Nuestra Josefina y su Sami

Mi amiga Josefina es tremenda. Quiénes la conocemos, asumimos sus deliciosas rarezas con naturalidad: como es sueca, le achacamos sus monumentales despistes y mágica ausencias a su norteña y peculiar nacionalidad.

Se lo decimos, con todo cariño, como si fuera el lema de alguna de esas series que tanto nos gustan:

– “Es sueca. Es rara”.

Y ella ser ríe, claro.

Josefina tiene un hijo. Su nombre: Sami.

Siempre me gustó ese nombre. En parte porque cuando lo conocí, me vio y se partió de risa. ¡Era un cachondo! Como Sammy Davis Jr., uno de los compañeros de correrías de Sinatra, Martin & co.

El caso es que Josefina eligió el nombre de su hijo porque una vez, en un viaje, conoció a un Sami que se portó muy bien con ella y le echó una mano cuando más le hacía falta. Y porque sonaba bien. Y porque tenía que decidirse por un nombre, sobre la marcha y en un momento dado, sin tiempo para pensar, sin tiempo para meditar.

Hace unos días estaba leyendo cosas sobre Europa en la Wikipedia, por cuestiones de trabajo, cuando me encontré con la siguiente foto en la página principal de la entrada dedicada al Viejo Continente:

Familia sami. 1900

Me llamó la atención, pero como iba con prisa, no le presté atención ni me detuve a profundizar en eso de una familia sami…

Sin embargo, hace un par de días que me llegó al buzón de casa el último ejemplar de la revista Altaïr, dedicado en exclusiva a Noruega, uno de esos países nórdicos tan desconocidos como atractivos, famoso por sus auroras boreales.

Mientras subía en el ascensor, vi el listado de artículos y reportajes que traía la revista. Uno de ellos estaba dedicado a los Sami, uno de los pueblos nativos de Noruega, Suecia y Finlandia, de ascendencia lapona, que viven al norte del Círculo Polar Ártico.

Sin quitarme el traje, me senté en el sofá, a leer sobre uno de esos pueblos que, viviendo en condiciones hostiles y dificilísimas, han conseguido sobrevivir a lo largo de la historia. Un pueblo mágico, dotado de una cosmogonía propia, única y fascinante. Un pueblo nómada, libre y salvaje (en el mejor sentido de la expresión), que caza y pesca como ninguno y que se dedica a la cría del reno como actividades básicas para la supervivencia.

Los Sami son uno de esos pueblos indómitos que, cuando las autoridades nórdicas intentaron asimilarlos y quitarles su individualidad, se levantaron en armas para conservar sus raíces y peculiaridades.

Nobles, luchadores, nómadas, viajeros… ¡así son los Sami! Y estoy seguro de que así le gustaría a Josefina que fuera su pequeño Sami.

Quiénes la conocemos, estamos seguros de que lo conseguirá. Porque una persona tan especial como ella, siempre hace posible todo lo que se propone.

Querida Josefina, a continuación te dejo un corta y pega de la Wikipedia en que se cuenta una preciosa historia-leyenda sobre los Sami y una de sus celebraciones. Estoy seguro de que te va a gustar.

“Beiwe es la diosa de la fertilidad y del amor, la primavera, el Sol y la cordura venerada por los lapones. En el mito sami, viaja con su Beiwe-Neia a través del cielo en un recinto cubierto por huesos de reno, con lo que vuelven las plantas verdes en la tierra después del invierno, para que los renos puedan comer. También era llamada a restaurar la salud mental de los que se volvieron locos debido a la continua oscuridad del largo invierno.


Los adoradores de Beiwe sacrificaban renos blancos hembras, y con la carne, hacían hilos y palos, adornando la cama con cintas de anillos. También cubrían sus puertas con mantequilla para que Beiwe pudiera comer y así comenzar su viaje una vez más.

 

Esto se llama el Festival de Beiwe.

 

Está asociada a la fertilidad de plantas y animales, en particular, el reno.”

Con todo cariño, dedicado a una mujer clarividente e intuitiva como pocas, que conectó dos culturas aparentemente inconexas y distantes miles y miles de kilómetros con la elección de algo tan aparentemente banal como es un nombre…

Para que el viaje de tu vida siga siendo tan excitante como hasta ahora, querida Josefina, ahora, de la mano de tu pequeño Sami. Y apunta, apunta otro viaje pendiente.

Jesús casualista Lens

Anoche soñé que volvía a Malí…

Una ensoñación de Jesús Lens Espinosa de los Monteros, provocada por un por una lente y ojo mágicos y privilegiados

(Parte de este texto forma parte de ESTA recomendable, imprescindible exposición, que no te puedes perder)

La historia es un incesante volver a empezar.

Tucídides (460 AC-396 AC) Historiador ateniense.

«Anoche soñé que volvía a Malí, me encontraba ante la verja pero no podía entrar, porque la frontera estaba cerrada. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí poseído de un poder sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que se alzaba ante mí. El camino iba serpenteando, retorcido y tortuoso como siempre… pero a medida que avanzaba, me di cuenta del cambio que se había operado; la naturaleza había vuelto a lo que fue suyo y poco a poco se había posesionado del camino con sus tenaces dedos. El pobre hilillo que había sido nuestro camino avanzaba y finalmente allí, estaba Mali. Mali reservado y silencioso. El tiempo no había podido desfigurar la perfecta simetría de sus contornos.”

Permítaseme el homenaje a la mítica “Rebeca”, de Daphne Du Maurier, para arrancar estas notas, este texto: una mera ensoñación de un país único, irrepetible e inimitable, el Malí africano que se extiende a orillas del Sahara y al que un río mítico le da toda su vida, sentido y esplendor: el Níger.

Hace ahora diez años que fui al Malí por primera vez, mi bautizo africano, aunque antes hubiera estado varias veces en el Marruecos magrebí. Una vez llegué hasta las inmediaciones del Sahara, al sur de Marrakech, y entré en contacto con esa otra África, más negra, supe que mi destino estaba más al sur. Irremediablemente al sur. Siempre al sur.

Y un nombre empezó a resonar con fuerza en mi cabeza: Tombuctú. Porque hay palabras cuya mera enunciación te permiten soñar con aventuras, misterios, tesoros y enigmas. Tombuctú y el mito de El Dorado es una de ellas. Antes de ir, lo leí todo sobre el Malí, el imperio Songay, Djeneé y su famosa mezquita, el estilo sudanés… Memoricé las vidas del Kankan Moussa y su arquitecto de referencia, Isaac es-Saheli. Y del conquistador Yuder Pachá. Leí las biografías de aventureros como René Caillé, Mungo Park o Heinrich Barth… y, por fin, fui a verlo.

Paradójicamente, esa primera vez no pude llegar a Tombuctú. Porque la famosa y mítica ciudad sigue siendo un lugar difícil de arribar. Sigue costando mucho tiempo, esfuerzo… y dinero, entrar en la ciudad caravanera, meca del comercio de la sal y el oro, pero también cuna del saber universal, no en vano, en Tombuctú se atesoran miles de libros, legajos, tratados y documentos con cientos de años de historia.

No pude llegar a Tombuctú, pero dio igual. Porque Malí es un estado mental y, nada más entrar en el país, recorriendo las calles de Bamako, su capital, te das de bruces con una realidad impensable cuando preparas el viaje y sólo estás preocupado por las vacunas, las enfermedades, las profilaxis, la seguridad… ¡Malí es el País de las Mil Sonrisas!

Hace diez años aún se estilaba mandar postales cuando uno salía de viaje. Yo envíe varias de ellas a mis amigos, preocupados porque me había ido a uno de los países más pobres del mundo. En todas y cada una de ellas no faltaba una frase: “Son las diez de la mañana y ya he disfrutado de dos docenas de francas y abiertas sonrisas. ¿Cuántas verás tú a lo largo del día?”

Bamako es fea. O, mejor dicho, no es bonita. Como buena parte de las grandes ciudades africanas, es una villa de aluvión, crecida sin orden ni concierto, caótica y desmesurada. En contraste, las demás ciudades malienses parecen apacibles y acogedoras. Como Mopti, la Venecia africana de cuyo puerto parten los grandes barcos y las pinazas que recorren los ríos Bani y, sobre todo, el Níger, la gran arteria que nutre y da vida a toda la región.

El Níger, cuyo nacimiento y desembocadura constituyeron uno de los grandes enigmas geográficos de la historia, al no poder entenderse el extraño recorrido que hacía. Conocer el curso del río fue uno de los objetivos que animaron a científicos y exploradores de toda Europa hasta que su curva, la famosa curva que el Níger traza en su caprichoso recorrido, quedó fijada en los mapas: tras adentrarse centenares de kilómetros tierra adentro, cuando la amenaza del desierto parece que se tragará las aguas del río, éste hace un quiebro que lo devuelve hacia el océano, tras haber recorrido más de 4.000 kilómetros, longitud sólo superada en África por los ríos Nilo y Congo.

Siguiendo el Níger es como mejor se disfruta de la auténtica vida del Malí, de sus pueblos ribereños y de la tranquila y sosegada vida que fluye en torno al río. En sus aguas vive el famoso capitán, un exquisito pescado, piedra angular de la dieta de los malienses. Y en sus riberas nacen las verduras de las que se alimentan no sólo los habitantes del país, sino sus arcas públicas, no en vano, la principal actividad productiva del país es la agricultura.

Por eso, el famoso músico Ali Farka Touré nunca abandonó su granja en Niafunké, donde vivía con su familia y, además de componer y tocar como nadie los blues que tan famoso le hicieron, cultivaba con esmero su huerta y criaba su ganado con mimo y cariño. Y la referencia al bluesman africano por excelencia no es gratuita. Porque si el Malí es el país de las mil sonrisas, también es uno de esos lugares en los que la música forma parte del ADN de sus habitantes. Los países en los que la música se integra en su vida cotidiana son especialmente intensos. Como Cuba. O Irlanda. Y el Malí, claro, donde las percusiones conectan la tierra con el cielo y se convierten en parte del latido del corazón de la tierra. Así, no es de extrañar que la nómina de músicos malienses sea larga y excepcionalmente rica y feraz, con el albino Salif Keita a la cabeza.

Fue la música la que me permitió, esa vez sí, cumplir mi sueño. Volví al Malí, siete años después de mi primera vez, con la intención de disfrutar del famoso Festival au Desert, en Essekane, un lugar indeterminado a un puñado de decenas de kilómetros de pista infernal de Tombuctú. Un festival de música y cultura tueareg que, año a año, se ha convertido en referente mundial de la música que se hace a orillas del Sahara.

Iba nervioso. Después de haber viajado a Malí, había vuelto varias veces a África. Burkina Faso, Tanzania, Etiopía, Egipto… pero el Malí seguía ocupando un lugar muy especial en mi corazoncito viajero. El Malí había sido como el primer beso, mi primer amor. ¿Y si la magia se había desvanecido? ¿Y si ya no era igual?

Pero sí. Nada más desembarcar en Bamako me di cuenta de que sí: el idilio continuaba. El misterio seguía intacto. La fiebre del Malí seguía inoculada en mi organismo, felizmente. Y, tras unos días de música, cultura, amistad y hogueras bajo el inmenso cielo del desierto, ardiente de día y cuajado de estrellas por la noche, entramos en Tombuctú. Y fue como llegar a casa. Porque Tombuctú es parte de nuestra tierra. De Al Andalus. De esta Andalucía en la que la fuga de talentos y cerebros viene dándose desde hace cientos y cientos de años.

La huella de Yuder Pachá y su estirpe, los Armas, sigue viva y vigente en Tombuctú y otras localidades del Níger. Un Yuder Pachá natural de Cuevas de Almanzora, (Almería). Y Es Saheli, el arquitecto y poeta amante de los paraísos artificiales que tuvo que exiliarse de Granada para dejar la más perdurable huella de su arte arquitectónico en mitad del desierto, utilizando para ello los pobres materiales que tenía a su alcance: barro y madera. Creó un estilo personal y propio, el estilo sudanés, que causaría sensación en la Exposición Universal de París. Si el primitivismo africano dejó huella en Picasso, por ejemplo, el arte de Es Saheli tuvo continuidad, siglos después, en el mismísimo Gaudí, sin ir más lejos.

Y están las bibliotecas y centros de estudios que, en Tombuctú y alrededores, conservan la memoria del exilio y la expulsión de los judíos y los moriscos de la España reconquistada. Memoria literaria y económica, memoria sentimental que espera a ser descubierta, estudiada y analizada. Porque sigue habiendo oro por descubrir. El oro de la sabiduría y el conocimiento. La riqueza del saber. Porque Al Andalus sigue viviendo, respirando y palpitando a miles de kilómetros de España.

¿Y cómo ha sido mi tercer viaje al Malí? Reconozco que más cómodo y sencillo. Menos sufrido. Pero igualmente excitante y apasionante. Es lo que tiene viajar sin salir de casa. Y hacerlo a través de las personalísimas fotografías de una artista como Alicia Núñez, cuya mirada única, personal e intransferible consigue captar la esencia y auténtica naturaleza de las personas a las que retrata.

Gracias a la nueva exposición de Alicia tenemos la oportunidad de recorrer paisajes de una belleza desnuda sin igual y, sobre todo, tenemos una inmejorable ocasión de descubrir el alma de los habitantes de un país que, económicamente pobre como pocos, es uno de los humanamente más ricos que he conocido jamás. Rico de espíritu, alegría, orgullo y capacidad de supervivencia y superación.

Cuando veáis las fotografías de Alicia, fijaos, sobre todo, en la mirada de sus protagonistas. En sus ojos. En lo mucho que nos dicen, a nada que les prestemos oído y atención. Es la magia de una artista excepcional: a través de su lente, da la palabra a quiénes nunca tienen oportunidad de tomarla. ¡Eso sí que vale su peso en oro!

Gracias a las fotografías de Alicia, hoy, el Malí se acerca un poco más a nosotros. A través del rostro de sus habitantes. De los colores de sus vestimentas. De la mirada de sus ojos.

Estoy seguro de que, gracias a esta exposición, nosotros también nos acercaremos un poco más a un país hermoso y arrebatador como pocos he tenido la suerte de visitar.

Gracias, Alicia, por tender estos puentes entre nosotros y ellos. Hoy, las distancias que nos separan son más estrechas.

The Red Fox

“El que no ama está muerto”

San Juan de la Cruz

Empieza a ser una tradición viajera que Panchi, Pepe, Álvaro y un servidor, por las noches, busquemos clubes de jazz en que relajarnos tras días de paseos, descubrimientos, museos, bares y comidas más o menos típicas, más o menos extrañas. Y si el local lleva el nombre de “zorra”, mejor.

Así, de nuestro paso por La Habana recordamos con especial cariño aquella noche en “La zorra y el cuervo”, disfrutando de uno de esos conciertos especiales, de los que parecen estar esperándote a ti y sólo a ti.

Estábamos en San Petersburgo, la tarde del día en que, por la noche, tomaríamos un tren que nos llevaría hasta Moscú. Habíamos estado pateando las calles de la monumental ciudad rusa desde primera hora de la mañana, y andábamos cansados. Por un momento nos planteamos intentar conseguir una entrada para el clásico Zenit – CSKA, que casualmente se disputaba ese día, pero horas antes del partido, los aledaños del Zenit Arena ya estaban tomados por decenas de policías antidisturbios. Más que un partido de fútbol, parecía que allí se iba a celebrar una cumbre del terrorismo internacional.

Hicimos un alto en nuestro deambular para tomar una cerveza y Panchi husmeó en su iPad, dando con un club de jazz que no debía estar muy lejos de donde nos encontrábamos: “The Red Fox”.

¡Ahí lo teníamos! Zorras (o zorros) y jazz. Una tentación demasiado irresistible, por más que un par de horas después tuviéramos que es estar en la estación de ferrocarril.

Álvaro, con un mapa en las manos, sería capaz de conducirte a las puertas del mismísimo infierno, si se lo propusiese: sobreponiéndonos a las indicaciones en cirílico, no tardamos en bajar las escaleras que nos llevaron a uno de esos bares con sabor, con atmósfera, con personalidad, con clase.

Mesas arracimadas unas sobre las otras, una barra en forma de U y, enfrente, un pequeño escenario junto al que una chica afinaba la voz mientras un muchacho afinaba la guitarra. Apenas había nadie en el local. Era temprano todavía, incluso para los husos horarios rusos, donde se cena de día, sin el más mínimo rubor. El único pero: una tele de plasma transmitía el primer tiempo del partido de fútbol. Pero sin sonido, eso sí. ¡Menos mal!

Ocupamos una de las mesas más cercanas al escenario, pedimos unas buenas cervezas, encargamos unos platos de carne para cenar y, comentando los avatares de la jornada, nos dispusimos a esperar a que empezara el concierto.

Poco a poco se había ido congregando más gente en “The Red Fox”. Parejas que ocupaban mesas cercanas a la nuestra y, extrañamente, un grupo de jóvenes con pinta de roqueros que, encastrados en la barra, bebían grandes cervezas mientras seguían el fútbol, con sumo interés.

¿Qué tienen los escenarios, que transforman a las personas que se suben a ellos? O fue el escenario o fue la cerveza, pero la chica que apareció sobre el mismo y empezó a cantar antiguos estándares de la historia del jazz, en nada se parecía a esa anodina muchacha que templaba la voz cuando llegamos al club. Venga. Va. Es un topicazo más grande que el mismísimo Hermitage, pero esa chica se había transformado en un ángel pelirrojo, suavemente acariciada por la luz indirecta de un discreto foco azul. Y su voz… su voz era puro terciopelo. ¡Blue velvet!

A mitad de la segunda canción, como si una tormenta se hubiese desencadenado en el bar, entró un sujeto de lo más peculiar: mediana edad… y media más, delgado hasta el extremo, ranciamente atildado, con un bigotillo insostenible sobre el labio y los ojos enfebrecidos, inyectados en sangre. El tipo portaba un ramo de flores amarillas, que entregó a la cantante, menos sorprendida que molesta por la impetuosa actitud del fulano, que parecía uno de esos personajes dostoievskianos, al límite de sí mismos, medio locos, medio idos, medio zumbados.

El tipo se sentó en la mesa que teníamos justo al lado y no hizo siquiera un amago de llevarse a los labios el té que la simpática y pizpireta camarera le había servido. Se mantenía embebido no tanto en el escenario cuanto devorando con la vista a la cantante, mientras intentaba en vano llevar el ritmo de la música con el pie.

A la muchacha se la notaba evidentemente incómoda. Había dejado las flores arrumbadas sobre una silla y trataba de concentrarse en la música, cerrando los ojos y evitando por todos los medios el cruzar la mirada con su rendido admirador.

En un momento dado del concierto, los músicos comenzaron a tocar una preciosa versión del “Riders on the storm” de los Doors. Me incliné para comentar algo con mi Cuate Pepe y, de repente, sentí la mirada asesina de nuestro extraño vecino de mesa, clavada en mí. De hecho, un poco antes, mientras intentaba pinchar un trozo de carne, se me había caído el tenedor sobre el plato. Automáticamente, el tipo se giró hacia nuestra mesa y, mascullando, debió mentar a todos mis muertos, por el estrépito provocado.

Pero pronto dejamos de ser el objeto de la ira del fan loco de la cantante de terciopelo. Porque los chicos de la barra, cada vez más bebidos y cabreados por el fútbol, dado que los locales perdían 1 a 0, empezaban a hacer caso omiso del concierto y a comportarse como hooligans, hablando en voz alta, incluso gritando cuando algún lance del partido les resultaba especialmente llamativo o chocante.

En ese punto, la cantante estaba a punto de llorar. Aquello estaba siendo un desastre. La camarera nos había dicho que era un día muy especial para ella ya que entre el público había un par de personajes importantes del mundo de la música en San Petersburgo, así que no era de extrañar que la chica estuviera pasándolo peor que mal.

El árbitro debía haber pitado algo en contra del Zenit, porque los futboleros empezaron a rezongar más alto todavía. Y fue entonces cuando nuestro vecino se levantó y, gritando más fuerte que ellos, debió decirles algo así como que se callaran de una puta vez y tuvieran respeto por la artista. Porque, por primera vez desde que entrara, la cantante le dedicó al hombre una mirada diferente a la de hartazgo o resignación con que le había estado castigando hasta el momento.

El silencio volvió a reinar en la sala. Los músicos empezaron a desgranar las primeras notas del “Cantaloop” y todo pareció volver a la calma. Pero la paz no duró excesivamente y antes de que terminara el clásico estándar de Herbie Hancock, ya estaban los jóvenes alborotadores haciendo de las suyas otra vez.

Fue como un relámpago. El hombre delgado se mostró inesperadamente elástico para la edad que aparentaba y sin dar tiempo a que nadie reaccionara, se plantó frente a los imberbes escandalosos, imprecándoles en sus mismas caras.

El primer bofetón nos dolió como si nos lo hubieran dado a nosotros mismos. Los siguientes los vimos como a cámara lenta.

La cantante cambió su sensual voz de terciopelo por un alarido chillón y la vimos con intención de abalanzarse, ella también, sobre la melé que se había formado junto a la barra.

Panchi a duras penas conseguía sujetarla, mientras Álvaro, Pepe y yo intentamos separar al furibundo fan de los violentos muchachos, que le estaban dando una somanta de hostias bastante importante.

Fue entonces cuando vimos los ojos incendiados de la cantante, convertida en una gata salvaje. Y, a la vez, la estoica sonrisa de su admirador. Aunque tenía un corte en la ceja y un moratón en la mejilla, ¡no dejaba de sonreír!

Y lo tuvimos claro.

Nos volvimos hacia nuestro bigotudo amigo y, efectivamente, decidimos seguir echándole una mano: mientras uno de los futboleros lo sujetaba por un brazo, nos unimos a la golpiza que sus colegas le estaban propinando. Cuantos más palos le caían, más se ampliaba su sonrisa. Y, en la misma medida, más grandes, más brillantes y más intensos lucían los ojos de su entregada admiradora, que ya no era una elegante y sensual cantante de jazz, sino una amante desbocada, presta a matar al que osara tocar a su hombre.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

“El que no inventa, no vive”

Ana María Matute

Salt Lake City. Utah

Era nuestra última noche en la Madre Rusia. Habíamos cenado y, para rematar el viaje, antes de irnos a dormir, nos asomamos al bar del hotel, a brindar con unos vodkas.

Estaban tranquilamente instalados en la larga barra del bar. Una de esas barras que lo mismo se encuentran en Rusia que en España, Australia o Tanzania: los bares de los hoteles internacionales son todos iguales. Esa es su función: que el viajero halle un oasis de calma, un territorio cómodo y conocido aún en el lugar más remoto de la tierra.

No llegamos a saber sus nombres, pero allí estaban, bebiendo sendas pintas de cerveza.

Hablaban en inglés. Nos miraron. A Panchi, Álvaro, Pepe y a mí, que nos reíamos a mandíbula batiente por algún sucedido del viaje o, quizá, nos carcajeábamos al anticipar el intercambio de opiniones que íbamos a tener en Granada, al regresar, con un tipo que, siendo invisible, nos había acompañado durante aquellos días, amenizando las inevitables esperas que todo viaje conlleva.

Pero ésa es otra historia.

Volvamos a la barra del bar.

Ella se giró hacia nosotros y, blandiendo su pinta en alto, hizo el gesto de brindar. Su compañero la imitó.

Cogimos nuestros chupitos y, al unísono, gritamos:

– ¡Nadzarovia!

Nos preguntamos de dónde sería aquella señora de unos cincuenta años, bajita, con el pelo corto y rizado, canoso, de energético aspecto, vestida con vaqueros y una camiseta negra, decorada con el lema “Best Buddies”.

Yo sostuve que era de Arizona. Tenía un cierto aspecto latino… Álvaro pensaba, más bien, que sería británica.

Panchi, nuestra encargada de Relaciones Internacionales con los Nativos Angloparlantes, le preguntó. Y su respuesta, igualmente enérgica y orgullosa fue:

– Salt Lake City. Utah.

¡Ay que ver qué énfasis ponen los yanquis a la hora a proclamar su procedencia!

Y no. No era de origen latino. Era de origen turco.

– ¿Armenia? –le pregunté yo, recordando el inmemorial éxodo de dicho pueblo y su proverbial nomadismo.

– No. Turca.

Se giró y nos volvió la espalda, para seguir charlando con su compañero.

Pensé que se habría podido enfadar, al “cuestionar” su origen turco. Pero en cuanto Panchi volvió a preguntarle algo, la mujer siguió con su cháchara amable y nos volvió a mostrar su enorme sonrisa.

Y, sobre todo, se rió largamente cuando su compañero le susurró algo al oído, mientras nos señalaba.

– ¿Qué ha dicho, que tanta gracia le ha hecho a usted? –le preguntamos.

Que en su pueblo, os insultarían por esa forma de beber los chupitos, a sorbos. Que hay que beberlos de un trago.

Todos estallamos en carcajadas; el muchacho, el primero. Volvimos a gritar “¡Nadzarovia!” y apuramos nuestros vasos. Él, por su parte, se bebió de un trago la cerveza que quedaba en su pinta, sonriendo satisfecho al terminar, quitándose un resto de espuma del labio superior.

Pedimos más bebidas. Y seguimos charlando. De Turquía, de Rusia, de Salt Lake City, de los mormones que tienen hasta cuatro mujeres, lo que gustó especialmente al joven barman que nos atendía. Sostenía que sí. Que él podría con cuatro mujeres. Incluso con alguna más. Seguíamos riendo. Y hablando. De viajes, por ejemplo.

– Nosotros estamos haciendo turismo. Hemos visitado San Petersburgo y Moscú. Mañana por la mañana, muy temprano, volvemos a España.

– Pues nosotros venimos de Estados Unidos. Y pertenecemos a la asociación “Best Buddies”. ¿La conocéis?

– Para nada.

Es una asociación creada por la familia Kennedy, extendida por todo el mundo. Se trata de fomentar la amistad entre personas con discapacidad intelectual y personas que no la tienen. Salir juntos, compartir una copa, ir al cine, jugar una partida de billar o, como en nuestro caso, viajar a conocer otros países y otras culturas.

Apuramos nuevamente nuestros vodkas, después de entrechocar los vasos, con nuestros vecinos de barra, quiénes se retiraron prudencialmente a sus habitaciones, tras desearnos feliz regreso y suerte en nuestra vida.

La Asociación también está en España

No supimos cómo se llamaban. Y, más que probablemente, nunca más nos volveremos a ver. Pero “Salt Lake City. Utah”, como les conocemos desde esa noche a esa pareja de Best Buddies, ya forman parte de ese acervo, de ese caudal viajero, íntimo, personal, necesario, imprescindible y maravilloso.

Porque como nunca me cansaré de decir, los viajes, más allá de los monumentos, los museos, los paisajes, las calles, los clubes… son las personas con las que te cruzas. Los viajes son esos encuentros. Esos descubrimientos. Esos rostros. Esas palabras. Esas sonrisas. Esas conversaciones.

Viajar a Rusia. Encontrar allí a Salt Lake City. Utah. Y el sur de Turquía. Y el cariño, el compromiso, el compañerismo de dos personas que son Best Buddies.

Viajar. Descubrir. Disfrutar.

Viajar. No tiene precio.

Jesús buddie Lens.