De la última a la primera, aquí están todas las entradas anteriores de «Barras y Estrellas». Si debutas en la lectura, empieza por abajo del todo 😉
– ¡La maternidad no te ha hecho perder la mano con la cocina, Isabel! ¡Estos callos están de puta madre!
Ésa era la mejor versión de Antonio, con el bigote chorreando el caldo rojo de los callos de garbanzos y morcilla de Isabel, con un toque picante.
– ¡Tráete más Alhambras, Estrellita! Y más te vale tener una buena reserva en el congelador porque esto pica como sus muertos a caballo y a todo galope!
Ahí seguía Antonio, haciendo mojás con el pan y hablando con la boca llena. No lo podía evitar. No era tanto mala educación o grosería cuanto gula desaforada cuando se enfrentaba a uno de esos platos tradicionales que ya no se cocinan en las casas y empiezan a ser más exóticos que el sushi o la salsa teriyaqui.
– Bueno, Fernando, ¿nos cuentas tú o tenemos que esperar a que vuelva por aquí el madero ése que tanto cariño parece habernos cogido?
– Tampoco tengo tanto que contar. Por lo visto, aquella noche le zumbé a un tío de Motril que, al parecer, tiene varias deudas pendientes. Me tomaron declaración y me dejaron ir.
– ¿Libre?
– A ver. Juicio, habrá. Pero, por suerte, al haber ido pronto al hospital, constaban restos de la droga en mi organismo. Así que parece que no será complicado que me absuelvan.
– Por no estar en tus cabales.
– No es precisamente éste el término jurídico, pero esencialmente sí. Por no ser responsable de mis actos.
– ¿Y le zumbaste bien? Es decir, ¿le provocaste heridas graves?
– Para nada. En esto de pegar, hay que saber. Y yo, lo más que sé de pegar, es pegar sellos. Por lo que dice el inspector, quisieron mandarle un aviso al tipo en cuestión. Nada serio. Solo que supiera que, si no pagaba, la cosa sería peor.
La vuelta de Fernando había supuesto un alivio para todos los habituales del “Café-Bar Cinema”. De hecho, los callos de Isabel se convirtieron en una celebración por el buen fin de aquel asunto. Aunque fuera un final más falso que los finales felices de las malas películas yanquis.
Estrellita seguía queriendo saber quién y cómo había drogado a Fernando y el hecho de que el inspector López se hubiera pasado por allí otra vez, aunque fuera a tomar una cerveza tranquilamente le mosqueaba. Y mucho. Pero tampoco podía, ni debía, obsesionarse y se daba cuenta de que empezaba a considerar a todos los desconocidos que entraban en su bar como unos potenciales secuestradores. Así que trató de disfrutar de los callos y se consoló pensando que, con toda aquella historia, al menos, nadie hablaba de las elecciones andaluzas ni de la merienda de negros en que se estaba convirtiendo este país, en los últimos años.