THE WALKING DEAD

Pues no. No era “The event” la serie del momento o lo que hay que ver, como decíamos aquí. Lo que realmente peta, ahora mismo, es “The walking dead”. Y para darle la bienvenida a mi Némesis, a nuestro querido Indi-Rash, empecemos con una de esas teorías sociológicas que algunos se inventan para “justificar” lo que, en realidad, no debería necesitar justificación alguna.

El caso es que, según dicen, el cine de vampiros ha cedido el testigo al cine de zombies (y quién dice cine dice televisión de la buena) por cuestiones relacionadas con la Crisis Financiera Internacional. Hasta ahora, la crisis nos hacía fijarnos en los vampiros chupasangres. En los tecnócratas financieros que, con su sofisticada ingeniería y su falta de ética, llevaron a la ruina a ciudadanos, empresas y hasta bancos, poniendo en jaque la sostenibilidad del sistema.

Pero, una vez desenmascarados esos viles y turbios manejos, ¿qué nos queda? Una ingente masa de gente impotente, haciendo cola en el INEM, viendo su vida arrasada, su casa embargada y su coche inmovilizado, por falta de dinero con que pagar la gasolina o, lo que es más sintomático, por no tener ningún sitio al que ir. Los muertos vivientes, o sea. Los zombies.

Y, una vez “dada” la bienvenida a Rash (no sé como verá / veréis esta teoría) hablemos de la serie en sí misma. Porque la serie es un serión. O sea, un cañón de serie. Que comienza situando el listón muy alto… para no bajarlo en la hora larga que dura el inmejorable piloto de “The walking dead”.

Que va de zombies ya lo sabemos. Por eso, el creador de la misma, Frank Darabont, no se molesta en explicarnos qué son los zombies, ni cuándo o porqué vienen a la tierra. Al menos, no en el primer episodio, rompiendo con la dinámica habitual de presentarnos a los protagonistas en su ambiente para, después, contarnos la tragedia, el accidente o el incidente de turno.

No sé si los tebeos en que se basa la serie arrancan de la misma forma. De lo que podemos dar fe es de que sus creadores no aceptaron ninguna oferta para que su historia fuera llevada al cine o la tele hasta que se vieron convencidos por la oferta del director de “La milla verde”, en quién confiaron ciegamente.

Y bien que han hecho.

Porque, ¿lo hemos dicho? “The walking dead” es un pedazo de serie.

El prólogo, seguido de la equívoca introducción que enlaza con el principio de la historia, resulta prodigioso. Y el recurso de las flores que le llevan al enfermo al hospital, frescas primero y secas después, resulta de una poesía metafórica que, si no habláramos de una historia de zombies, podría parecer hasta empalagosa.

Y hablemos de ellos. De los zombies. No vaya a parecer que soslayamos la cuestión. ¿Qué tal salen los zombies en la serie de Darabont?

Pues salen… de lujo.

Porque, al principio, durante (casi) todo el piloto, los muertos vivientes (a los que llaman injustamente “Caminantes” en la traducción española), los pobrecitos zombies, dan una mezcla de pena y miedo, hasta el punto de que su ejecución es algo casi piadoso. (No le demos vueltas a la sociología, de nuevo, vayamos a terminar de liarla)

Pero, justo al final del capítulo, en una imagen de Apocalipsis total, la cosa cambia de color y el momento en que el caballo cae en manos de los ciudadanos de Atlanta… en serio, mejor no hacer sociología, no sea que los disturbios de Atenas, este verano; o los de París, hace unas semanas, se nos queden convertidos en una mera anécdota…

¿La estáis viendo?

Jesús Lens (que ya lo advertía hace unos meses: Be Zombies, my Friends)

TRUE BLOOD

Lo que más me gusta de “True blood” es que el personaje que no es medio gilipollas es porque es gilipollas y medio, con Jason Stackhouse a la cabeza, un mastuerzo, un cacho de pan que está más bueno que el pan, cuyo cerebro parece un queso gruyere carcomido por los gusanos. Pero lo sabe. Sabe que es tonto. De bote. Y de baba. ¿Y su hermana, Sookie, que tiene el don de escuchar los pensamientos de todos los que le rodean, y no ha llegado más que a camarera del Merlotte´s? Para lo único que le sirve su talento es para confirmar, cuando sale con hombres, que se la quieren tirar…

Y, conste que todavía no he dicho un “joder”, “mierda” o “the fucking shit”, que ya estaba viendo la cara de algunos de vosotros, jejeje.

Si hacemos caso a las series de la HBO, el nivel dialéctico del común de los mortales, en USA, es paupérrimo. Y, en el caso de “True Blood”, lo del Sur tiene que ser ya una cosa terrible. Y es que el Sur de los Estados Unidos tiene que ser para verlo. Que no para vivirlo. Y, por eso, cuando los vampiros deciden salir del ataúd, después de que se haya inventado una sangre sintética que les permite saciar su sed sin necesidad de dejar secos y marchitos a los humanos, resultan mucho más interesantes, versados y atractivos de esos vulgares hombrecillos de andar por casa.

De hecho, Lafayette debería ser una loca vampiresa total, que es la única que se salva de la quema.

No me ha enganchado tanto como otras series HBO, pero la insania de “True Blood” también es contagiosa y, en apenas una semana, he visto la primera temporada completa. Lo que tampoco tiene tanto mérito, que son sólo episodios. Sólo doce, pero eso sí: repletos de vísceras, sangre, mordiscos, estacas y más sangre. Y más vísceras.

Lo más interesante, claro: las relaciones entre vampiros y humanos. Para ellos, nosotros somos nada más que un puñado de carne mortal, sentimentaloide, débil e insustancial. Una mera fuente de alimento. Para nosotros, ellos son un grupo de no vivos, amorales y poco fiables tipejos.

La clave: ellos no son humanos. Nosotros no somos vampiros.

El conflicto: ¿nos arrejuntamos o nos separamos, segregamos y dividimos?

Porque, a la hora de la verdad, el Fangtasia es un club muy molón, aunque sea de y para vampiros. Y a las chicas les gusta ir. Y mezclarse con sus nuevos amiguitos de luengos colmillos. Y dejarse dar una chupadita, que tampoco pasa nada, ni es contagioso.

Pero es que, además, la sangre de vampiro, popularmente conocida como V, es adictiva para los humanos. Les transporta a paraísos artificiales tan estimulantes que ni la heroína ni la cocaína. Y, así, la mezcla, el tráfico y el mestizaje de humanos y vampiros será tan peligroso como imposible de contener, aunque haya un asesino en serie que no esté de acuerdo con todo ello, en el pueblucho de Bon Temps en que transcurre la trama de una serie gamberra, deslenguada, provocativa y provocadora, sexualmente explícita, a ratos repugnante y repulsiva; a ratos tierna y divertida.

La conclusión: que veremos la segunda de “True Blood”, por supuesto.

Jesús Lens, enamorado, platónicamente, del Deep South Yanqui 😉

GUERRA, MUERTE, GUSANOS, DESOLACIÓN

Ha querido la casualidad que, en la misma semana, haya visto la miniserie “The Pacific” y haya leído “La canción de los gusanos”, dos productos tan distintos como curiosamente complementarios.

“The Pacific” fue la gran apuesta de la HBO para esta temporada, en formato miniserie televisiva, recién galardonada durante los Emmy con un buen puñado de premios. Heredera de la famosísima y reverenciada “Hermanos de Sangre”, la autoproclamada serie más cara de la historia de la televisión cuenta la II Guerra Mundial desde la óptica de los Marines que combatieron en el frente del Pacífico, de Guadalcanal a Iwo Jima.

“La canción de los gusanos”, por su parte, es un cómic en el que los granadinos Álex Romero al guión y López Rubiño al lápiz cuentan la I Guerra Mundial, desde la óptica de dos soldados ingleses a quiénes, como en las obras de Shakespeare, una ominosa presencia les hace partícipes del destino que les espera. Un destino cruel.

¿Qué tiene que ver la serie más cara de la historia de la televisión, producida con todo lujo de detalles por todo un Tom Hanks, con un cómic publicado en España por Norma editorial?

La relación está en la apocalíptica visión que ambas obras trazan acerca de ese lugar llamado “guerra”, una nebulosa que, más allá de las coordenadas geográficas y espacio-temporales, se repite una y otra vez, con su ominosa carga de podredumbre, dolor, muerte, crueldad, sinsentido, desolación, vacío, sangre, violencia, crudeza, vísceras destripadas, insania y locura.

Habitualmente, la historia del arte, de todas las artes, nos ha contado la guerra desde la óptica de los vencedores, los héroes y las hazañas, las medallas, los logros, los triunfos y las conquistas. Puntualmente, ha habido casos en que la guerra cobraba otra dimensión, oscura, tétrica, cruel, pestilente… en ese sentido, las pinturas negras de Goya sobre la Guerra de la Independencia de los franceses no son una referencia baladí, cuando lees “La canción de los gusanos” y ves la representación de algunas de sus viñetas.

“The Pacific” no ha dado de sí todo lo se esperaba. Mucha cáscara, mucho lujo en los detalles, mucha riqueza de medios, pero poca intensidad, por muchas vísceras que volaran por los aires. Ha sido un intento de reverdecer los laureles de “Hermanos de sangre”, pasando por el tapiz de “Banderas de nuestros padres” y “Cartas desde Iwo Jima”, de Clint Eastwood, pero sin la fuerza, la densidad y la intensidad de aquella.

Sólo hay un episodio en todo “The Pacific” que medio lo consigue: ése en que hace un calor espantoso, los soldados no tienen agua y la fotografía sobreexpuesta hace que la imagen aparezca blanca en pantalla, quemada, abrasada como los labios resecos de los combatientes. Combatientes que son como zombies, que deambulan en pantalla, que no sabes lo que hacen ni por qué, como marionetas o robots desmadejados, rotos.

Y, en mitad, un infierno de cuerpos muertos, podridos y ensangrentados, comidos por los gusanos, desmembrados. Justo como el panorama en que Álex Romero y López Rubiño sitúan la tragedia en dos actos y un epílogo de dos soldados cuya trayectoria en la Guerra no sabemos y que aparecen solos, en mitad de un campo desolado, sin ninguna misión que cumplir, colina por tomar, posición que defender. Sólo saben que uno desertará y el otro le matará. A partir de ahí, la nada. La abyección. La locura. La enfermedad. La crueldad. Con el enemigo. Con los compañeros. Con los civiles. Y los cadáveres, comidos por los gusanos, como testigos de excepción de un tiempo, unas circunstancias que, por desgracia, siempre terminan volviendo.

Porque la guerra no es bonita ni tiene nada de hermoso. Para entender el pacifismo, nada mejor ni más apropiado que “La canción de los gusanos”, los únicos que acaban teniendo voz en mitad de la podredumbre.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

MODERN FAMILY

Hay teorías de Autoayuda, o será un Aforismo, o el consejo de un sabio oriental (preferentemente Confucio) o un proverbio árabe (en este caso, nos gustan más los anónimos) que dice que tenemos que luchar por conseguir hacer de cada día un día memorable.

Lo leía en el libro que estoy a punto de terminar, “Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo”: hay días de nuestra vida que es como si no hubiesen existido. ¿O lo habré leído en alguno de los recortitos de periódico que me he pasado toda la mañana repasando?

El caso en que le tenía yo cierta aprensión a este sábado 21 de agosto. Hasta el punto de que, en el Twitter, dejaba una nota mañanera:

“La duda sobre este sábado es… ¿haremos algo con él o nos lo pasaremos enmarranaos perdíos?”

La noche la tenía asegurada, pero ¿y el día?

Pues bien: este sábado ya podemos decir que ha sido memorable gracias a haber asistido en directo al preestreno en Fox de otra de esas series de televisión (gran triunfadora de los Emmy de este año, como leemos AQUÍ) que nos harán reír a mandíbula batiente y, en caso de que alguno de vosotros la vayáis viendo, nos dará para tener buenas y edificantes charlas.

Preguntar “de qué va”, cuando hablamos de estas nuevas y gloriosas serias, es lo de menos. Pero bueno. Va de familias. Que, en realidad, son una y gran familia. Moderna, claro. El abuelo (interpretado por el majestuoso Al Bundy de “Matrimonio con hijos”, entrado tanto en edad como en carnes) es un tipo chulo, con deportivo en la puerta de su casa con piscina y jacuzzi. Está casado con una colombiana cañón, mucho más joven que él y que tiene un hijo de 11 años tan gordito como maduro, mayor, serio y responsable.

Además, el abuelo tiene un hijo gay super-fashion y extra-cool que vive con su gruesa pareja, con la que ha adoptado a una niña vietnamita; y otra hija, casada con un pelele y padres, a su vez, de tres hijos más.

Pero dejemos que sea un extraño el que describa a la Familia, cuando habla de una de ellos, su novia adolescente: “Es supersegura. Tiene la clase de seguridad que te da tener una familia así… que es apasionada y acepta a extranjeras guapas, a tíos gays y a personas piradas. Ya saben, una familia donde la gente se quiere”.

Porque, además, está la ex… pero bueno, ¿qué más da? Lo importante es que, nos guste más o nos guste menos, nos vamos a sentir identificados con los personajes y las situaciones, diálogos, reflexiones, ridiculeces, grandezas y miserias que protagonizan.

Por ejemplo, una frase de apoyo de la mamaíta colombiana a su hijito de 10 años, después de que éste declarase su amor a una chica de 16… y no ser correspondido: «No te preocupes cariño. Yo voy a ser la brisa en tu espalda, no el escupitajo en tu frente».

 

De verla, a la Conferencia Episcopal le va a salir un sarpullido. A los defensores de la familia tradicional les va a irritar. A los conservadores les va a soliviantar. A los rancios les va a provocar urticaria. Pero a todos los demás… ¡nos va a encantar!

“Modern family”. En la Fox. Desde septiembre. Asignatura obligatoria.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.