G
No había hecho sino sonar la alarma del móvil cuando G ya se estaba cagando en su puta madre. Así, sin ambages, disimulos o medias tintas.
Apagó la alarma y lo pensó, de corrido:
– Mecagoensuputamadre.
Se levantó y mientras se cepillaba los dientes, se miró fijamente en el espejo. ¿Por qué iba a hacerlo?
La culpa era suya, por acceder. Pero, en realidad, el responsable último era M, que no dejó de insistir desde que se encontraron en el bar, por casualidad, y le contó su proyecto.
– Tienes que conocerla. Ya verás. ¡Es la hostia! Y, o mucho me equivoco (y yo no suelo equivocarme) u os vais a entender de maravilla. Esa tía no sólo es un genio. Es que, sobre todo, sabe reconocer a otros genios. Y tú lo eres, ¿verdad? Talento. Tú tienes talento. ¡Rezumas talento! ¿O no? No hay más que verte…
Y así siguió durante horas, una cerveza detrás de otra. Un whiskey tras otro. Hasta la vomitera final.
Había tecleado su nombre en Google. Y lo que descubrió de C no hizo sino confirmar sus peores temores y refrendar lo que ya sabía. De oídas.
Y allí estaba, lavándose los dientes, ojeroso y malhumorado; preparándose para ir a la reunión de trabajo más absurda de su vida. La más estúpida. Y, lo que era peor: la más desagradable, repulsiva e indeseable…
C
– Mecagoensuputamadre
Eso fue lo que pensó al despertarse, aquella mañana.
No es que empezara a estar harta de M. Es que ya se había terminado de hartar. Entonces, ¿por qué le seguía manteniendo cerca? ¿Por qué seguía permitiéndole que le concertara encuentros como aquél? ¿Por qué había accedido a que, casi con toda probabilidad, le jodieran uno de los pocos momentos agradables del día?
– Verás que este muchacho aúna el arrojo de la juventud con la experiencia de una carrera ya larga y consolidada. G es uno de esos tipos ambiciosos, pero con talento. ¡Talento a raudales! Y tiene un proyecto que encaja perfectamente con nuestra filosofía, con lo que venimos buscando…
¿Nuestra filosofía? Hacía ya demasiado tiempo que no compartían filosofía alguna. Bueno, ni filosofía, ni ideas, ni visión… ni cama. No. Aquello se había terminado, aunque M se empeñara en no verlo.
Se lavó la cara y se miró en el espejo. ¡La última vez! Volvería a hacer el paripé. Vería al tal G y escucharía lo que fuera que tenía que proponerle. Sería correcta, educada y civilizada con él. E intentaría que no le jodiera, en exceso, aquella mañana que había amanecido soleada y luminosa, aunque para ella y de momento, no hubiera empezado precisamente bien.
M
– Hay que joderse… ¡hay que joderse! Mecagoensuputamadre… ¡esto tiene que salir bien! ¡TIENE QUE SALIR BIEN!
Sin embargo, en su fuero interno, M se temía que no. Que aquello no iba a ser ni mucho menos fácil. No es que pensara que el proyecto de G no fuera bueno, es que…
Y notaba que C cada vez estaba más lejos. Esa frialdad que empezó a sentir de madrugada, al salir de la cama, y que luego se hizo extensiva a la noche completa; ahora se había contagiado a prácticamente cada instante que pasaban juntos. Cada vez menos, por otra parte.
Era necesario enderezar la situación. Y, acodado en la barra, escuchando la monserga que G le estaba endilgando, pensó que quizá… que era posible… que lo mismo ésta era su oportunidad.
En realidad no entendió la mayor parte de lo que G le contaba, pero parecía tan convencido y tan seguro que sí mismo que decidió utilizar todas las artes cultivadas en aquellos años, regalándole el oído y haciéndole sentir importante para que accediera a reunirse con quién, ni en la peor de las pesadillas habría tenido el más mínimo contacto.
Y por eso insistió a C en la conveniencia de mantener aquella reunión y de aquella manera: si ella estaba relajada, todo sería más fácil. Y no había nada que la relajara tanto como aquello.
¡Qué pesada, coño! La prefería cuando era una alcohólica viciosa y no se levantaba hasta pasado el mediodía. Pero desde que le dio la neura, desde que empezó a escuchar a todos esos cantamañanas, bebetés y comehierbas de los que solía mofarse hasta hacía poco… había cambiado. ¡Vaya si había cambiado!
(Este no-relato surge de la contemplación del último cuadro de Irene Sánchez Moreno, autora de mi amado «Tarta de cerezas», que se llama “Swing” y que es así y que, si lo agrandáis, luce en todo su inquietante y desasosegante esplendor):
Jesús Lens
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