A estas alturas, ya os habréis enterado del affaire Vigalondo.
El director de cine, justo cuando protagonizaba una campaña de publicidad para El País, llega a los 50.000 Followers en Twitter y, para celebrarlo, no sólo bromea con el Holocausto, diciendo que fue un montaje, sino que se dedica a retwittear y difundir todos los chistes de judíos que sus seguidores le mandan a su cuenta de Microblogging.
El caso es que El País cancela la campaña de publicidad que había emprendido con Vigalondo y éste cierra su Blog, mantenido en la Comunidad del Diario Independiente de la Mañana, pidiendo perdón y diciendo que él sólo andaba buscando hasta dónde llegan los límites del humor.
Hoy, en El País, leemos lo siguiente: “Con Internet, las fronteras entre privado y público se difuminan, como también se borran los límites entre profesional y personal. Todo se mezcla, todo cuenta. Nunca había sido tan fácil comunicar, pero no hay que olvidar que el mensaje, una vez lanzado, vuela libre y crece y se transforma, sin que el emisor pueda ya controlarlo.”
¿Qué pensáis? ¿Cómo lo veis? ¿Estáis de acuerdo? ¿Hay límites entre lo personal y lo profesional? ¿Yo soy yo y mi Twitter, mi Facebook y mi Blog? ¿Yo soy yo y la(s) empresa(s) que me pagan? ¿Quién dice qué cosas, la persona o el profesional? ¿Pensáis que todo lo que leéis en Twitter, Blogs o Facebook es verdad y hay que darle credibilidad?
Interesantes cuestiones, para rematar esta intensa semana…
Una de las cosas más interesantes de la serie «Miénteme», de la que ya hablábamos hace unas semanas, es lo que pasa con los expertos en detectar mentiras… en su vida cotidiana. Porque el personaje interpretado por Tim Roth tiene una hija adolescente. Y le miente, claro. Y él se deja engañar. Porque la mentira, aunque esté denostada, forma parte de nuestra vida cotidiana.
De hecho, uno de los personajes más incómodos de la serie es el que siempre dice la verdad, duela a quién duela y fastidie a quién fastidie.
Y la verdad, muchas más veces de lo que nos pensamos, duele. Y mucho.
Según la serie, el ser humano viene a mentir una vez cada diez minutos. De media. ¿Les parece exagerado? Quizá. Pero tiene pinta de ser bastante verdad, paradójicamente.
No todas esas mentiras son de libro, por supuesto. Ni pretenden causar daño. Tenemos las famosas mentiras piadosas, que se dicen para evitar males mayores. Están las mentiras diplomáticas, necesarias para que la civilización siga avanzando.
Por ejemplo, cuando hemos engordado unos kilitos, y tenemos espejos y básculas que nos lo señalan, cruel y despiadadamente, ¿es realmente necesario que, cuando nos encontramos en la calle con un amigo, nos dé unas palmaditas en los michelines y nos diga eso de «estás más repuesto» o «¡cómo te cuidas!»?
Entonces llega el turno de los silencios. El del silencio es un tema muy delicado. Hace unas semanas, ya les dedicamos un escrito.
Hay quién se ampara en el silencio para no mojarse, para mantenerse al margen de las cosas, intentando que ni le afecte ni le comprometa a nada. Realmente, hay ocasiones en que puede ser una solución válida y una opción adecuada. Pero otras… ¡cuánto daño pueden hacer los silencios! ¡Cuán criminales pueden terminar resultando! ¡Cuán comprometedores, crueles y cómplices de los peores desaguisados!
Pero, además, hay veces en que, para que resplandezca la verdad, hay que mentir. Atentos a este diálogo mantenido por dos personajes de la película «La hoguera de las vanidades», fallida adaptación cinematográfica de la gloriosa novela de Tom Wolfe. Comienza hablando el personaje de Sherman McCoy, acusado de provocar un accidente mortal, en el que realmente estuvo involucrado, pero del que no fue autor material. Su interlocutor es su padre. Un hombre recto.
Quiero que se sepa la verdad y sólo hay un modo de hacerlo
¿Cuál?
Mentir.
El padre pone cara de consternación, baja la mirada y dice:
Sabes que siempre he sido un gran defensor de la verdad. He vivido con la mayor sinceridad posible. Creo que la verdad es la compañera esencial del hombre de conciencia. Un faro en este vasto y oscuro yermo que es el mundo moderno. Y aún así…
Queeeeeee… – se impacienta Sherman, que no tenía ganas de aguantar discursitos ni monsergas paternalistas.
En este caso, si la verdad no te deja libre, miente.
Resplandecen los rostros de satisfacción, y el padre da una palmadita en la espalda de su hijo.
Puestas las cartas sobre la mesa, ¿qué pensáis de la verdad, la mentira y la mentirijilla?
Que la cara es el espejo del alma, después de ver el deslumbrante arranque de la serie «Miénteme» (Lie to me), es más, mucho más, que una frase hecha.
Tim Roth interpreta en esta nueva serie, preestrenada por la Fox a finales de julio, pero que deja cruelmente en la nevera hasta septiembre, a un detective muy especial: un especialista en detectar mentiras y en desenmascarar mentirosos. Aunque su equipo trabaja principalmente para la policía, el FBI o el ejército, también acepta encargos privados.
Como el de un partido político: «Un político. Cóbrale por mentira. Te jubilarías mañana». Porque, además de inteligente, observador y estudioso, el protagonista de «Miénteme» es un tipo ácido e irónico. Y, además, paradójicamente, un mentiroso compulsivo… cuando la situación así lo requiere: «nunca permitas que los hechos se interpongan a la verdad».
La verdad. La otra cara de la moneda. De eso va esta serie. De descubrir la verdad. A través de la mentira, claro. Y de su detección. Una persona normal miente, de media, tres veces en una conversación de diez minutos. De forma impremeditada, casual… mentimos. Y cada vez que lo hacemos, nuestro cuerpo reacciona. Los psicólogos saben de eso: lenguaje no verbal, gestos, tics… un mundo apasionante.
Y todo ello basado en la verdadera historia de Paul Ekman, un psicólogo que se encuentra catalogado entre las cien personas más influyentes del mundo, por la prestigiosa revista Time.
Tópicos: cuando mentimos, no miramos a los ojos de nuestro interlocutor. Falso. Cuando mentimos, miramos fijamente a la persona a la que pretendemos engañar, para escrutar cada uno de sus gestos y quedarnos tranquilos, al ver cómo se traga la bola que le estamos metiendo.
En serio, ¿cuántas veces lo hemos dicho? Pocas películas alcanzan hoy día la calidad, el interés y la capacidad de hipnótica fascinación de muchas de las series que la televisión nos está brindando en los últimos años.
No sé si «Miénteme» aguantará el tipo y los casos a los que se enfrenten Roth y sus ayudantes serán siempre tan interesantes y atractivos como los de los dos primeros episodios de la serie, pero ésta promete emociones fuertes, y si «House» ha triunfado a base de lupus y punciones lumbares, algo tan felizmente alejado de nuestra vida cotidiana como Fernando Alonso del campeonato de F1 de este año; ¿qué no podemos esperar de una serie que nos enseña a descubrir las mentiras de las personas que nos rodean?
De hecho, estoy ardiendo por contar mañana alguna gracia y ver la sonrisa de mi interlocutor, para saber si es verdadera o impostada. El truco está en fijarse en… ¿lo quieres saber? ¡Pues ve más televisión! Que la verdad está ahí dentro.
Jesús Lens, teleadicto total.
PD.- Cuando, después de explicar lo que significa un gesto determinado, los responsables de «Miénteme» nos pasan distintas fotos de personajes públicos y conocidos que ponen idéntico rictus, es para flipar. De Clinton, Bush o Sara Palin a Tiger Woods u O.J. Simpson. En serio. ¡»Miénteme» es una auténtica lección de lo más provechoso!