Otra palabra que comienza por S. Las Eses empiezan a copar las entradas blogueras, de un tiempo a esta parte. Desde el Silencio, mayormente ¿Casualidad? Será, si alguien cree en las casualidades…
Posiblemente, la frase más famosa de la antigüedad clásica es la socrática «sólo sé que no sé nada», una exageración que, a todas luces, resulta excesiva. Es cierto que, por mucho que aprendamos, siempre nos quedará infinitamente más por aprender, pero de ahí a defender la idiocia globalizada, media un abismo.
El niño que juega con fuego y termina quemándose, es sabio. Al menos, un poco más sabio que antes de hacerlo. Ese niño, aún sin saberlo, está dando la razón a Nietzsche, quien defendía que «para llegar a ser sabio, es preciso querer experimentar ciertas vivencias, es decir, meterse en sus fauces.» Aunque pueda parecer peligroso. Pero la vida es riesgo. Si no, no merece la pena.
Porque las teorías, el estudio y la meditación están muy bien, pero tenemos que hacer caso a Oscar Wilde, cuando decía que «más veces descubrimos nuestra sabiduría con nuestros disparates que con nuestra ilustración».
La sabiduría suele aparecérsenos como una cuestión estática. Y no lo es. Leemos, estudiamos, viajamos, escuchamos y vemos. Y adquirimos conocimientos. Meditamos, pensamos y relacionamos esos conocimientos. Y somos más ilustrados. Tomamos decisiones. Pero sólo basadas en teorías y pensamientos. ¡Confrontémoslas con la realidad! ¡Pongámoslas a prueba, antes de darlas como verdades universales! Como decía Goethe, «no basta saber, se debe también aplicar. No es suficiente querer, se debe también hacer».
Me gusta esta concepción dinámica, mutable y adaptable de la sabiduría. A fin de cuentas, «el sabio puede cambiar de opinión. El necio nunca», tal y como señaló Kant.
Por tanto, si la sabiduría consiste en saber cuál es el siguiente paso; la virtud está en llevarlo a cabo, siguiendo a David Starr Jordan.
A la sabiduría a través de la acción.
Just do it!
Just say Yes!
Yes. We can.
Jesús Lens, ¿supino ignorante?
PD.- No. Esta S no tiene que ver con ESTAS IMÁGENES. Aunque todo esté relacionado, claro.
Mi querida Burkina ha tomado por costumbre imponerme estas tareas virtuales reflexivo-literarias a las que venís asistiendo durante los últimos días y en las que participáis activamente, por lo que me siento especialmente feliz.
Hablando de cuál sería la siguiente, tras el Silencio, la Soledad, la Paciencia, el Rencor y la Rutina, me dio varias opciones, de entre las que nos quedamos con la Estabilidad. Pero a mitad de tarde, no sé la razón, me planteó hablar sobre la Perseverancia.
Pensando que está muy relacionada con la Paciencia, le dije que sí. Que me gustaba. Y lo primero que se me vino a la cabeza fue el célebre dicho, no sé yo si acertado o no, de que «el que la sigue, la consigue».
Preguntado vía Twitter, Mauricio me contesta ácidamente que no. Que lo dicen para animarte y que sigas dándole con la cabeza a la pared, suscribiendo la tesis del escritor francés Jean Baptiste Alphonse Karr, para el que «nos gusta llamar testarudez a la perseverancia ajena, pero le reservamos el nombre de perseverancia a nuestra testarudez».
Y sobre esa base, planteando bronca, iba a comenzar estas notas cuando de repente… ¡le hubiese dado a Burkina un besazo de los que hacen época! Porque caí en la cuenta de que me había puesto a tiro hacer eso que tanto me gusta: ¡hablar de mi libro! 😀
Así comienza el capítulo dedicado al western clásico de «Hasta donde el cine nos lleve», del que muy, muy pronto tendremos más noticias:
«-Hemos fracasado. ¿Por qué no lo confiesa?
-No. El que nos hayamos vuelto no significa nada. Nada en absoluto. Si está viva, se salvará. Por unos años la cuidarán como si fuera uno de ellos…
-Pero ¿cree usted que hay posibilidad de encontrarla?
-El indio, tanto cuando ataca como cuando huye, es inconstante. Abandona pronto. No comprende que se pueda perseguir algo sin descanso. Y nosotros no descansaremos. De modo que al final daremos con ella. Te lo prometo. La encontraremos. Tan cierto como que la tierra da vueltas.»
Lo siento. No podía evitarlo. Tan, tan a huevo estaba el hablar de «Centauros del desierto» que… pues eso. Pero no me digan que el ejemplo no viene al pelo. ¡Siete años se pasaron Ethan y Martin buscado a su sobrina! Y, tan cierto como que la tierra da vueltas, terminaron por encontrarla.
Empecinado. Así soy yo. Lo reconozco. De hecho, hay quién hasta me llamaba «Empecinón». Cuando algo se me mete entre ceja y ceja, me convierto en el conejito de las pilas Duracell: y sigue, y sigue y sigue. Efectivamente, si hay algo que me caracteriza, es la constancia.
Pero con condiciones.
Primero, tengo que creer en ello. Tengo que estar convencido. Me tiene que apetecer. Y, evidentemente, cuanto más me apetece, más persevero en el empeño. Una relación directamente proporcional en la que juega otra variable: que su consecución sea posible. Si no… corro severos riesgos de abandonar. Ojo, consecución posible. Que no segura. Ni tan siquiera probable. La posibilidad, combinada con el interés, me lleva a ser constante y perseverante. En eso soy tirando a Confuciano: «El hombre superior es persistente en el camino cierto y no sólo persistente».
Un ejemplo: la carrera. Saqué Derecho a base de perseverancia. No porque me interesara especialmente, sino porque terminar la Carrera era algo que debía hacer. Sin embargo, cuando terminé quinto y me planteé qué hacer, ni se me pasó por la cabeza preparar oposiciones. El resultado era tan improbable que el esfuerzo no merecía la pena.
Tirando de memoria, hay varias cosas de las que me arrepiento haber dejado atrás, por no ser lo suficientemente perseverante. Como la música, por ejemplo. Por suerte, a medida que pasa el tiempo, vamos sabiendo dónde poner empeño y qué trenes debemos dejar pasar. ¡Qué rabia, cuando te das cuenta de que has dejado escapara un tren que era el tuyo! Un error garrafal. Pero, a veces, la vida te da segundas oportunidades y, pasado el tiempo, llegando a una estación lejana, encuentras que allí está, en el andén, aquel dichoso tren que se te escapó, por una mala y errónea valoración de las circunstancias. O por una confusión en los horarios. O porque la dirección que seguía era distinta a la tuya… Pero ahí está. De nuevo. La pregunta es, ¿habrá billetes en la taquilla? Aunque, si hablamos de perseverancia… ¿qué más da? ¿No habíamos quedado en que es un tren que, con billete o sin él, tienes que coger, sí o sí? Pues, ¡arriba! Vamos, como si fuera necesario asaltarlo… porque, como dijera Theodore Roosvelt, «es duro caer, pero es peor no haber intentado nunca subir».
O la Maratón. A quiénes me conocen… ¿hay una fisiología más antimaratoniana que la mía? Pues ahí me puse, empecinado, a entrenar como un demente. Y allá me fui, a Sevilla, a correr la Maratón. Y a terminarla. Aún lesionado desde el kilómetro 25. Que me dio igual. Don erre que erre. Pasito a pasito, lento pero seguro, viendo cómo me adelantaban decenas de corredores, pero sin andar ni un metro, hasta que crucé la meta. Pura perseverancia. Como dicen los rusos: «¡Caer está permitido! Levantarse es obligatorio». O, parafraseando a Lewis Carroll, «puedes llegar a cualquier parte, siempre que andes lo suficiente». Así alcancé la cima del Kilimanjaro y, bajo esa premisa, culminé enormes, memorables y descomunales travesías montañeras. Sin embargo, fue probar la escalada… y desistí. No. Aquello no era para mí.
Cuando alguien me dice que le gusta cómo escribo, aunque internamente se lo agradezco mucho más de lo que aparento, siempre le contesto con una gran verdad: en buena parte, es cuestión de entrenamiento. De ser persistente y perseverante. De borrar mucho. De leer y releer. De escribir y rescribir. De teclear, siempre y a todas horas: desde columnas y reportajes para el periódico a informes y comunicados en el trabajo. Y también valen los SMS y los Twitter, por supuesto, que te obligan a ser conciso hasta el extremo. Así lo defiende el historiador inglés Thomas Carlyle: «Si se siembra la semilla con fe y se cuida con perseverancia, sólo será cuestión de tiempo recoger sus frutos».
Hablando de la Paciencia decía que casi todo lo bueno que me ha pasado en la vida me llegó cuando actué pacientemente. Pues con más contundencia afirmo que todo lo que soy y lo que tengo se lo debo a la perseverancia. Sin atisbo de duda.
Es difícil no estar de acuerdo con que la perseverancia es una de las grandes virtudes que caracterizan al ser humano. Pero, en la sociedad de la lotería, el famoseo tomatoide y los pelotazos inmobiliarios… ¿habrá alguien que tenga el valor de decir que, con un buen braguetazo bien dao, todo solucionao?
Jesús Lens, perseverante en estas (y otras) lides.
Para disfrutar tanto del Silencio como de la Soledad, es necesario atesorar algunas cualidades o, al menos, tener algunas predisposiciones. La primera y más esencial, por supuesto, llevarte bien contigo mismo. La segunda, tener imaginación. Mucha, fértil y abundante imaginación.
Y, la tercera, tener paciencia.
La soledad constructiva implica rodearte sólo de la gente que merece la pena. Para ello hay que descubrirla, conocerla y conquistarla. Pero la buena gente no abunda. Y, como todo bien escaso, acceder a ella es difícil y complicado. Trabajoso. Hay que ponerle empeño, esfuerzo y dedicación.
Y ahí es donde entra en juego esa gran virtud.
La paciencia.
Reza un proverbio persa que «La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces.»
Cierto. La paciencia se nutre de sinsabores. Al principio. Como todo camino que se presume largo y dificultoso, lo peor siempre está al principio. Lo que más cuesta, siempre, es arrancar. Pero hasta el viaje más largo comienza con un primer paso.
No sé vosotros, pero yo no soy paciente. Me cuesta. Es verdad que las mejores cosas que me han ocurrido en la vida han llegado de forma tranquila y parsimoniosa, lenta y premiosa. Y, aún así, soy de naturaleza ansiosa. Aunque intento corregirme.
«¡Queremos el mundo y lo queremos… ahora!», gritaba Jim Morrison en mitad de sus conciertos, provocando el delirio de la gente. Para quiénes valoramos el tiempo como un preciado tesoro, para quienes pagaríamos dinero por conseguir días de 48 horas, la vida siempre se nos aparece como demasiado corta y tendemos a pensar que todo lo que no hagamos hoy es posible que no lo podamos hacer mañana.
Y eso nos hace impacientes.
Y la impaciencia es peligrosa. Pero comprensible. Kant lo expresaba de una forma preclara y contundente: «La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte».
A mí me cuesta. Pero lo intento. Porque estoy convencido, y la experiencia así me lo ha demostrado, que con paciencia, paso a paso, con ahínco y sin desmayo es como se consiguen las cosas que realmente importan, las auténticamente valiosas. Las más preciadas y preciosas.
Lo que pasa es que la paciencia no viste mucho. No tiene predicamento y, en general, no está ni bien vista ni bien valorada. Leopardi lo definió perfectamente cuando dijo que «la paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo.»
Cierto.
Estoy aprendiendo a ser paciente. Creo. Al menos, lo intento. Suelo aplicar la paciencia cuando tengo una meta bien definida y sé que el objetivo, aunque difícil, es alcanzable.
Pero dudo y titubeo cuando no lo veo claro. Me ha pasado, a veces, en distintos ámbitos de la vida. Cuando por alguna razón no soy capaz de vislumbrar un buen fin, acorto, atajo y me dejo invadir por esa nerviosa impaciencia. O me desvío del camino trazado, de la hoja de ruta. ¿Para qué perseverar, si el futuro, más que incierto, es negro?
A veces, igualmente, me he arrepentido. Pocas. Muy pocas. Aunque importantes, eso sí. Pero eso de arrepentirse… En uno de los diálogos más geniales que recuerdo haber escuchado en una película -y no me acuerdo de cuál era-, Steve McQueen cuenta la historia de un vaquero que se encuentra a otro en medio de un montón de cactus. Le pregunta que si es que se ha caído y el otro le dice que no. Que se metió allí voluntariamente hacía un rato. Y para explicar la razón por la que lo hizo, estoica, simple y llanamente dice: «En aquel momento parecía una buena idea.»
Pero igual que he aprendido a gozar del silencio y a disfrutar de las potencialidades de la soledad, persevero en el cultivo de la paciencia como una de las grandes virtudes que ha de reportar la consecución de los logros más altos y la obtención de la recompensa más suculenta. Porque si el genio puede concebir, a la labor paciente le toca consumar, en palabras de Horace Mann.
Hay palabras que tienen multitud de significados y sentidos diferentes. Con el SILENCIO lo hemos podido ver. Para mí, el de silencio es un concepto esencial que me ha costado descubrir, pero al que no pienso renunciar nunca jamás y que pienso cultivar, mimar y querer con más fuerza cada día, aunque a veces, pueda ser un silencio ensordecedor.
Y ello me ha llevado a redescubrir la soledad.
Soledad. Pura contradicción. Si Víctor Hugo sostenía que «en dicha palabra está el infierno», Montaigne la alaba de forma tan sencilla como poética: «Soledad: un instante de plenitud.»
Este verano, cuando llegó el 15 de agosto, la busqué, deseé y cultivé con denuedo. A la soledad. Y la redescubrí, felizmente, volviendo a esas jornadas recogidas, recoletas y cartujas, fines de semana completos incluidos, que, a lo largo de mi vida, me han construido como soy, para lo bueno y para lo malo.
¿Se acuerdan de aquello que escribimos sobre la vida social, hace unas semanas? Siendo adicto a leer, escribir y correr, ¡he de ser obligatoriamente solitario! Porque, además, me gustan las largas distancias: leer cien páginas de un tirón, escribir hasta que me duelen los dedos y quemar las zapatillas por los caminos. Yo no estoy hecho para los aquí te pillo, aquí te mato. En mi caso, la duda metódica solo tiene una respuesta.
Y, sin embargo, la soledad da miedo. Dice Aristóteles que el hombre solitario es una bestia o un dios. Y yo, de divino, nada.
Mis amigos me conocen y lo saben: hay veces en que Lens, sencillamente, desaparece. Porque sí. Porque le gusta. Porque lo necesita. Porque es así. Y no pasa nada. Entonces, cuando se desvanece y está en casa, alejado del mundanal ruido, con su familia, ellos se ríen cariñosamente de él, llamándole pampero, ché.
Pero la soledad, aún siendo reconfortante, no es fácil. Lo aullaba Tom Waits en una de mejores canciones, «Better off without a wife»: (*)
«You must be strong
to go it alone…
…like to sleep until the crack of noon
midnight howlin’ at the moon
goin’ out when I wanto, comin’ home when I please
I don’t have to ask permission
if I want to go out fishing
and I never have to ask for the keys.
You must be strong
to go it alone..».
Pero, ¡ojo!, no olvidemos a Antonio Machado, cuando nos advertía: «Poned atención: un corazón solitario no es un corazón».
Una cosa es disfrutar de tus espacios y de tus tiempos, buscando esos necesarios y constructivos días y horas solitarios, practicando esas imprescindibles actividades íntimas que nos reconcilian con nosotros mismos y con los demás, y otra muy distinta es ser una persona huraña, asocial, poco comunicativa, endurecida y sin capacidad de amar o de ser amada.
La soledad, cuando es positiva y creativa, nos fortalece, nos ilumina y nos hace crecer. Nos hace mejores personas y, quiénes nos rodean, agradecen y fomentan que tengamos esos episodios de voluntario autismo.
Pero la frontera con la soledad empobrecedora es tan liviana que entiendo que haya quién la rehuye con todas sus fuerzas, ganas e intención.
Quizá, la mejor y más ponderada definición de cómo siento yo la soledad, la dictó Thomas de Quincey, cuando dijo que «la soledad, si bien puede ser silenciosa como la luz, es, al igual que la luz, uno de los más poderosos agentes, pues la soledad es esencial al hombre. Todos los hombres vienen a este mundo solos y solos lo abandonan.»
Silencio, soledad y luz. Un triángulo mágico al que seguiremos añadiendo aristas. ¿Cómo lo veis? ¿Sois solitarios? ¿De qué tipo? ¿Hasta qué punto?
Soy hombre de palabras. Por lo general, de muchas palabras. Y, sin embargo, creo en el SILENCIO. Quizá porque, a veces, cuando alguien espera que hables… callas. Porque no sabes qué decir. O cómo decirlo. Y entonces esperas que el SILENCIO cobre todo su sentido.
Decía el trompetista Miles Davis que el SILENCIO es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de los ruidos. Y él sabe bien de qué hablaba.
Aunque sea contradictorio, unas palabras sobre él, sobre el SILENCIO. Como las de Thomas Carlyle, cuando señalaba que el SILENCIO es el elemento en que se forman todas las cosas grandes.
Shhhhhhhhhh!!!!!!
Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos, escribía un historiador latino. ¿Por qué tardamos tanto en aceptarlo, asumirlo y asimilarlo? Hasta que te das cuenta de que la respuesta está, siempre ha estado y ¿siempre estará? ahí fuera, callada y silenciosa.