Cataratas de Iguazú

Primero fue el sonido.

El día amaneció lluvioso y gélido. No es casual, teniendo en cuenta que, en pleno trópico, estamos disfrutando de una maravillosa y encantadora ola de frío polar. Llovía. Mucho. Seguía lloviendo, como lo vino haciendo desde las 11 de la noche. Nada nuevo, por otra parte. Ya en los Esteros de Ibera pasamos un frío horroroso y apenas pudimos pudimos ver a los yacarés. Y la Chacra, la pasamos pegados a la hoguera.

Por eso, el río Iguazú trae hasta ocho veces más agua de lo que es normal. Por eso, las visitas a las cataratas, estos días, están siendo únicas y especiales: los helicópteros no vuelan y los barcos no navegan. Sólo están abiertas algunas de las pasarelas.

Lo primero es el fragor del agua, precipitándose y derramándose por decenas de saltos y caídas, cataratas y rocas y paredes. Después llega la primera visión, aún lejana. Y todo el caudal del río asemeja una gran caldera a presión en la que se mezcla el vapor del agua que cae con la bruma del ambiente gélido que nos rodea.

Las cataratas, como yo las vi

En Granada, cuando avanzas por la Vereda de la Estrella, la primera vez que encuentras el Mulhacén y la Alcazaba, prorrumpes en un sonoro e inevitable «Cooooño» que da nombre  a la curva que te los presenta a la vista.  ¿Cómo llamaríamos, pues, a la primera expresión que soltamos, al asomarnos de frente al poderío sobrecogedor de Iguazú? Tendría que ser algún tipo de irreverencia poderosa y estridente. Porque cualquier cosa de menos enjundia sería insultante y menospreciadora para con uno de los espectáculos más sobrecogedores que vi jamás.

Dicen que, con menos agua, el espectáculo es estéticamente más atractivo. Y con sol, también. Pero, donde se ponga el salvajismo y la brutalidad de la naturaleza desatada, que se aparte la estética. Que desaparezca y se eclipse.

Avanzo por el camino, hacia la famosa Garganta del Diablo, que nos dijeron estaba cerrada por la fuerza de las aguas. Donde debía haber tres saltos de agua, solo hay uno, poderoso y arrasador, las aguas saltando al vacío por todo el cauce posible del río. Por eso, además, hay decenas saltos que habitualmente no se ven, barridos por el cauce de las aguas. Todo son crestas, colas de caballo y torrentes de agua. Mires a donde mires.

De repente, llega un runrún: la pasarela de la Garganta del Diablo está abierta. Corro hasta allá y, efectivamente, se puede pasar. Pero el agua, tanto la de la lluvia como, sobre todo, el vapor de la catarata, lo cubre todo. Da igual. Me quito las gafas y me tiro para allá. En segundos estoy calado hasta los huesos. El chubasquero y el forro polar impermeable dan igual. Como los zapatones de gore tex. No había dado diez pasos cuando mis pies ya hacían chof chof a cada paso, los calcetines empapados.

El agua pasaba, a una velocidad endiablada, a escasos centímetros de la pasarela. Imposible no pensar en que su fuerza se llevaría por delante una construcción que lleva construida la intemerata de tiempo. Imposible, por lo mismo, no seguir avanzando, aún con la ropa completamente empapada, hasta el final de la pasarela, sintiendo toda la fuerza del agua cayendo y pasando junto a uno.

El frío, para entonces, ya daba igual. Aquí y ahora, escribiendo todo esto, si cierro los ojos, aún siento la zozobra, el mareo y la inestabilidad de aquellos pasos, de aquellos momentos.

Volví sobre mis pasos y seguí hasta otra de las zonas más impresionantes de la catarata, justo debajo de la Garganta, donde el ruido era tan ensordecedor que no se oía más que el agua cayendo a plomo. En esa plataforma, el agua, al chocar con el lecho del río, volvía a subir y sentías como una especie de ducha inversa, de abajo arriba, que inflama el chubasquero y te hacía despegar del suelo, como animándote a salir volando.

Espero, con la cámara, haber conseguido mejores fotos que esas dos que ilustran la crónica. Cuando vuelva a casa, las colgaré. Ahora disfruto escribiendo estas palabras en un bar cálido y agradable, el Jasy, con buena música, mientras la lluvia sigue repiqueteando sobre el techo. Estoy tomando un vodka con tónica después de haber comido una pizza, tras una ducha caliente y reparadora.

Lo mejor es que mañana vuelvo a las cataratas. Esta vez, desde el lado argentino. Ojalá pueda subir a una barca y recorrer el río. Si no, no pasa nada. La experiencia de hoy ya fue lo suficientemente potente y extraordinaria como para que la visita a Iguazú haya merecido la pena.

Y pensar que hace una semana, tirado en un cuartucho de Uyuni, Bolivia, retorcido de dolor, vomitando y con 40 de fiebre, daba por supuesto que esta ruta transamericana se había terminado, sí o también… el cuerpo humano es capaz de lo peor y de lo mejor. Me recuperé en tiempo récord y pude seguir, sin ulteriores complicaciones. Aunque sigo tocando madera y encomendándome a la Pachamama cada vez que me acuesto.

Ludmila, la encantadora camarera del Jasy, me anima a ir a ver una obra de teatro que hay por acá en que  se cuentan leyendas y cosmogonías de la zona. Lo que me recuerda la leyenda que nos contó Deborah sobre la fundación de Igauzú, que en guaraní significa «Aguas grandes».

En el río vivía una temible serpiente a la que los guaraníes sacrificaban personas, para aplacarlas. Una vez, decidido el sacrificio de uno de los jóvenes de la tribu, resultó que estaba enamorado de una joven. Ambos huyeron en una canoa y la serpiente, iracunda, decidió dividir en dos el río, para evitar que los fugitivos huyeran, haciendo que las aguas se precipitaran en un abismo de piedras y rocas.

Uno de los amantes consiguió asirse a una piedra y no caer por el abismo. El otro, abajo, se sujetó a un árbol y consiguió sobrevivir, pero ambos quedaron irremisiblemente separados, convertidos en piedra y árbol, respectivamente. Y la serpiente, que vive en la temible Garganta del Diablo, se quedó tranquila. Solo que, cuando sale el sol y el arco iris luce entre el vapor del agua de la catarata, ambos extremos tocan la piedra y el árbol y permite que los amantes puedan volver a tocarse, aunque sea breve y efímeramente.

¡¡¡¡¡Ohhhhhhh!!!!

¿Es o no es bonito?

Y como me encanta este sitio, (qué me gustaría que mi Cuate Pepe, la Troupe Musiquera y el gran Colin y el Frente Salobreñero estuvieran aquí), dejamos otro vídeo sobre la construcción e inauguración:

Jesús impresionado como nunca Lens.

Quebradas

Cuesta definir con palabras lo que siente caminando por el desierto, viendo montañas policrómicas por el efecto de los minerales, ver amanecer en un campo de géiseres o nadar a 4.500 metros de altitud, con diez volcanes de más de 6.000 metros como testigos mudos de días que pasan en el Desierto de Atacama, en lugares como el Valle de la Luna, el Valle de la Muerte o el Llano de la Paciencia.

Mañana o pasado me voy a Bolivia, a Uyuni, a disfrutar del salar más grande del mundo y a dar continuidad a un viaje que empezó el año pasado, en Perú, con el descubrimiento de la cultura Inca. O hace más, en Guatemala y México, con los mayas. Vaya usted a saber.

Pero estamos aquí y ahora y quería comentar sobre un volcán activo,que echa sus fumarolas desde su gran cráter. Y que se llama el Putana, justo como un río que recorre el valle. Putana. Vaya nombrecito. Recuerdo que pensé que me recordaba a esos macarrones que ponen en las pizzerías, a la putanesca, que tanta gracia nos hacía cuando éramos niños. Y menos niños. Siempre que hay un silencio en la pizzería, la referencia a la putanesca es muy socorrida.

Volcán Putana

Putana. Pregunto por el origen del nombre y me confirman que sí. Que aunque no me lo crea, sí tiene que ver con las putas. En concreto, con una, de nombre Ana. Lógicamente. Y es que la zona, antes, era zona minera. Y en los contornos había una Ana que, flexible de piernas y de moral ancha, hacía las delicias de los mineros.

¿No da gusto descubrir que un poderoso volcán en erupción, el río que da vida a la zona y, por extensión, a toda el área más rica de Atacama, lleva el nombre de la deliciosa y encantadora Ana, que tan felices hizo a tantos y, esperamos, tan feliz fue ella misma?

Jesús putanesco Lens