Hasta hace unos meses, cuando leía que se estrenaba una nueva serie ‘de visionado obligatorio’ en una plataforma a la que no estoy suscrito, sufría por no poder verla. Lo de sufrir, en sentido metafórico, que con el sufrimiento provocado por la pandemia, la inflación y la guerra ya tengo bastante.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, cuando alguien me dice lo de “no te puedes perder tal serie” y la ‘imperdible’ está en Amazon, Apple TV o en alguna las otras mil y una plataformas que han proliferado como las sonrisas de políticos en campaña electoral; me lamento… de boquilla mientras pienso “eso que me ahorro”. Ahorro económico y de tiempo, también.
No hay espectadores para tanta plataforma. Es un hecho. De ahí que Netflix esté en crisis, perdiendo suscriptores y, de camino, pegándose un buen revolcón en Bolsa. Sus directivos, para frenar la hemorragia, se plantean medidas como poner publicidad en una modalidad low cost de la plataforma o gravar las contraseñas compartidas. O sea, atacar la línea de flotación de su hasta ahora exitoso modelo de negocio.
Si le sirve de pista a los gurús de Netflix sobre el porqué pierden suscriptores: llevo varias semanas sin entrar en su plataforma, cuyas cuotas abonamos religiosamente mis compadres y yo. No entro porque su contenido me aburre soberanamente y para encontrar algo medio interesante, tengo que abrirme paso entre los intersticios de su algoritmo a machetazo limpio. Vi ‘El poder del perro’ en Navidad. Y ‘No mires arriba’. Tengo pendiente la última temporada de ‘Ozark’, un serión, pero no hay nada más que despierte mi curiosidad, así a priori. Sigo apuntado por inercia, pero como me toquen la moral…
Mi desapego definitivo hacia Netflix comenzó cuando cancelaron ‘Mindhunter’, la serie de David Fincher que justificaba por sí sola el pago de la cuota. Aquello fue un aviso a navegantes de lo que estaba por llegar: empacho de productos clónicos y mediocridad a raudales. Mal negocio.
HBO sigue invirtiendo en series muy potentes y atractivas. Nombres como los de David Simon o Michael Mann son garantía de calidad. En Netflix prescinden de los autores en favor de la estética, el estilo y el algoritmo, siempre el jodido algoritmo, convertido en Dios catódico.
La propuesta de cine clásico y de autor de Filmin es imbatible, imprescindible, ineludible e indispensable y soy rehén de Movistar por el baloncesto y la TCM. Por supuesto, aprovecho para ver series noir de altísima calidad como ‘La unidad’, ‘Hierro’, ‘La peste’ o ‘Antidisturbios’. Estoy poniéndome al día con ‘Justified’ y disfruto con el humor negro de ‘Nasdarovia’. Me apena que cancelaran ‘Vergüenza’ y ‘Reyes de la noche’, eso sí. Y no entiendo lo de Urbizu, la verdad. Pero si no fuera por el baloncesto, más adicción que afición, no tendría problema en prescindir de todo ello.
Por lo demás, me declaro en huelga de plataformas, sin que me importe un ápice todas las maravillas mensuales que me pueda perder. Porque igual que no hay espectador para tanta plataforma, no hay retina para tantas series. Y es que hacerse mayor también es asumir que no puedes caer en su telaraña, que son unas auténticas ladronas de tiempo.
Mucho mejor ver seis películas que doce episodios de una temporada cualquiera de una serie que “tampoco está tan mal”. ¡Ya no estamos para según qué tontás! Porque en la mayoría de los casos, las series se estiran como los chicles, de forma innecesaria y artificial. De ahí el éxito de las miniseries de seis episodios. O de cuatro. O tres. Las historias contadas en un par de horas o tres. Como las películas.
Jesús Lens