Tras hablar de Filípides (aquí) y de Garra de Jaguar, del último mohicano y del extraño, aquí…
Es obligatorio hablar, por supuesto, de “La soledad del corredor de fondo”, dirigida por Tony Richardon, basada en la novela de Allan Sillitoe, quien también escribió el guion de una de las películas fundacionales del Free Cinema, equivalente inglés a la Nouvelle Vague, protagonizado por jóvenes airados y contestatarios que despreciaban a la sociedad de su tiempo. Una sociedad que los marginaba y les daba de lado. Que los ninguneaba, al no ofrecerles oportunidad alguna.
Colin Smith es uno de esos jóvenes proletarios a los que un robo en una panadería conduce a un reformatorio. Allí será donde empiece a correr, como fórmula para huir de la realidad que le rodea. Y, sin embargo, precisamente por sus extraordinarias cualidades atléticas, irá consiguiendo beneficios y privilegios dentro del esquema de una institución represiva que refleja la estructura de la sociedad a la que odia y a la que se quiere enfrentar.
Así, a lo largo de sus largas carreras, Colin cobrará conciencia de que, lo que al principio era un acto de rebeldía y le permitía escapar de todo lo que no le gustaba del mundo en que vivía; se había convertido en justo lo contrario. De ahí que se vea obligado a tomar una decisión: seguir corriendo… o parar.
Una decisión que el protagonista de “La presa desnuda”, sin embargo, no podría siquiera considerar. Porque, si deja de correr, está muerto. Tan crudo como eso. Tan sencillo, a la vez. Correr para, literalmente, salvar la vida. Y es que estamos ante una de las películas más sorprendentes, desconocidas y excitantes de la historia del cine filmado en África.
Dirigida e interpretada por Cornell Wilde, “La presa desnuda” cuenta cómo el guía blanco de un safari en África es sometido por una belicosa tribu a la llamada “Prueba del León”: completamente desnudo y desarmado, el hombre es conducido a campo abierto por un grupo de nativos. Uno de ellos coge su arco y lanza una flecha, obligando al hombre a correr, descalzo, en la misma dirección. Los nativos lo ven marchar. Y esperan. Están nerviosos y excitados. El hombre trota despacio… hasta llegar al lugar en que la flecha se clavó en la tierra. En ese momento, uno de los nativos echa a correr en su persecución, desaforadamente. Y, tras un lapso de tiempo relativamente corto, sale el segundo de los guerreros. Un poco después, parte el tercero. La cacería del hombre ha comenzado.
Lo más curioso de esta historia es que está radicalmente basada en hechos reales, solo que los protagonistas fueron otros muy distintos: John Colter era un trampero norteamericano que, a principios del siglo XIX, fue capturado y hecho prisionero por una tribu de indios, los Pies Negros. Tras desnudarlo, dejaron a Colter que corriera aproximadamente cien metros antes de que los guerreros de la tribu empezaran a perseguirle.
El trampero avanzaba desaforadamente cuando advirtió que uno de los indios corría más rápido que el resto y, habiéndose adelantado, lo perseguía en solitario. Colter lo esperó y se enfrentó a él, consiguiendo matarle y arrebatarle su lanza, con la que pudo enfrentar no solo al resto de perseguidores, sino a las fieras y animales que se encontró en su camino, arreglándoselas para cazar y pescar… y sobrevivir. Fueron once días de huida y persecución, de supervivencia en la naturaleza, hasta que el fugitivo consiguió llegar al fuerte Jefferson, pasando su épica escapada a formar parte de la historia. Y de la leyenda.
Y así lo cuenta Wilde, aunque en África. Una persecución sin cuartel. La lucha por la vida y la supervivencia en la que, además de enfrentarse a sus perseguidores, el hombre que escapa habrá de burlar a las fieras de la sabana africana, a los terribles insectos y a las serpientes que lo acosan cuando trata de dormir por las noches. Hacer frente al hambre y a la sed. Soportar el extremo agotamiento.
La película, en la que apenas hay diálogo, basa su banda sonora en los sonidos de la selva y en el ritmo de las percusiones, que se adaptan a la cadencia con la que se mueven los personajes. Cuando el fugitivo avanza lentamente, el ritmo de la música es suave y pausado. Cuando vemos a sus perseguidores corriendo a toda velocidad, la música de los tambores es más potente y enérgica.
Una película extraña, rodada íntegramente en exteriores, sin apenas diálogo, de una exigencia física sin parangón, sin extras, sin efectos digitales, sin retoques… Un filme duro, violento y cruel; como tantas veces es la vida. “La presa desnuda” es una rara avis cinematográfica a partir de la que se rodaron otras cintas como “El malvado Zaroff” o “Blanco humano”, con la caza del hombre como tema principal.
Pero, como si estuviéramos haciendo un recorrido circular, vamos a volver al principio. A la guerra. Y lo hacemos a través de “Gallipoli”, la película australiana de 1981 que, dirigida por Peter Weir, nos muestra a un jovencísimo Mel Gibson, al que recuperamos en sus veleidades atléticas y corredoras.
Porque en la película interpreta a Frank, un corredor de piernas ágiles que traba amistad con Archie, un joven atleta loco por alistarse en el ejército que luchaba en la I Guerra Mundial y que, a pesar de no tener la edad reglamentaria, se enfrenta a su tío Wallace, su entrenador, cuya obsesión era convertirlo en atleta profesional.
Tras varias aventuras y desventuras en las que están a punto de morir, los dos amigos se encuentran en la península que da título a la película, prestos a participar en una batalla contra los turcos que, en realidad tenía todas las trazas de ir a ser una carnicería: los británicos reciben la orden de avanzar con la bayoneta calada, pero sin disparar. Los turcos, capitaneados por el mismísimo Ataturk, empiezan a hacer uso de sus ametralladoras, masacrando a las primeras avanzadillas australianas.
En ese punto, sus superiores envían a Frank para pedir nuevas instrucciones, dado el giro de los acontecimientos. Efectivamente, el coronel decide cambiarlas. Frank corre, de vuelta, para transmitirlas. Entonces, la pantalla nos muestra a su amigo, a Archie, presto a abandonar las trincheras y avanzar, mientras repite las palabras que su tío Jack siempre le espetaba cuando iba a salir a correr : “¿Qué son tus piernas? Muelles de acero. ¿Y qué van a hacer? Llevarme a toda velocidad. ¿A qué velocidad puedes correr? A la de un leopardo. ¿Y a qué velocidad vas a correr? A la de un leopardo”. Entonces, llega el momento decisivo. El momento de salir. Porque no es lo mismo echar que salir a correr.
Llegados a este punto, ¿cómo no recordar a Filípides, camino de Atenas, cuando vemos a Mel Gibson desviviéndose por llegar a tiempo de salvar la vida de cientos, de miles de británicos? Cuenta la leyenda que, el guerrero griego, cuando llegó a la metrópoli, solo pudo pronunciar la siguiente palabra, antes de expirar: Nenikékamen. Hemos vencido. Una palabra, una carrera; que evitaron la masacre de miles de atenienses inocentes.
Y justamente así es como se siente, vivo y vencedor; todo el que se calza unas zapatillas, se ajusta los cordones y sale a correr. ¡Nenikékamen!
Jesús Lens
Twitter: @Jesus_Lens