Llegué tarde a casa, ultimando cosas en el trabajo, de cara a ese concepto llamado… ¡VACACIONES!
Pero llegué con el ansia de seguir ultimando cosas. Porque ultimar no es solo terminar tareas pendientes, sino dejar las bases puestas para que, a la vuelta, todo sea más fácil, agradable y sencillo.
Así, me pasé tres o cuatro horas tirando cosas, ordenando papeles, haciendo limpieza y abriendo huecos y clarificando tareas para que, dentro de unas semanas, sea llegar y retomar las muchas variadas actividades, proyectos, ideas e ilusiones que estoy moviendo, barajando, diseñando y soñando.
Y para construir, hacer, discurrir y crear; antes hay que destruir, purgar, tirar, terminar y despedir.
Y en esas estamos.
Las vacaciones son intermedios, necesarios, en un ciclo vital de creación y generación que, para fructificar, precisa de estas paradas, de estos intermedios.
Toca detenerse. E irse. Cambiar de aires. Cambiar de vistas. Cambiar de conversaciones, paisajes y sonidos.
Cambiar.
Para después volver. Iguales. Pero diferentes. Porque, a la vuelta, se retoman los proyectos y las costumbres de siempre, pero enriquecidos y vivificados con las experiencias que conlleva, siempre, el moverse, el cambiar, el viajar.
Las vacaciones y el viaje son transformación. Cada hora del día, fuera, es sustancialmente distinta al tiempo que pasamos en casa, en el trabajo, con nuestra gente. El tiempo se alarga, se moldea, se estruja, se licua, se exprime. A veces también cansa, agota y hasta llega a dar miedo. O a provocar sobresaltos. Pero es parte de la experiencia.
Porque ese tiempo fructifica. Y deja poso.
De todo lo que hagamos a lo largo de estos días, hablaré a la vuelta. Porque contarlo es parte consustancial de hacerlo.
Y por eso, como siempre…
¡Seguimos!
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