La convocatoria para el Sacudiendo letras del pasado mes tenía como lema: – Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?
Y las propuestas que tenemos son las siguientes:
Laberinto ciego
Estoy temblando, incosciente y ajena a todo, tan solo sintiendo un dolor que oprime mis sentidos y hace que no pueda percibir nada que no sea mi propio tormento.No se el tiempo que permanezco en ese estado de embotamiento profundo, pero debe ser mucho porque se ha hecho oscuro y apenas veo el reflejo de una farola que entra por mi ventana.
Intento incorporarme con gran esfuerzo pero no puedo. El dolor es tan agudo que siento como si mis entrañas quisieran partirse en dos; la rigidez es ya una vieja conocida. Respiro hondo y me preparo para un nuevo intento de sobreponerme a mi tortura.
Durante un instante fijo mi vista en el cuarto, compañero de mis tormentos. Es apenas un cubículo, carece de comodidades y de adornos, pero es mi cuarto, el sitio donde no tengo que ser otra persona. Dejo que mi mente vuele sola y me olvido del mundo y hasta de mi misma.
He debido dormirme porque no recuerdo nada desde mi recreo visual hasta el vocerío en la calle. Se me olvidó que eran fiestas y ya es tarde para ir a mezclarme con el gentío. Siento envidia, mucha envidia de las risas que llegan como punzadas a mi atormentada cabeza.
De repente noto que no estoy sola, ha sido un leve sonido o quizás un anhelo, pero me ha parecido notar un cuerpo cálido a mi lado. Efectivamente, a mi lado, está mi pequeño, mi vida.
Me mira con ojitos ansiosos, creo que intenta saber qué me pasa. Pobre hijito mio,¡ tan frágil y tan fuerte al mismo tiempo!. Saco fuerzas de flaqueza y me incorporo mientras él fija sus ojitos curiosos en mi. Ahora que caigo, esta mañana no le puse su almuerzo, de hecho, ¿cuánto hace que yo misma no como nada?, ¿será ese el dolor que siento por todo mi cuerpo?, ¿hambre?.
Se me olvidó de nuevo. El médico me dijo como ir trampeando el día a día y yo me creí muy lista, que él exageraba, pero lo cierto es que el alzheimer está ganando la batalla. Las palabras de mi hijo me sacan de mis cavilaciones:
-Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?
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La fotogenia del día
-Bajo mínimos… –Me dijo… –Así me siento…
Mientras bebía un gin and tonic…
Mi cerebro se fugó detrás de su biografía, o de lo que al menos yo conocía como tal.
De pronto entró en la terraza del bar un negro albino vendiendo collares, anillos, sombreros, bolsos y un montón de mercancías colgadas de su cuerpo.
-Hola… –Nos saludó y su tono amistoso lo remató con una sonrisa contagiosa.
-¿Qué tal un collar para la novia?
No tengo… –Contestó mi amigo
-¿Para la esposa?…
-Dios me libre… –Agregó, malhumorado y bebiendo un trago.
-¿Y una amante?… –Salen muy caras…
-Pues entonces tú compra collar para estar listo cuando abras una puerta…
-No, gracias…
-¿De dónde eres?, le pregunté. Sin poder evitar una mirada en sus cicatrices faciales.
-De Senegal… Su respuesta contenía todo el colorido de su tierra y en sus ojos el dolor del continente entero…
-¿Y tú, compras?… –No tengo mujer…
-Perfecto… –Remató el joven africano que luego supe se llamaba Mamadou.
Lo miré alejarse agradecido con el día y con la oportunidad que supo fabricarse.
-¡Qué calor de mierda!… –Dijo mi amigo.
Y en ese momento lo percibí como un escarabajo sitiado en su coprofagia.
-Sabes, tienes razón…
-Pues claro, el calor es una mierda, y este mundo, un caos. ¿Leíste las noticias?
-No me refería a eso. Tienes razón. Estás bajo mínimos y eres un tío tóxico.
Cogí el collar de la mesa, dejé un billete de cinco euros y me fui repasando nuestra historia en común. No podía entender cómo había sido mi amigo por tantos años. Su vida era una mierda y la mía despedía un olor muy parecido.
Tenía que comenzar de nuevo.
En la esquina la vi. Era bonita. Su piel bronceada contrastaba con una media sonrisa igual a una puerta entreabierta… Decidí tocar.
Hacía mucho que yo no me atrevía a piropear a una mujer en la calle.
Hacía mucho que no tenía ganas de buscar aventura o lo que viniera después. La muerte de mi mujer me había tenido sumido en una prolongada depresión y me sentía incapaz de ligar a nadie.
Fui hacia ella.
Iba recordando las cicatrices de Mamadou, que nos acaba de contar, se las habían hecho en su pueblo por ser albino, y por lo tanto, un endemoniado.
En la bolsa del pantalón sentí el collar recién comprado; una tontería, pensé.
Pero las tonterías son como las llaves, sirven para abrir las puertas…
Mi gran sonrisa era contagiosa. Como la del negro albino.
Ella me recibió con otra tan parecida, que me pareció estar frente al espejo.
Mis cicatrices habían desaparecido…
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Sin título
– Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?
– ¡Calla, coño, o te meto un par de hostias!
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Sin título II
– Ooh-la-la, pero Sarita, qué horror!
Malos presagios. Cuando mamá se afrancesaba quería decir que estaba siendo superada por algo inimaginable, desorbitado.
– Con lo que tú eras, Sarita, mon chèrie. Vamos a tener que decirle a Edgar que entrene más el photoshop, lo vamos a necesitar. Así te quedarás sin llamadas, o sea,… no, no, no sé cómo puedes hacerme esto. Ooh-la-la….
Durante años le había encantado ir de compras con mamá; ella tenía tan buen gusto, era tan elegante. Lo hacían casi cada mes, y llenaban armarios de prendas fabulosas que apenas se ponía dos o tres veces. Desde que tenía conciencia de sí misma sus amigas la tenían idealizada, con ese cuerpito tan esbelto, tan larguirucho, esa melena tan cuidada, esas uñas,… y esa vida de celebrity, de sesiones de fotos, anuncios y pasarelas. Era estupendo ser tan admirada. Era llegar al cole en el coche con Fermín y estar rodeada de toda la clase, rodeada de preguntas, miradas, cuchicheos, envidia. Así se sentía: era la niña del glamour.
Despertó a la vida con 18 años.
A los dieciséis ya disponía de dos buenas tetas (regalo de mamá por su cumple), y una muy leve curvita entre cintura y caderas fruto de su pubertad, así que aquello ya rozaba el delirio cuando sentía que muchos ojos se volvían a su paso.
Pero allí estaba, delante del espejo de aquel probador infame, comprobando que ya no cabía en la 36. ¿Qué podía hacer una chica de casi 18 años con una talla 38? No, no era capaz de imaginarlo…. No, no, aquello era el fin!
Durante meses no quiso hablar, su mirada se hizo opaca, triste, se vistió con ropas flojísimas para evitar su cuerpo, y en casa, a solas, se introdujo en una extraña confusión de comida, dietas, batidos adelgazantes y vómitos, muchos vómitos…. A veces sentía que debería dejarse llevar, asumir la “foca” en la que se había convertido y tratar de olvidarse de sí misma. Entonces se atiborraba a galletas y chocolate,…. mmmm, cómo le gustaba el chocolate…. pero luego volvía a verse en algún espejo y sus dedos, como un resorte, se introducían en lo más profundo de su garganta para vomitar y vomitar.
La encontraron en la calle, desmayada, sin aliento. La radio de la ambulancia emitía: mujer, joven, altura: casi metro ochenta. peso: unos cuarenta kilos….
Lo último que vio fue lo primero que recordó al despertar a su nueva vida: invierno, noche, cartones en el portal de una sucursal bancaria y una pregunta lanzada al aire: “mamá ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?”
– Sara, me llamo Sara – dijo.
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Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?
No sé por qué seguía usando despertador cuando cada mañana mis ojos se abrían inevitablemente justo antes de que el reloj anunciara la hora ajustada. Las seis de la mañana era el momento preacordado para iniciar la media maratón. Ni un minuto más tarde sería apropiado para poder llegar a buen puerto. La tarea era mecánica, pero el orden podía ser inverso, lo único importante era llegar a tiempo al trabajo. Prepararlo todo, recoger lo necesario, no olvidar ni un documento y levantar a mi hijo entre negativas para que antes de que reaccionara ya se encontrase metido en el coche camino de casa de sus abuelos.
Las siete horas de jornada se pasaban volando, aderezadas con el estrés recomendable y antes de que me diese cuenta ya me encontraba en casa como realizando los últimos cinco kilómetros antes de llegar a la meta. La tarde dedicada a las poco gratificantes tareas del hogar y con un poco de suerte a otras aficiones mejor estimadas, con descansos de por medio para la docencia, la maternidad, a grandes cucharadas y la amistad, o el culto al yo y al cuerpo en cantidades limitadas.
Todo iba rodando como siempre cuando justo me siento a la mesa y una pequeña persona con identidad muy definida a pesar de sus cinco años de edad, decide utilizar su palabra de forma espontánea para cuestionar:
– Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada de cenar?
– ¿Cómo que nada de cenar?
A la pequeña persona con identidad marcada le parecía “nada” aquellos canónigos acompañados de un poco de queso y una pieza de fruta. La costumbre pasaba por usar cuchara y tenedor todas las noches y el haber resuelto el escaso tiempo para la cocina en suprimir un cubierto había llevado a mi hijo a cuestionar si el término “cena” también englobaba a aquellos alimentos que yo había presentado ante la mesa.
Fue en ese preciso instante cuando decidí romper rutinas y horarios y responderle con una historia.
– Te voy a contar algo hijo. ¿Te gusta el nombre de Teodoro?
– ¿Teodoro mamá?, ¡qué nombre más feo!
– Pues verás, aunque su nombre es muy feo según tú, su historia creo que te va a gustar.
Teodoro trabajaba hace muchos, pero que muchos años en un taller de artesanía. Con apenas diez años dedicada más de diez horas diarias a la talla de la madera. Su oficio consistía en lijar y lijar madera para que los artesanos la tuvieran preparada a la hora de tallar las figuras encargadas por los diferentes conventos. Teodoro sólo hacía dos comidas al día. No tenía ni chocolate, ni dulces ni alimentos variados. Sólo pan, leche y con suerte algunas legumbres. Y cada noche cuando terminaba en el taller soñaba con el momento de llegar a casa para tomar como siempre, un trozo de pan tostado con un buen tazón de leche caliente que su madre le preparaba cada día. Todos y cada uno de los días de la semana.
– ¡Mamá pobre niño!
– Si hijo, creo que nosotros dos aunque hoy tengamos canónigos en la mesa tenemos más suerte de la que tenía Teodoro ¿no crees?
– Si, creo que si. ¿Pero mañana harás algo de cenar mamá?
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SECRETO CASTIGO
Apretó el botón.
Ya estaba hecho, ya aquello circulaba por las ondas, camino a un receptor de cuya reacción no sabía qué esperar.
Cecilia era una mujer bella, resuelta, libre, que había vivido la vida a su modo, sin prejuicios, disfrutando cada minuto como su propia conciencia le había ido indicando.
Con toda naturalidad vivía y dejaba vivir. Persona de pocas palabras. Nadie se había inmiscuido en su mundo sin permiso, del mismo modo que ella tampoco lo había hecho en el de los demás. Y sobre todo había disfrutado de los hombres, una pasión irrefrenable que le llenaba tardes y noches.
Le gustaban como a quien le gusta el pan, a veces tierno, a veces tostado, a veces “de molde”,… todo lo desmigaba. Y nada la frenó a consumirlo sin reparos. Lo disfrutaba, lo adoraba. Muchos eran los que habían recorrido su piel, muchos.
Sólo cuando su hijo se fue haciendo grande percibió sin temor una nueva sensación en su existencia: “el secreto”. Ambos siempre se habían tratado casi con monosílabos, pero vivía en la certeza de haberle transmitido una enorme ternura sin palabras.
Ella siempre le preparó la cena con esmero, puntual, a tiempo para que después él pudiera conciliar el sueño antes de las clases. Pero nunca cenó con él.
– Mamá, ¿qué hay allí? – le preguntaba él señalándole su habitación.
– Nada, cariño, sólo mi cena. Date prisa, se hace tarde.
Y cuando él ya dormía, ella se dedicaba a sus pasiones, a sus ilusiones, tras esa puerta que siempre permaneció cerrada a los ojos de su pequeño.
Luego, cuando el paso de los años quiso que su cuerpo se ajara, que su deseo amainara plácidamente, que sus ansias no fueran bien correspondidas, que su hijo creciera y aprendiera, entonces llegó la distancia. Esa terrible distancia que ella sentía cada año como un puñal cuando él, al felicitarle su cumpleaños, le enviaba un atento regalo con un burlesco mensaje: “Mamá, ¿esta noche tampoco hay nada para cenar?”
Nunca le perdonó su secreto, nunca hablaron de ello. Se sabían cercanos, se tenían cuando se necesitaban, pero entre ellos había una inmensidad de vacío, de monosílabos. Nunca la entendió. Ni ella trató de explicarse.
Aquel día Cecilia cumplía los setenta. Y sólo entonces tuvo el valor de afrontar su mirada frente a frente. Sólo entonces tuvo el coraje de aproximarse a lo que más quería del mundo, de poner palabras a las cosas, de explicar que su vida no había dañado a nadie más que a sí misma.
Por eso le envió aquel mensaje; por eso: “Cariño, hoy te invito a cenar”.
Y se sentó a esperar.