Eres lo que haces

Domingo. Cae la noche en el Albaicín. Bajamos por una de sus callejuelas y nos detenemos a ver las pintadas y carteles sobre la cuestión de las aguas fétidas que corren sin control por el empedrado del barrio. De repente, un runrún lejano que, poco a poco, se nos va acercando. Truena una voz.

¡EL PROBLEMA ES QUE LOS EXCESOS DEL TURISMO TERMINAN POR VACIAR LAS CIUDADES Y CONVERTIRLAS EN PARQUES TEMÁTICOS!

Tipo recio, alto y fornido. Barba guay, de las que requieren tiempo y trabajo. Ropa molona e informal, pero de nivel. Mochila chula al hombro. El sujeto de la voz poderosa va a la cabeza de un grupo conformado por otras cinco o seis personas del mismo jaez: modernas, tatuadas y con aire de sabidas.

No recuerdo cómo siguió la conversación sobre los peligros del turismo, que tenía pinta de ser sesuda y venir de la largo. Lo que no consigo olvidar es el timbre empleado por los sujetos: más que hablar entre ellos, estaban dando un mitin, un discurso, una conferencia marco, una alocución.

Ralentizamos nuestro paso, les dejamos pasar y, como no callaban, optamos por detenernos y esperar a que se desvaneciera el incesante eco de la improvisada ponencia sobre turismofobia protagonizada por aquella concienciada chavalada.

La paradoja es que todo el camino que veníamos haciendo, ellos y nosotros, estaba jalonada de folios pegados en las paredes de las casas solicitando respeto y silencio, dado que el Albaicín es un barrio vivo en el que vive gente, vecinos, personas… con cosas más interesantes que hacer que escuchar las conversaciones de los miles de turistas que pasean por sus calles, un día sí y otro también.

Está bien leer, estudiar, reflexionar, hablar y debatir para tomar conciencia sobre los problemas que nos aquejan, pero es necesario darle sentido a toda esa palabrería. Convertirla en algo realmente útil. En este sentido, conviene recordar que no somos lo que decimos. Somos lo que hacemos. Y lo que dejamos de hacer. Callarnos de vez en cuando, por ejemplo.

Jesús Lens

¡Bah! ¡Turistas!

Ocurrió el pasado viernes, durante la visita que Cervezas Alhambra había organizado a la Granada de mitad del siglo pasado y que os conté en este otro artículo de IDEAL. Estábamos en la calle Mesones. No éramos muchos. Quince personas, aproximadamente. Nos encontrábamos frente al lugar que ocupó una famosa imprenta y la guía había sacado el iPad para enseñar unas imágenes.

Al vernos arracimarnos en torno a ella, un señor mayor metió codos para hacerse fuerte en el corrillo. Entonces se percató de que llevábamos auriculares -la gente de “Descubriendo Granada” que conducía la visita no va voceando por las calles ni molestando a los transeúntes- y salió a escape mientras exclamaba un despectivo: “¡Bah! ¡Turistas!”

Me quedé entre parado y extrañado por su actitud. De hecho, estuve tentado de seguirle mientras salía por una calle lateral de Mesones para preguntarle si le había molestado algo que habíamos hecho o, sencillamente, detestaba a los turistas, así en general. Y el por qué, por supuesto.

Luego pensé que el individuo en cuestión, al ver aquella súbita agrupación de gente, lo mismo se ilusionó al creer que alguien regalaba algo. Y al constatar que solo éramos gente en trance de aprender, se sintió decepcionado y molesto. ¡Bah! ¡Turistas!

Si ya fue extraño eso de convertirme durante dos horas en viajero en mi propia ciudad, recorriendo con calma y detenimiento la Granada por la que siempre vamos a toda velocidad, distraídos con nuestras cosas y nuestros móviles; más surrealista fue sentir un conato de turismofobia. Algo mínimo e intrascendente, pero llamativo.

Cuando he estado de viaje por ahí lejos, he sufrido incomodidades y sobresaltos; de un zumbao en Costa Rica que me metió un puñetazo en el pecho, porque sí y sin mediar palabra, a un par de conatos de robo en Senegal o Cuba, carteristas torpes y descarados, pero poco más. Algún gesto mohíno por aquí, alguna cara de circunstancias por allá…

Ha tenido que ser en Granada, mi Granada, donde me hayan afeado ser turista, por primera vez en mi vida, haciéndome sentir incómodo por el simple hecho de pasear por las calles de la ciudad con ojos curiosos y escrutadores, sin molestar a nadie, sin interrumpir el paso.

Eso sí: no sé si este episodio es más representativo de la turismofobia, un fenómeno creciente, digan lo que digan los representantes institucionales del gremio; o de la proverbial mala follá granaína.

Jesús Lens

Energúmenos fobia

Hace unos días, unas voces estridentes me despertaron a las 5.45 am. No llegaban a ser gritos histéricos ni alaridos de pánico. Eran unos jóvenes que, antes de retirarse a dormir, decidieron fumarse un último cigarro de en mitad de la calle, comentando las mejores jugadas de la noche.

¡Qué risas! ¡Qué de anécdotas! ¡Qué emoción! Lo podrán imaginar ustedes. Que si un gintónic por aquí, que si la rubia aquella por allá, que si dame fuego, que si me vas a quemar el flequillo, que si qué tontopollas eres, compae…

 

Me tenían tan entretenido que, desde el cuarto piso en que vivo, estuve por invitarles a subir a casa y ponerles un café, para que siguieran departiendo amigable y relajadamente.

 

No. Esto no es una queja contra los jóvenes. Esto es una queja contra tres vecinos del Zaidín que me han jodido el sueño desde muy temprano. Lo de su juventud era circunstancial. Porque, por la noche, no son precisamente chaveas los clientes de la terraza del restaurante de enfrente de mi casa que, sin miramiento y al borde las dos de la madrugada, apuran el limoncello mientras comentan la victoria del Madrid en la Supercopa.

Tampoco son críos los que tardan media hora en despedirse apasionadamente y a grito pelado… cuando han quedado en bajar juntos a Torrenueva al día siguiente. Ni son unos niñatos esos padres que permiten a sus hijos jugar al fútbol en la calle, por la noche, utilizando como portería la persiana metálica de la tienda de la esquina ya que, como hay una farola, se ve bien el balón.

 

Se ha puesto de moda lo de la turismofobia. Por encarecer las ciudades y causar molestias. Los del terruño estamos muy enfadados. Que ciertas partes del Centro de Granada están masificadas y los guiris son un incordio. Pero, ¿qué tal si antes de clamar al cielo por las molestias que causan los de fuera, nos fijamos un poco más en el ancestral y atávico energumenismo de los nativos?

Les aseguro que los clientes del bar de enfrente de mi casa que tertulian hasta las dos de la mañana, a voces, no son turistas. Ni los morlacos que vuelven de fiesta al amanecer. Ni los dueños de los perros que no recogen sus cagadas. Ni los guarros que tiran al suelo cualquier papel que les estorba. Ni… ¿seguimos?

Jesús Lens

Acceso a La Ciudad (*)

-Mira, mira a ése… ¿No te parece a ti que…?

-Sí. Fijo que sí. Vamos por él. ¡Eh, tú! ¡Tú! ¡Sí, tú! Ven aquí…

 

En ese momento, el tipo echó a correr. No le costó dejar atrás a aquella patrulla, que ambos sujetos estaban fondones y, por lo que había visto, no iban armados.

 

Un poco después, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Esta vez no se trataba de un piquete informal de vigilantes. Esta vez se dio de bruces con un grupo uniformado de la Unidad de Control de Acceso de la Policía Regional y ni se le ocurrió tratar de escapar.

 

¿Cómo había metido la pata de aquella manera? Esa mañana, antes de salir del Intercambiador, había revisado el mapa interactivo de controles de acceso móviles a la Ciudad. Y en aquel punto, desde luego, no debería haber uno. ¿Sería posible que la App no se hubiera actualizado? O, quizá, había sido hackeada por los autodenominados “Comandos Anti Bastards” que patrullaban el exterior de la muralla, a la caza del turista…

Una vez descubierto, el viajero fue introducido en un autobús blindado y conducido a las Puertas de la Ciudad. Se encontraba tenso, incómodo y nervioso.

 

-¡Eh tú! Tranquilito y a esperar la cola. ¡Ni se te ocurra moverte de ahí!

 

Tres horas y media después, por fin estaba frente al funcionario encargado de comprobar su pasaporte y de verificar que toda la información del Formulario de Acceso a la Ciudad estaba en orden.

 

-Tenemos un problema con su tarjeta de crédito. Caduca dentro de dos semanas.

-Correcto. ¿Y dónde está el problema?

-El problema radica en que, en la Ciudad, solo permitimos la entrada a personas con crédito disponible durante seis meses.

-Como he declarado bajo juramento en el Formulario de Acceso, mi intención es estar solo dos días y continuar viaje.

 

“Turistas de mierda”, pensó el funcionario. “Un cáncer para la Ciudad es lo que sois”.

-Ya. No dudo de sus intenciones, pero ¿y si se enamora de la Ciudad, como todos, y decide prolongar su estancia? Necesito asegurarme de que tiene solvencia y capacidad de pago. Así que, o aporta usted crédito suficiente, o le escoltamos de vuelta al Intercambiador y se va por donde ha venido.

 

Decidió marcharse. Ya trataría de entrar de nuevo a la Ciudad. Esa misma noche, burlando patrullas y controles…

 

Jesús Lens

(*) ¿Y si este Articuento escrito para IDEAL diera para una saga? Por ejemplo…

¡Seguimos!