Cuando lo leí no daba crédito, como la oposición a las propuestas de Pedro Sánchez: “Detenido por llevarse un trozo de azulejo de la Alhambra en el bolsillo”.
Me acababa de despertar y, fiel a una costumbre ya inveterada, remoloneaba en la cama mientras ojeaba las ediciones digitales de los periódicos. Como estaba aturdido por uno de esos sueños extenuantes en los que andas por un camino repleto de obstáculos, pensé que no había leído bien. Me froté los ojos, los volví a fijar en la pantalla y el dinosaurio seguía allí: “Lo arrancó con el dedo y los visitantes alertaron al personal de vigilancia de que este individuo había desprendido un trozo de pared de los Arrayanes”, contaba Laura Ubago.
El dedo. Lo del dedo fue lo que más me impactó. Porque se necesita ser cafre, animal, bestia y cenutrio y valerse del dedo para arrancar un trozo de azulejo de los Arrayanes. El mameluco se había hecho con 5 centímetros de la Alhambra y se los llevaba en un bolsillo, tan pichi. No sé qué superficie suman las paredes de los palacios nazaríes, pero si cada visitante se llevara su correspondiente pieza, como si fuera un trozo del Muro de Berlín, es probable que antes de la Navidad no quedara ni rastro del alicatado.
Con la de usos que un turista puede darle a su dedito, manda huevos que lo utilice para un propósito tan peregrino. Así a botepronto, un dedo sirve para señalar alguna maravilla o para hacer fotos con el móvil. Para ilustrarse pasando las páginas de una guía de viajes o para pasar la entrada de acceso por el escáner.
Los dedos cuentan el dinero para pagar un café o una cerveza en el kiosco de la Alhambra y enjuagan el sudor de la frente de este largo y cálido verano que comenzó allá por mayo y aún no ha dado tregua. Vale para desenredarse el pelo, para mesarse la barba o para hacer el gesto de “están locos estos turistas”. Para el turista aburrido, tan poco decoroso como escasamente higiénico, el dedo servirá para limpiarse el cerumen de las orejas, sacarse la roña de las uñas, localizar un moco rebelde o arrancarse un ‘paluego’ de entre los dientes.
Aun así, es posible que al turista de marras le quedara una cierta desazón, sin saber en qué más actividades emplear ese dedo inquieto, vivaz y locuelo. Llegados a este punto, yo le sugeriría que antes de usarlo en destrozar, zaherir y robar el patrimonio histórico-artístico, opte por metérselo en el culo.
Jesús Lens