Iba caminando por el Zaidín, pensando en mis cosas y ajeno a la realidad, cuando me sobresaltó una presencia extraña en la acera. Una chica iba a bordo de un patinete eléctrico, sorteando viandantes. Lo que me llamó la atención, una vez repuesto del susto, es que el patinete llevaba asiento y la conductora iba sentada. Tuve una extraña sensación de deja vu. ¿Dónde había visto yo aquello antes? Me devané los sesos hasta que caí en la cuenta: ¡una moto! Aquel artefacto infernal era muy parecido a una moto de las de toda la vida. Tanta evolución y tanta modernidad para redescubrir el pasado.
A aquellas alturas de mi caminata había llegado a los aledaños de la antigua Hípica. En este caso fue el sonido de una campana el que me sacó de mis cuitas: se trataba de nuestro Metro en superficie, que se acercaba a la parada. Hay que reconocerle el mérito al equipo de gobierno de Torres Hurtado. Gracias a su empeño en soterrarlo a la altura del Camino de Ronda, podemos llamarle Metro, en propiedad, a lo que no es sino un tranvía. De los de toda la vida, también. Otro invento del pasado que ha vuelto con energías renovadas.
Llegué a casa, cogí el mando de la tele y puse Netflix, que estaba a mitad de una serie. Miniserie, en realidad. ‘El espía’. Seis episodios de 45 minutos. Cada vez me gusta más ese formato de series cortas y autoconclusivas. En total, menos de 5 horas de metraje, algo muy de agradecer, que resulta complicado sacar tiempo para ver decenas de episodios de series con varias temporadas.
En la ducha, dándole vueltas al tema, concluí que lo ideal serían microseries de 4 episodios de 30 minutos de duración, para poder hacer un maratón asumible y verlas del tirón.
Eufórico con mi hallazgo, se lo comenté a María Jesús durante la cena. Su reacción matemática me dejó desconcertado:
—Cuatro episodios de media hora son dos horas, ¿no?
—¡Eso es! ¿No es una duración magnífica?
—Claro. Básicamente, la duración estándar de las películas. De toda la vida.
Jesús Lens