Encuentro en la Quebrada del Diablo

Estábamos en un lugar llamado la Quebrada del Diablo, viendo formaciones rocosas imposibles, cuando aparecieron dos ciclistas, que están recorriendo Sudamérica sobre dos ruedas. Ella es rubia y francesa. Él, ecuatoriano y negro zahíno. Salieron de Buenos Aires hace seis semanas y quieren recorrer unos 20.000 kilómetros, en dos años. Pedaleaban en vaqueros y camiseta y sus bicicletas pesaban quintales, pero no dejaban de sonreír, eufóricos. Y mira que estábamos en una zona con fuertes desniveles y en la que el viento arrastraba un polvo desértico, como si de una película de John Ford se tratara.

Y nos cuenta una anécdota que les pasó hace unos días, cuando estaban en un pueblito diminuto y escucharon a un niño pequeñito decirle a su padre:

– ¿Y por qué no matas al negro, lo secamos, y lo sumamos a la colección?

Jesús en ruta Lens.

Con una sonrisa, partimos

Pues sí, amigos. Esto es lo que hay y esto es lo que queda.

Tengo un petate preparado, esperándome para salir zumbando. Lejos. Muy lejos. Se me hizo extraño, ayer, rebuscar en el baúl de los recuerdos montañeros y recuperar guantes, pasamontañas, forros polares, cortavientos, botas, saco de dormir invernal, etcétera.

Pero me harán falta.

Me voy al invierno, en pleno verano, a subir riscos, cruzar quebradas, pasar puertos de montaña, bajar a valles en sombra y cruzar ríos tumultuosos.

Me voy a Sudamérica y, por lo general, estaré desconectado, off-line y descoberturizado. No me llevo portátil, ni smartphone ni ganas para usarlos o echarlos de menos.

Me voy a tierras lejanas, extrañas, agrestes y montaraces.

Por eso quería cerrar este capítulo veraniego con una sonrisa, que acompañará a los visitantes blogueros que entren en las próximas semanas.

Sed felices, cuidaos mucho y… ¡nos vemos a la vuelta!

Jesús sud-escapista Lens

En los límites de la realidad

Vamos camino de Madrid.

El amanecer acaba de romper por el horizonte.

Nos cruzamos con una señal de trafico: «Madrid 45».

Avanzamos a toda velocidad, cabalgando hacia la capital del reino.

Confortados por un café caliente y una crujiente tostada, nos sentimos eufóricos.

Comienza una nueva jornada, tenemos trabajo complicado por hacer y logros importantes por conseguir.

Entonces, una nueva señal nos sale al paso: «Madrid 46».

Jesús confuso Lens

PD.- En el 2009, escribíamos esto, tal día como hoy. Y en 2010, esto otro.

El río de la luz

Yo no sé si leer a Javier Reverte, cuando no puedes viajar, debería ser absolutamente recomendable o estar radicalmente prohibido.

Porque estás en tu casa, en tu sofá, varado en tu vida de siempre, y te asomas a las páginas de “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá” y sientes el frío de las montañas sacudiéndote la cara, el rumor del viento entre los árboles y el murmullo y la fuerza del agua del poderoso Yukón, fluyendo a tu alrededor.

Luego, claro, sacas los ojos del libro y te das cuenta de que no. De que realmente sigues en tu casa, en tu barrio, en tu ciudad. Que no tienen nada de malo, pero que no invitan a buscar oro entre las arenas del lecho del río, precisamente. Aunque, se rumorea, el Darro granadino todavía lleva oro… pero esa es otra historia.

Por eso, hace tiempo que tomé una determinación: para no agobiarme y maldecir la suerte de una vida pacífica, tranquila y sosegada como la nuestra, sólo leo a Reverte cuando estoy de viaje. Aunque sea un viaje cercano y sencillo. Pero leer a Javier cuando estás en movimiento, aunque sea en un sencillo On the road camino de Sevilla o en la furgona que nos trae y nos lleva a Madrid, mitiga los demoledores efectos de una prosa capaz de contagiarte la necesidad de los espacios abiertos y, sobre todo, la sed de aventura.

El viaje que hace Javier, a través de un río poderoso como el Yukón, es tan impactante como el que hizo por los grandes ríos africanos o por el Amazonas. Y no es cualquier cosa, navegar un río. El mismo autor lo dice al comienzo de la obra: “Un río es algo más que un gran caudal de agua. Yo creo en el alma singular de los grandes ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado.”

Además, navegar por el Yukón es uno de los viajes que, de niños, todos hemos querido hacer. Bueno, de niños, y de mayores. ¡Qué le pregunten a mi hermano! Al menos, todos los niños que tuvimos la suerte de leer a Jack London y las películas sobre los buscadores de oro, los tramperos y la Policía Montada del Canadá. Sin entrar a valorar el daño que el Disney Channel está haciendo entre la chiquillería del siglo XXI, adoro estos libros que hablan de viajes basados en otros libros, en otras películas, y que siguen las huellas de antiguos viajeros y aventureros que, a su vez, también estaban enfermos de literatura, mitos y fantasías provocadas por las leyendas y las quimeras.

En esta ocasión, Javier Reverte se embarca en un viaje que sigue las huellas del éxodo provocado por la fiebre del oro de Alaska, con Jack London como principal “excusa” para recorrer los salvajes, espectaculares, inmaculados y brutales paisajes del noroeste de los Estados Unidos y el Canadá.

No sé vosotros -y dejo lanzada la pregunta- pero yo, cuando he pensado en huir bien lejos y escapar de la monotonía de esta existencia, siempre tenía a Alaska como posible destino. Para unos, es Australia. Las antípodas. Para otros, una gran ciudad como Nueva York y Los Ángeles. Pero yo siempre quise escapar a Alaska. Sobre todo, tras disfrutar de las desventuras del Dr. Fleischman, aquel imposible y urbanita doctor, más perdido en Cicely que un marine yanqui en la campiña afgana.

Sobre la cantidad de citas memorables y libros que dan ganas de leer cuando lees “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá”, hablamos más adelante, que esta reseña ya va larga.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

De vuelta. De nuevo

No sé la razón, pero de un tiempo a esta parte, suelo comentar más las vueltas que las idas. Los recuerdos de los viajes que los planes. Las vivencias que las intenciones.

Esta última ha sido una microescapada brevísima y laboral, aunque con tiempo para escuchar al magnífico Antonio Serrano en ese templo que es el Café Central. ¡Qué nos gustó!

Aún así, lo comentamos: hemos vuelto.

Y me acuerdo de un cuento que escribí y que he perdido, que no encuentro. Sobre las idas y las venidas.

Y me acuerdo de ese cuento perdido al leer esta frase de Jack London:

“Me convertí en vagabundo…, en fin, porque es simplemente más fácil irse que quedarse”.

Por esta vez, hemos vuelto.

Buenas noches. Buenos días.

Jesús vueltista Lens.