordeles restaurada, tiro de Internet. Y nada. De nada. Nada… más allá de una noticia de La Vanguardia, muy cachonda, fechada un par de meses antes, el 31 de julio de 2016: la intervención en el Darro se hará por fases, para evitar el fiasco del Atrio.

Hace unos días salí a trotar con mi hermano, en un -vano- intento por tratar de ponerme en forma de cara a Las 2 Colinas. Aprovechamos las últimas lluvias para correr junto al cauce del río Monachil, que viene cargado de agua por primera vez en yo que sé cuántos años. Un disfrute. Un gustazo.

Quedamos para volver a salir, pronto, por el más habitual cauce del Genil, para completar el sentido del nombre “Zaidín”, ese brazo de agua, tierra entre dos ríos, que tan bien describiera Isidro Olgoso.

Lo siento por mi hermano, pero también tendremos que acercarnos al Darro, a ver cómo van todas esas maravillosas intervenciones rehabilitadoras que iban a devolvernos el río a los granadinos. Y a los turistas, por supuesto. No olvidemos a los turistas…

¡A la mierda el río, ya!

Cinco años trabajando en un libro titulado “Ríos de celuloide” me han hecho especialmente sensible a esos cursos de agua viva que, en Granada, tienen mala suerte: embalsados, embovedados, tapados, olvidados o abandonados; nuestros ríos son el perfecto paradigma de esa mala follá tan proverbialmente nuestra.

Jesús Lens

Granada y sus ríos

¡Cómo envidio a mi amigo Antonio Camacho! Al cruzar por el parque Tico Medina, se encontró con lo que parece ser una nutria, sumergiéndose y sacando su mustélido cuerpo del agua, mientras chapoteaba en el río Genil. (Ver vídeo AQUÍ)

Para los seguidores de Félix Rodríguez de la Fuente, la nutria es uno de nuestros animales favoritos, a la altura del águila imperial, el lobo o el mítico lirón careto. Así pues, que la nutria haya regresado a nuestras aguas es algo maravilloso. Que ande jugueteando por el cauce urbano del Genil resulta un milagro.

 

No tiene suerte Granada con sus ríos. Desde tiempos inmemoriales, o los hemos considerado un estorbo y una molestia, o nos hemos avergonzado de ellos, hasta el punto de tapiarlos y embovedarlos, como si fueran un engorro.

Au revoir, río Darro

Cosas que solo pueden ocurrir en Granada: que, sin solución de continuidad, el Darro pase de protagonizar el Paseo-más-bonito-del-mundo a adentrarse en una oscura caverna que lo oculta hasta su desembocadura en el Genil, unos kilómetros más adelante y de forma casi clandestina, cuando la confluencia de dos ríos es uno de los espectáculos más hermosos que la naturaleza nos puede ofrecer.

 

Y luego está la mortaja de cemento y hormigón que sella el destino del Genil a su paso por Granada, desde que empieza a embalsar sus aguas a la altura del Puente Verde y apenas muestra vida o actividad en su proceloso penar a través de las esclusas, que lo maltratan en su poco lucido y nada heroico periplo urbano.

 

Un río, según la RAE, es una corriente de agua continua y más o menos caudalosa que va a desembocar en otra, en un lago o en el mar. Y para la Wikipedia,  es una corriente natural de agua que fluye con continuidad. El Genil, por desgracia, y una vez deja de cabalgar en paralelo a la Carretera de Sierra, no llegaría a tener la consideración río en nuestra ciudad: ni es corriente –aunque sí vulgar, demasiado vulgar-, ni es caudaloso, ni fluye con continuidad.

La propuesta de Equo de darle vida al Genil urbano me parece excelente y necesaria y la presencia de la nutria juguetona en sus aguas es la señal que estábamos esperando para animar a nuestros responsables municipales a abordar la cuestión. Por cierto que del prometido arreglo del Darro, en 2015, también deberíamos hablar.

 

Jesús Lens

Septimio de Ilíberis

Un año. Ya ha pasado un año desde que Jorge Fernández Bustos publicara un libro inabarcable, inmenso, sorprendente y excesivo. Un libro que se desborda desde cada una de sus prodigiosas 400 páginas.

“Septimio de Ilíberis”. Así se titula la novela de Jorge, publicada por la editorial Círculo Rojo. Una novela con la que he tenido una deuda que he tardado mucho, demasiado tiempo en saldar.

Maquetación 1 (Page 1)

Me pasa más de lo que ustedes piensan.

Leo un libro que me fascina, lo dejo reposar antes de afrontar la reseña… y nunca veo el momento de ponerme a ello. No por vago, ojo, sino porque creo que necesito más tiempo para absorber todo lo mucho y bueno que tiene.

Es lo bueno -o lo malo- de hacer las cosas por gusto, y no por obligación. Con la novela negra sí voy al día en mis reseñas y comentarios, pero con el resto de géneros, me lo tomo con calma. Con demasiada calma, a veces.

Por ejemplo, aquí delante tengo “El mar interior”, una obra maestra de Philip Hoare. Y “Los anillos de Saturno”, de Sebald. Dos novelas fundacionales que han cambiado mi forma de escribir y que, incluso, están condicionando mis actuales proyectos literarios.

Y no he dicho una palabra de ellos.

Septimio de Ilíberis desconcertado

O de la genialidad de William Ospina y “El año del verano que nunca llegó”. O “Ecuatoria”, de Patrick Deville, por ejemplo.

Son libros de los que hablo con los amigos cuando estamos tomando unas cañas. Que los recomiendo y los regalo, incluso. Pero de los que aún no he escrito. Porque creo que todavía tienen mucho que decirme. O, quizá, porque me exigen una relectura, más tranquila y pausada.

O, también, porque soy egoísta y me gusta saberme poseedor de un pequeño tesoro que no me apetece compartir. Como los niños chicos.

Y con “Septimio de Ilíberis” me ha pasado lo mismo. Y es que es posible que algunos de ustedes no sepan, por ejemplo, que uno de mis libros de cabecera es “Fábulas y leyendas de la mar”, de Álvaro Cunqueiro, un autor al que, junto a Joan Perucho, Jorge Fernández Bustos dedica esta novela que… ¿he dicho ya que resulta fabulosa, desmesurada, sorprendente, emocionante y absolutamente inesperada?

Septimio de Ilíberis Jorge Fernández Bustos

Yo no sé cómo le dio a Jorge por situar su acción en la Granada de los visigodos. Porque, cuando uno piensa en Granada y en la novela histórica, o nos vamos a los árabes o a los romanos. Pero, ¿a los tiempos de Recaredo?

Pues sí. Al siglo VI de nuestra era. A los tiempos de las disputas teológicas entre el arrianismo y el catolicismo. A los tiempos del Concilio del Toledo.

Pero todo comienza en Granada, esa ciudad en la que todo es posible. En el cauce del Darro y en sus aledaños. Allí vive este Septimio, séptimo hijo de un vinatero y una curandera. Un Septimio que no tarda en ponerse en camino, en dirección a la Ruta de la Plata. Un Septimio que, como comprobarán los asombrados lectores, llegará a perder la cabeza, y no metafóricamente hablando. Pero no pasará nada. Porque en el universo mágico inventado por Jorge Fernández Bustos, todo es posible. También.

Los encuentros del camino.

Lo que le pasa a Septimio.

Y lo que ve.

Y cómo lo cuenta Jorge en las 400 páginas de una novela única en su género. Inclasificable. Mágica. Enorme. Envidiable. Imposible de resumir en un puñado de líneas.

Septimio de Ilíberis portada

¡Qué gusto, leer una novela así! Una novela que es pura literatura y que se lo debe, todo, a la gigantesca capacidad de fabulación de un escritor que también ha leído. Mucho y bien.

Háganme caso y no hagan como yo.

No dejen pasar el tiempo, entre que leen esta reseña y leen el libro.

Se van a alegrar.

Se lo van a pasar muy bien.

Van a gozar.

Y querrán guardar el secreto.

Pero no deben. Porque las cosas bonitas de la vida, hay que compartirlas. ¿verdad…?

Jesús Lens

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